Authors: Mercedes Gallego
La mujer, lejos que retractarse, prosiguió su ataque.
—Algo sacarán ustedes, si no, de qué iban a estar aquí buscando al que se ha cargado a un pobre desgraciado. Vuelvan a las ocho si quieren hablar con él.
Iba a cerrar la puerta cuando Manel intervino.
—Mire señora, vamos a pasar por alto sus exabruptos porque no queremos que termine usted en comisaría por obstrucción a la justicia. Ahora limítese a darnos la dirección de la empresa en la que trabaja su marido y hemos terminado.
De mala gana y murmurando por lo bajo la mujer les facilitó la calle del taller mecánico en el que su marido era el encargado. De nuevo había que volver al Paral∙lel.
El hombre los recibió con más amabilidad que su esposa.
—Así que investigan ustedes la muerte del pobre Rosendo. Me alegro mucho, saben. Era un buen hombre y muy amigo mío. No sé quién podía querer hacerle eso, claro que tenía un pronto que… Pero vamos, nada, nunca se metió en líos. Lo más que hacía era gritar y ponerse como una fiera, pero se le pasaba enseguida.
Se hallaban en el altillo situado al fondo del taller, que el amigo de Rosendo utilizaba como oficina. Ya no ejercía como mecánico, rondaba los sesenta, pero llevaba más de cuarenta trabajando allí y había pasado por todas las categorías laborales, empezando de aprendiz a los quince años. Candela, algo más tranquila por la actitud del mecánico, distinta a la hostilidad de su mujer, le preguntó.
—Dice usted que por las noches jugaban una partida en un bar, ¿nos puede dar la dirección?
—Cerca de nuestra casa, en la calle Hospital esquina a Robador. No tiene pérdida; allí está el bar donde jugábamos la partida de dominó por las noches y también nos reuníamos algunos fines de semana para ver el partido, si lo daban por la tele, y si no, lo oíamos en un transistor del dueño del bar. Rosendo iba más desde que se quedó sin trabajo. Eso sí, la partida de las noches es sagrada, a pesar de que mi mujer siempre pone el grito en el cielo: claro que mi mujer no necesita mucho para gritar —concluyó el hombre con una sonrisa resignada.
Ya tenían otra dirección para investigar. El bar. Probablemente allí también conocieran a la víctima y, con un poco de suerte, podían sacar algo en claro. El mecánico no les aportó ningún otro dato de interés, era evidente que el fallecido era amigo suyo y que sentía su muerte, al tiempo que se alegraba de que pudieran encontrar al culpable.
La última persona que interrogaron aportó un dato interesante: un prestamista.
—Rosendo estaba siempre a verlas venir. Yo no sé en qué se gastaba el dinero, pero nos debía a todos. Al final, cuando nos cansamos de prestarle, supimos que iba a ver al judío.
De nuevo en la calle Candela miró la hora; todavía era temprano aunque empezaba a anochecer. Ambos estuvieron de acuerdo en visitar al prestamista
El judío, que era dueño de un taller de relojería y venta de antigüedades, tapadera de sus actividades económicas, se mostró servil y temeroso ante la visita de los policías.
—Lo hago más por amistad que por otra cosa, son vecinos del barrio que no tienen nada, por eso los bancos no les prestan dinero. Yo lo único que hago es proporcionarles esa ayuda —se defendía el interrogado sin que nadie hubiera proferido ningún ataque.
Candela respondió con cinismo.
—No se defienda usted, nadie le está atacando, aunque sabe tan bien como nosotros que sus «favores» son caros y no son legales. Lo serían si usted no cobrase comisión, pero no es así, ¿verdad?
—Uno tiene que vivir, inspectora. Lo de arreglar relojes no da para tanto.
—Nos vamos a enterar de todos modos, así que cuéntenos cuánto cobra usted de comisión —preguntó Manel.
—Eso depende. Más o menos el cuarenta, que no es tanto, porque lo normal es que lo devuelvan antes de un mes.
—Supongo que dejarán algo en depósito. A lo mejor algún reloj, una joya…
—Bueno, sí. A veces.
Manel hizo un gesto a Candela, que descartó seguir preguntando, y abandonaron el minúsculo local.
Una vez lejos de los oídos del judío, le dijo a su compañera.
—Era mejor dejarlo así. He pensado que podemos pedir una orden judicial para desmantelar el chiringuito.
—Pues mira, no es mala idea —respondió Candela, que desde el primer momento miró con recelo al prestamista.
—Lo que yo no quería era ponerle sobre aviso y que se deshaga de la mercancía. Ahora él se queda tan contento con lo que nos ha dicho. Sabemos que Rosendo gastaba más de lo que podía, que debía dinero a todos y que se reunía con sus amigos en un bar situado en la calle Hospital, esquina con la calle Robador.
—Me parece que por hoy ya está bien, que llevamos desde las nueve de la mañana con estos muertos, y la que va a caer si no nos vamos soy yo. Estoy molida.
—Tienes razón, llevan muertos unos meses, no viene de unas horas. Además, tú has comido en plan rápido, no has parado. Mañana le diré a mi madre que no me espere a comer. Sabes, me estoy planteando lo de independizarme.
