Authors: Mercedes Gallego
—Pues yo he tenido alguna enganchada por el tema desde que vine de Madrid, y eso que hace más de dos años que volví.
—Mira Manel, a mí no tienes que decírmelo, ¿sabes? Creía que en el tiempo que hemos trabajado juntos te habías dado cuenta de cómo soy.
—En este sentido no tenía ni idea, la verdad. Además, muchas veces has dicho que no entiendes los nacionalismos.
—No compares. Cuando yo te decía eso estábamos hablando de ETA, que no tiene nada que ver con llamar a las cosas por su nombre. Esos lo que quieren es la independencia, que es otra cosa. Pero ahí tampoco me meto, allá cada cual. Es cosa de políticos y gobiernos, pero emplear las bombas para conseguirla, ¿qué quieres que te diga? No me parece lo mejor. A mí lo único que me interesa es que la gente vaya tranquila por la calle sin que les pase lo que a estos tres.
—En eso tienes razón.
—Anda, vamos al Paral∙lel —Candela tiró de la manga de su compañero lanzando al aire un adiós dirigido a Vázquez.
Manel se dejó arrastrar sonriente. Estaba contento; desde que había recalado en la Brigada procedente de Madrid, donde no estuvo ni siquiera un año y el entonces jefe de grupo, Andrés Salgado, que ahora era el jefe de la Brigada, le había asignado como compañera a Candela, todavía agente del Grupo Especial, su visión de la policía había cambiado radicalmente. Al principio pensó que el hecho de asignarle como compañera a una mujer que ni siquiera era policía, era una forma de quitárselo de en medio por la fama de «broncas» que le precedía de Madrid, donde le habían hecho el vacío por ser catalán y por el altercado que protagonizó al enfrentarse a policías de extrema derecha.
Inmediatamente se dio cuenta de que la elección del jefe al asignarle a Candela había sido un acierto, porque junto a ella había recobrado el entusiasmo por la policía que casi había perdido cuando al aprobar las oposiciones lo destinaron a Madrid. Por fin su compañera había ingresado en el cuerpo, ya era una más en igualdad de condiciones y el inspector Vázquez, mantuvo la decisión de su predecesor asignándole como pareja de trabajo a su recién ingresada, pero veterana compañera Candela Luque.
Las cosas iban cambiando despacio, pero se movían y Manel ya no tenía que disimular su ideología de izquierda ni su catalanismo, aunque para muchos de sus compañeros ambas seguían siendo enemigos ocultos; la diferencia en ese momento era que no podían hacer ni decir nada. La forma de pensar no había cambiado en la mayoría de los policías, pero ahora la nueva legislación los ataba más corto.
Algunos, se rebelaban abiertamente, otros, obedecían por la cuenta que les traía, pero cuando estaban de servicio evidenciaban que ellos no pensaban cambiar. También continuaba vigente la creencia de que cualquier cosa que hicieran quedaría impune, tapada por un informe convincente firmado por el comisario de turno, entregándolo a la autoridad judicial competente que se limitaría a archivar el sumario, si es que llegaba a instruirse. Sin embargo él se alegraba de que, al menos en su Brigada, eso ya no fuese posible, porque Salgado no era de los que pasan por alto el abuso de autoridad ni la violencia para con los detenidos ni, por descontado, sería capaz de encubrir un delito cometido por uno de sus policías.
Candela por su parte, poco a poco, se iba contagiando del carácter risueño y tolerante de su compañero, educado y nada machista, enemigo de discusiones estériles, excepto en lo tocante a Cataluña y a la izquierda. Veía en él al antipolicía. En cambio, no se miraba a sí misma para ver en qué se había ido convirtiendo, porque en muchas ocasiones imitaba el modelo autoritario para hacer prevalecer su autoridad. Las oposiciones también cambiaron su forma de ver la profesión, en realidad, se dio cuenta de que era su profesión. Hasta entonces, jugaba a ser una abogada que ejercía de policía, ahora no. Cuando juró el cargo, a pesar de no ser creyente, tomó conciencia de que había prometido defender al ciudadano y velar por su seguridad en el cumplimiento de la ley así como cuidar su observancia.
Más próxima a los treinta —pronto cumpliría veintiocho—, su espíritu se iba serenando, aunque conservaba un punto de individualismo rebelde que producía enfrentamientos con su comisario, como antes, cuando él era el jefe del grupo. Afortunadamente para ella, Manel era menos escrupuloso que Salgado con las normas y más hábil que ella para saltárselas.
Corrían los primeros días del mes de octubre de 1979 y el frío había madrugado como si tuviera prisa por el paso del tiempo, contagiado tal vez por la inercia del momento. Todos ansiaban una España democrática, como si algo de tamaña envergadura fuese la promulgación de leyes, cuando lo más importante del proceso era que los que las elaboraban creyeran en ellas. Faltaba mucho tiempo para que la policía aplicase los cambios que se iban produciendo sobre el papel.
