Authors: Mercedes Gallego
Manel se mostró de acuerdo con el reparto. Se disponían a salir cuando empezaron a llegar el resto de sus compañeros. El primero, Tomás Vázquez, que después de saludar se acercó a la mesa en la que trabajaban Manel y Candela.
—¿Cómo lo lleváis? He leído vuestro informe de ayer, no estaría de más que insistieseis con el prestamista. Esa gente es una plaga, se dedican a sangrar a los desgraciados que necesitan dinero. Si podemos echarle el guante, mejor que mejor.
—En eso estamos. Candela se va a visitar a la viuda por si echa de menos alguna joya y yo voy a interrogar a cuatro individuos que eran amigos de la víctima de la Riera Baixa.
—¿De dónde has dicho?
—De Riera Baja, a lo mejor te suena más en castellano, pero antes se llamaba así —respondió Manel con sorna.
—¡Ah, ya! Vale, vale… no vamos a discutir por eso.
La conversación no pasó desapercibida a García que hacía escasos minutos se hallaba sentado en su puesto de trabajo, removiendo papeles. Sin que nadie le diese entrada, saltó como si un invisible resorte se hubiera accionado en él.
—Sí, hombre. Lo del catalán, que está de moda… Y eso no es nada, en cuanto tengan el estatuto ese de los cojones verás…
Todos lo miraron pero nadie respondió. Candela le hizo un gesto a Manel y, tras cruzar una mirada con Vázquez, abandonaron la sala de inspectores dejando al viejo inspector con la frustración de no poder despotricar como hubiera deseado.
—Un día le voy a pegar dos hostias al tío ese que se va a enterar —bramó Manel.
—Tranquilo, no vale la pena. El comisario me ha dicho que le queda poco aquí.
—Es que me pone enfermo, joder. Lo hace a mala hostia, para provocarme.
—Por eso mismo, Manel. No seas idiota y no entres al trapo, porque al final el expediente os lo abren a los dos y muchos mandos serán «comprensivos» con su enfado. No te olvides de dónde estamos.
Manel no se olvidaba de dónde estaba. Cuando decidió hacer las oposiciones sólo se había planteado que era un trabajo fijo y el sueldo era más alto que en los ayuntamientos o la Administración General del Estado, dónde sólo podía acceder cómo administrativo porque los cargos intermedios era asignados en promoción interna. Sus amigos se lo habían advertido, y con el tiempo les daba la razón. Había sido Candela la que lo convenció con su actitud de que valía la pena seguir luchando desde dentro, pero él no era un luchador, era músico. Jamás se había interesado por la política, y hasta cierto punto, le producía un gran rechazo formar parte de un colectivo en el que la frase «hable usted en cristiano», resonaba en el aire cada vez que la policía entraba en el bar donde él solía tocar algunas noches de fin de semana. Lo hacía por vocación desde antes de ser policía, aunque el dueño del local aceptó su decisión, nunca vio con buenos ojos que su amigo saxofonista se uniera a «esa gente», por más que Manel le decía «que sí, Ismael, que los catalanes tenemos que estar, si queremos cambiar las cosas». Sin embargo su amigo le respondía que el objetivo no era ese, sino luchar para que la policía del estado se largase y fuese la policía catalana la que se hiciera cargo de todo y no meter catalanes en esa mafia. No se ponían de acuerdo; Manel prefería mirar al presente y no soñar con un ideal de futuro.
Caminaban por la calle Condal. A la altura de la Puerta del Ángel, Manel le dijo a modo de despedida:
—Entonces, cuando terminemos nos vemos en jefatura. A ver que me cuentan los colegas de Paulino.
—Yo no creo que tarde mucho con la viuda, como hablamos ayer con ella hoy sólo tenemos el tema de lo que pudiera haber empeñado en el judío.
—Yo tampoco tardaré; por suerte, están bastante cerca unos de otros. Más o menos a la una en la Brigada, ¿de acuerdo?
Desde finales de febrero la vida de Rosa no era la misma. Cierto que en los últimos meses su marido había cambiado, pero ella confiaba en que tarde o temprano se acostumbraría a su nueva vida de jubilado; de la espalda estaba mucho mejor desde que no trabajaba, pero no sabía qué hacer con el tiempo libre. Se levantaba tarde, se acostaba de madrugada y había empezado a beber, aunque a decir verdad, poco antes de morir bebía menos y, lo más curioso, se había vuelto místico. Así se lo contaba a Candela, a la que había servido un café cuando la invitó a entrar, complacida de que la policía se tomase la molestia de investigar quién había matado a Rosendo.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que se había vuelto místico?
—Bueno, no sé si es eso exactamente, a lo mejor debía decir supersticioso. Por ejemplo lo del cristal ese que llevaba siempre encima desde hacía unos meses. Decía que por eso se le había curado la espalda.
—¿Qué cristal?
Rosa se levantó y con paso presuroso se adentró en una habitación al otro lado de donde estaban sentadas. El piso era amplio. El salón comedor daba a la calle del Carmen. Estaban sentadas alrededor de una mesa camilla situada frente al balcón, ocupando dos sillones, dispuestos uno a cada lado. La puerta por la que había desaparecido Rosa daba acceso al dormitorio.