Decidieron empezar la investigación interrogando al viudo de la única mujer asesinada, ya que las otras dos víctimas eran hombres.
Entraron a un portal más viejo que antiguo con cuatro plantas y sin ascensor. La víctima había vivido en el segundo segunda. Tenía cincuenta y dos años cuando la mataron. El informe de la comisaría del distrito decía que la mujer era casada, que vivía con su marido, albañil parado y que no encontraba trabajo por su edad y por su aspecto, pues aunque tenía sesenta años, aparentaba diez más. Era su esposa la que ganaba algún dinero limpiando en las casas porque él trabajaba sólo esporádicamente haciendo alguna chapuza entre los conocidos del barrio.
Abrió la puerta un hombre con aspecto abatido, mal aseado y vestido como si la única función de la ropa fuese tapar el cuerpo. Un jersey de lana y cuello de pico apelmazado por los lavados, estrecho y ceñido a su cuerpo, casi escupía una camisa oscura de un color indefinible entre azul y gris. Los pantalones de pana, eran color marrón claro, de ese tono miel característico, excepto por la parte delantera donde las manchas impedían verlo. El pelo sucio se aplastaba sobre su cabeza levantado por las patillas y la parte de la nuca.
Cuando el individuo les preguntó qué querían, Manel respondió enseñando la placa al tiempo que formulaba otra pregunta sin responder a la suya.
—¿Es usted José García? Nos gustaría hablar un momento con usted. Es sobre la muerte de su mujer.
—¿Ahora se despiertan con eso? Se la cargaron en marzo y vienen ahora haciendo preguntas. ¿Han encontrado ya al que lo hizo?
—No señor, pero lo estamos investigando, por eso hemos venido a hablar con usted —respondió Candela.
—Bueno, pasen, pero esto está hecho un asco. Desde que Cayetana se murió pues…
—No se preocupe por nosotros —dijo Manel intentando tranquilizarle —. Necesitamos que nos diga las direcciones de las casas para las que trabajaba. También nos iría bien que nos diera el nombre de sus amistades y las relaciones de ambos. Todo el entorno, ¿me entiende?
—¿Y para qué? ¿Por qué iba a querer cargársela alguien de los nuestros? Si van por ahí, ya les digo que van mal.
—Eso déjenos decidirlo a nosotros, señor García. Usted responda a lo que le ha dicho mi compañero.
—Así de pronto… a ver, apunten…
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Repitieron la operación a lo largo de la mañana en las viviendas de las otras víctimas. Una de las viudas vivía en la calle del Carmen, casi enfrente de la Biblioteca. La mujer, a diferencia del que acababan de visitar, lucía un aspecto pulcro y, aunque modesta, su ropa era reflejo de sencillez y buen gusto.
En este caso la víctima no trabajaba cuando fue asesinada. Acababa de cumplir los sesenta cuando murió en el mes de febrero y hacía un año que lo despidieron por las continuas bajas debidas a la lumbalgia crónica que padecía, pero él continuaba buscando trabajo porque no sabía qué hacer con su tiempo libre.
—Yo le decía que qué necesidad tenía de trabajar, si con lo que yo ganaba cosiendo y lo de la indemnización, teníamos más que suficiente, pero nada… él dale que dale buscando faenas de lo que fuese. La sorpresa fue darme cuenta de que no quedaba nada del dinero que le pagaron. ¡Se lo había gastado todo!
Con mayor precisión y cordialidad que el viudo anterior, Rosa Martínez ofreció nombres y direcciones, contenta de que la policía continuase investigando la muerte de su marido. Vivía sola; tenía dos hijas que la visitaban con frecuencia y no parecía tener problemas económicos. Además de lo que ganaba haciendo arreglos de ropa, sus hijas le ayudaban cuando hacía falta. Se conservaba muy bien para los cincuenta y nueve años que tenía.
La última persona que visitaron, domiciliada en la calle Riera Baixa, tenía más en común con el marido de la mujer asesinada por su aspecto descuidado y taciturno. La casa era oscura y, aunque no estaba sucia, las ventanas cubiertas por cortinas a medio echar y la imagen de un santo colocada sobre el aparador que presidía la habitación, daban al conjunto un aspecto siniestro y triste.
Se llamaba Dolores López; era la mayor de los tres, sesenta y dos años. Su difunto marido tenía la misma edad. Cuando lo mataron hacía ocho meses que lo habían despedido; hasta entonces trabajaba en un puesto de verduras en el Mercado de San Antonio. Puso reparos, pero al final ofreció una serie de nombres para añadir a la lista que se iba engrosando.
—Estamos como al principio, pero con una lista de nombres para mirar antecedentes antes de interrogarlos.
Manel sabía la manía que Candela le tenía al Archivo General, por lo que se ofreció para ir a consultarlo.
—Mientras voy al Archivo, tú busca en el mapa las direcciones y trazamos una ruta.
—Estoy de acuerdo contigo, pero me muero de hambre. Eso será después de comer algo, supongo.