Apareció instantes después con un cristal en bruto del tamaño de un dedo; uno de los extremos daba la sensación de haber sido arrancado de otro más grande, mientras que el opuesto, aparecía cortado formando lados poligonales. La transparencia se interrumpía dejando ver unas betas negras como hilos.
—Es este. Apareció un día en el bolsillo de un pantalón cuando lo iba a cepillar para guardarlo en el armario. A la hora de comer le pregunté a mi marido que de dónde lo había sacado y se puso muy nervioso. Me lo arrebató de las manos diciéndome que no lo tocase, que lo contaminaba con mi energía. ¡Bueno se puso cuando me eché a reír!
—¿Le dijo de dónde lo había sacado?
—Me contó una mentira. A Rosendo se le notaba enseguida, pero no quise contradecirle. Dijo que lo había comprado en una tienda de esas que venden cosas así, amuletos y eso. Han abierto algunas en los últimos tiempos. En el Paralelo hay una.
—¿Era supersticioso?
—Nunca me lo había parecido, la verdad. Rosendo era muy reservado, eso sí, pero jamás hubiera pensado algo semejante si no se lo hubiera dicho alguien. Incluso se reía de mí porque iba a la iglesia. Yo, no es que sea una beata, pero voy a misa y él me tomaba el pelo y decía que todo eso eran cuentos chinos.
—¿Me lo puedo llevar para investigar de dónde ha salido?
—Si no me lo pierde, sí. Es un recuerdo, ya me entiende…
—Le doy mi palabra. Se lo devolveré en cuanto pueda, no se preocupe que no le pasará nada.
—Tenga, llévese la cajita también, así estará más protegido.
Le tendió una pequeña caja de lata llena de algodón en la que guardaba el cristal.
—Ahora me gustaría saber si ha echado usted de menos alguna joya, un reloj, medallas… Cualquier cosa que se pueda empeñar.
—Pues sí. Precisamente el reloj que me regaló cuando hicimos los veinticinco años de casados. Era de oro, muy bonito, pero la esfera pequeña y sin números, así que casi no conseguía distinguir la hora. Además, como era bueno, no me gustaba llevarlo a diario y lo tenía guardado. Mi hija me compró este en Andorra —extendió el brazo—. Es más grande y tiene números en vez de rayitas como el otro.
Rosa volvió a levantarse. Abrió una de las puertas del mueble aparador y sacó un álbum de fotos que depositó sobre la mesa camilla. Fue pasando las hojas de cartón con fotografías pegadas hasta que se detuvo en una.
—Mire. Es del día que me lo regaló. Aquí estamos celebrando las bodas de plata. Estas son mis hijas, aunque ahora no se parecen, aquí eran unas crías. La pequeña se empeñó en que levantase la mano para que se viera el reloj.
—Esta foto también tendré que llevármela.
—Sí, claro. Pero si quiere le doy el cliché. Lo tengo guardado.
Volvió al mismo mueble del que había sacado el álbum, pero esta vez no abrió las puertas, sino un cajón del que sacó una caja de lata que había sido de galletas, a tenor del dibujo de la portada, la cara de un niño con una boina y el nombre de las galletas: «Surtido Nebi». La caja estaba llena de fotografías y sobres con negativos. En cada uno figuraba escrito con lápiz lo que contenía.
—Tenga, son éstos. Aquí lo pone: Bodas de Plata.
—Es una suerte que sea usted tan ordenada, Rosa. Eso facilita mucho las cosas.
—Eso digo yo, pero mis hijas se ríen de mí. Dicen que soy una «puñetitas», ya sabe usted como es la gente joven hoy en día, pero qué le voy a decir, si usted es más joven que ellas.
Por primera vez en el transcurso de la entrevista, la risa hizo acto de presencia. Candela respondió con complicidad.
—No se crea usted, que yo también soy una maniática del orden. Es la única manera de encontrar las cosas —haciendo una pausa volvió a preguntar—. ¿Cuándo echó de menos el reloj?
—Cuando murió Rosendo precisamente, por eso no le pude preguntar nada. Me lo iba a poner para el funeral, porque sabía el esfuerzo que le había costado comprarlo, lo pagó a plazos. Pensé que le haría ilusión verlo, desde donde quiera que estuviera, porque yo estoy convencida de que los muertos se quedan unos días entre nosotros hasta que su alma se va del todo.
Rosa volvió a sumergirse en la tristeza y preguntó a Candela:
—¿Para qué quiere usted saber si me faltan joyas?
—Lamentándolo mucho no puedo responder a sus preguntas. Es parte de la investigación, pero se lo diré en cuanto termine.
—También faltaban los gemelos que yo le regalé. Eran de oro, y buenas puntadas me costaron —soy modista, pero creo que ya se lo dije el otro día—. También lo pagué a plazos. Los compré aquí cerca, en la joyería que hay en la esquina, la tiene usted que haber visto al pasar. De esos no hay foto, pero se reconocen fácil. Tienen dos erres cruzadas, ya sabe. Rosendo y Rosa. Quedaban muy bonitas, parecían un escudo.