—¡Mi madre! Se me ha olvidado llamarla para decirle que no voy a comer. Son las tres, todavía llego. ¿Te importa si me voy?
—No, tranquilo. Yo como algo en la calle Condal y nos vemos luego.
—¿Por qué no te vienes a comer a mi casa? A mi madre le encantaría.
—¿A tu casa? Mira Manel, no te lo tomes a mal pero soy antifamilia por naturaleza. Prefiero comer leyendo el periódico, en serio. Pero vete tú, no te preocupes por mí. Me gusta estar sola.
¿Le gustaba estar sola? Ya no se lo planteaba, sencillamente se había quedado así: sola. Con su profesión y con su forma de ser, la única persona que había sobrevivido a los avatares de su vida era su amiga Julia, abogada laboralista militante del partido comunista catalán, que cada día se extrañaba más de ser amiga de una policía, aunque fuese mujer. Los años de amistad y el cariño, habían pasado por encima de las etiquetas, porque lo cierto era que ideológicamente tampoco estaban tan alejadas, aunque Julia cobijase sus creencias al amparo de unas siglas y Candela no encontrase un espacio en el que ampararse.
Entró en uno de los bares de la calle Condal. Había paella o algo parecido, al menos era arroz. Acompañó el plato con una ensalada mientras leía el periódico que rodaba por el bar, por suerte, en esta ocasión era el del día.
Ojeaba el diario y sonrió al ver el chiste que hacía alusión a la inseguridad ciudadana, que ella se tomaba como algo personal. Un dibujo reflejaba a un transeúnte asaltado a plena luz del día, a lo que el ladrón respondía que no tenía más remedio que hacerlo de día porque la gente ya no salía de noche por el miedo.
Cuando terminó de comer subió al bar de la Jefatura que estaba en el cuarto piso para tomar allí el café. Aprovechó que era temprano para ir al Archivo General con la lista de nombres, pensando que el hecho de que a ella no le gustase mirar antecedentes no era motivo para que siempre se lo cargase Manel. A esa hora sólo estaba el funcionario de guardia que se limitó a mover la cabeza a modo de saludo.
De nuevo en la sala desplegó un mapa de Barcelona sobre la mesa y marcó el punto donde habían aparecido los cadáveres, y el domicilio de los tres. Se dio cuenta de que las casas de las víctimas, formaban casi una línea en el mapa y que necesariamente debía de existir algún lugar común entre ellos. Todos habían sido hallados en una plaza cercana a la calle San Rafael, detalle en el que probablemente se había fijado el comisario Salgado para decir que debían tener algo en común. El problema consistía en encontrarlo.
Como era de esperar, ninguno de los nombres facilitados por las familias de los fallecidos tenía antecedentes, por lo que deberían ir a las oficinas del Documento Nacional de Identidad para conseguir las direcciones, ya que la mayoría de las veces, las personas interrogadas se habían limitado a decir: «vive ahí arriba, cerca de…», pero a la hora de la verdad, no tenían ninguna calle, número de portal o piso concreto. «A ver cómo encontramos a esta gente sin saber la dirección exacta ni la cara que tienen», pensó Candela.
Manel apareció sudoroso cerca de las cinco. Candela tranquilizó a su compañero mostrándole el trabajo avanzado.
—Ahora nos vamos al Documento y con suerte tenemos hasta las caras.
—Lo siento, es que he salido de aquí que eran más de las tres y entre pitos y flautas, en menos de hora y media no como, voy y vuelvo. Pero bueno, ya estoy aquí: ¿nos vamos a por las fichas? ¡Vaya paliza que te has pegado!
—Vamos a por ellas, por lo menos la gente de alrededor no tiene antecedentes, que ya es algo.
Las oficinas centrales del Documento Nacional de Identidad se hallaban en la calle Santaló, casi esquina con la Travesera de Gracia. Utilizaron un ka para desplazarse con la intención de iniciar la nueva tanda de entrevistas. Doce personas. Tres, eran las amigas de Cayetana, cinco del hombre que vivía en la calle del Carmen, y otros cuatro, de la víctima de la calle Riera Baixa. El marido de Cayetana ignoraba las casas para las que trabajaba su mujer; les sugirió que hablasen con sus amigas, que tal vez lo supieran.
Empezaron por los que pertenecían a la comisaría de Hospital, que además era la más próxima a la jefatura.
Subieron una angosta escalera, como venía siendo habitual en las callejuelas que recorrían, y llamaron al timbre de una vieja puerta. Abrió una mujer de mediana edad con gesto adusto.
—¿Para qué quieren ver a mi marido? Comprenderán que a esta hora está trabajando.
Antes de que Manel pudiera intervenir con aire conciliador, Candela, que detestaba las reticencias de la gente para colaborar con la policía, se lanzó al ataque.
—Oiga usted, señora. Lo único que queremos es encontrar al asesino de un amigo de su marido, lo mismo que haríamos si el muerto hubiera sido él o usted misma.