Candela sacó la libreta y la abrió por una hoja en blanco, al tiempo que le tendía a Rosa un lápiz.
—¿Podría dibujarlo más o menos?
—Ya lo creo.
La mujer trazó con soltura el dibujo de dos erres entrelazadas entre sí, con caligrafía que recordaba la letra inglesa. Efectivamente, parecían un escudo, pero también recordaban la cruz gamada.
Sin darse cuenta había pasado el tiempo hablando con la viuda de Rosendo Marcos, una mujer agradable y colaboradora que facilitó sin reticencias los teléfonos de las hijas del matrimonio, con las que Candela había pensado entrevistarse para conocer la opinión del supuesto misticismo de su padre, aunque de momento era más urgente regresar a la jefatura para pedir al Gabinete una ampliación de la muñeca en la que Rosa lucía el reloj. Eran las doce y media cuando entró en la Jefatura, tiempo suficiente para terminar las fotos y esa misma tarde acudir al prestamista con Manel.
Como temía en el Gabinete no había nadie. Los pocos funcionarios destinados en él, se multiplicaban para cubrir las nuevas directrices de recoger pruebas en el lugar que se cometía el delito. Hasta hacía muy poco, los mismos funcionarios que acudían a la llamada eran los encargados de tomar las huellas o cualquier indicio que pudiera aportar datos a la investigación, pero poco a poco, esta labor iba recayendo en el Gabinete de Identificación, que sin embargo, no había multiplicado sus efectivos al ritmo de las nuevas exigencias judiciales.
Haciendo gala una vez más de su impaciencia, Candela, con los negativos en el sobre, se fue a su casa para hacer ella el trabajo. La fotografía era una de sus aficiones.
Abandonó la jefatura sin decir nada, ni siquiera a Vázquez; cuando Manel regresó a la hora acordada, nadie sabía nada de Candela. Ella fue directamente al Gabinete y, cuando lo vio vacío, tomó la decisión sin pensar en nada más.
—Oye Vázquez, ¿has visto a Candela?
—No. Desde esta mañana que os fuisteis no sé nada de ella ¿por qué?
—No, por nada. Ya la veré, no es urgente.
A pesar de las palabras de Manel, Vázquez sabía que Candela tenía la tendencia a ir a la suya en cuanto podía. No quiso indagar, «que se las apañen ellos», pensó.
Manel estaba a punto de abandonar Homicidios, cuando Candela llamó por teléfono.
—¿Dónde andas?
—Ahora te lo explico. Voy para allá y nos vamos a comer. Luego te cuento.
—Está bien. No tardes, que tengo hambre. Llevo esperándote desde la una. Habíamos quedado en vernos aquí cuando terminásemos nuestras entrevistas ¿recuerdas? En teoría tú no tardarías más de una hora. ¿Dónde estás?
—Sí, sí. Ahora mismo voy y te lo cuento.
Eran casi las tres cuando una exultante Candela hacía su entrada. En el fondo intuía que su compañero estaría molesto, lo que no imaginaba era la bronca que se avecinaba, afortunadamente sin testigos porque todos estaban comiendo.
—¿Se puede saber de dónde vienes? —fue el saludo de Manel.
—Veras, es que tengo unas fotos que…
Manel no la dejó continuar. Estaba cansado porque había recorrido callejuelas estrechas resbaladizas por la llovizna y malolientes por la basura acumulada. Para mayor frustración, en ninguna de las entrevistas había obtenido ningún resultado que pudiera servir para avanzar en la investigación.
—Ni fotos ni hostias, Candela. Hemos quedado aquí cuando terminásemos las entrevistas. Si tienes unas fotos, lo primero que tendrías que haber hecho era esperarme. No sé si recuerdas que soy responsable de la investigación por ser más antiguo que tú.
—Pero qué dices, Manel. ¿Tú también andas con esas?
—No soy yo. Te recuerdo que si te ocurre algo el comisario me preguntará a mí dónde estabas y si yo no tengo conocimiento de ello la bronca me la gano yo.
—Hasta el momento no he necesitado nunca niñera, ¿me oyes? Nos ha jodido, que pronto se cogen los aires de mando en esta mierda de cuerpo.
—Pues si no te gusta te largas, pero no vuelvas a ir por libre conmigo, ¿te enteras?
Manel, tras unos instantes de denso silencio, rebajó considerablemente el tono y preguntó:
—¿De qué fotos hablas?
Candela lo miró enfurecida, pero decidió zanjar también la cuestión, aunque la desilusión escaló unos cuantos peldaños. Ya estaba bien de castrar iniciativas, lo esperaba de su comisario, incluso del burócrata de Vázquez, pero jamás de él.
—Aquí las tienes. Son de un reloj que tenía la viuda del de la calle del Carmen. Dice que no lo encuentra, puede ser que la víctima lo llevase al prestamista. No le he dicho nada del prestamista a la señora, claro.