—Enhorabuena, sería un logro que lo hicieras antes de cumplir los cuarenta, aunque llevo oyéndote decir lo mismo desde que te conozco.
—Yo acabo de estrenar los treinta y uno y a ti te queda un par de meses para veintiocho. Joder, Candela. Que ganas tienes de ser vieja.
—Hasta cierto punto, sí. Tengo curiosidad por saber en lo que se habrá convertido mi vida entonces, suponiendo que llegue, claro.
—Yo no, la verdad. Me da horror hacerme viejo.
—A mí lo que me intriga es si conseguiremos llegar a comisarias las mujeres que hemos ingresado en el cuerpo. O cambian mucho las cosas o no me extrañaría que se inventen alguna trampa para bloquearnos el ascenso.
—No podrán. ¿Tú te has leído la Constitución?
—Sí, claro que la he leído. ¿Y qué? Sobre el papel las cosas siempre son muy bonitas. Si te paras a leer lo que decían los famosos «Principios Fundamentales del Movimiento», nadie podía pensar lo que ha pasado durante cuarenta años.
—No compares, lo de España una grande y libre no presagiaba nada bueno, especialmente para Cataluña, no lo olvides.
—Eso sí que es verdad, y no comparo, desde luego. Sólo aviso de que la letra es una cosa y la música otra. Ya veremos, pero no me hago muchas ilusiones.
A pesar del cansancio, Candela entró en su casa decidida a llamar a su amiga Julia para ir a tomar una copa.
Charly
la esperaba ronroneando pensando que dormiría un rato sobre ella. Lo consiguió menos tiempo del deseado, porque Candela no pudo resistirse a un deseo compartido.
Como era habitual, su nevera no ofrecía un gran surtido para elegir. También lo era no tener pan tierno, por lo que decidió recurrir al pan de molde y a un chorizo que colgaba de un clavo y que empezaba a estar un poco seco.
«Me tengo que organizar, porque no es plan que siempre que ceno en casa me pase lo mismo».
Charly
seguía con la mirada los movimientos de su dueña, sentado sobre las patas traseras. Cuando oyó el ruido del abrelatas se incorporó iniciando su habitual paseo, enredándose entre las piernas de Candela y restregando su lomo con fruición.
Los deseos del gato se hicieron realidad porque Julia no estaba en su casa. Con esta perspectiva, Candela encendió el televisor; una hora después, dormían juntos enroscados en el sofá. Dos horas más tarde, continuaban el sueño en la cama, pero antes, sin poderlo evitar, inmersa de nuevo en una investigación después de los agotadores meses preparando las oposiciones, que simultaneaba con su trabajo en el grupo de Homicidios, volvió a pensar en el nuevo caso. Sentía que por fin su vida tomaba un rumbo que alejaba la provisionalidad de su existencia.
Durante ese interminable lapso de tiempo que habían sido las oposiciones, su amigo y jefe Andrés Salgado, había ascendido a comisario de la Brigada, que ahora se llamaba de Policía Judicial. El destino había elegido por ella y no lamentaba formar parte de un colectivo que con sus defectos y sus virtudes, permitiese a los ciudadanos salir a la calle sin miedo a ser asaltado o a que un desaprensivo entrase en sus casas para robar y terminase con sus vidas. Si la policía hacía bien su trabajo, ella pensaba que bajaría la delincuencia. Eso si los jueces no los soltaban a los dos días.
Sus sueños se hallaban muy lejos de la realidad del momento; los delitos habían crecido al mismo ritmo que el paro, y no porque fuese lo uno consecuencia de lo otro, sino porque España ya no era un gueto, formaba parte de un mundo del que hasta ahora había estado aislada y al abrirse, sus estadísticas crecían al unísono. También contribuía a ello una prensa que ya no estaba amordazada y difundía la vida tal como era, no el ideal de sociedad que intentaba transmitirnos el antiguo régimen. No es que ahora hubiera más delitos y más paro, es que ahora se sabía y antes se silenciaba.
Cuando llegó a la Brigada aquella mañana la sala de inspectores se hallaba desierta; todavía era temprano. Encendió las luces de neón; la oscuridad era absoluta en un día lluvioso y gris del mes de octubre. Tampoco ayudaba que las dependencias estuviesen en el sótano y que la única luz que entraba del exterior lo hiciera por unas ventanas altas a ras de calle, protegidas por barrotes. Hacía frió, la calefacción no se encendía hasta el mes de noviembre.
Minutos más tarde, Andrés Salgado hizo su aparición; él sólo tenía que cruzar la calle y vio entrar a Candela. Eran las ocho menos cuarto y estaba seguro de que los demás tardarían en llegar. Solían hacerlo alrededor de las 9.
—¿Qué haces, tan madrugadora?
—Hola jefe; ya ves, organizando el día. ¿Y tú?
—Yo siempre vengo a la misma hora. Te invito a un café en el Condal.
No había tenido tiempo de sacar del cajón de su mesa el plano de Barcelona con el que se disponía a continuar las pesquisas iniciadas el día anterior y seguir interrogando a las personas del entorno de los fallecidos.
—Vamos. Esto puede esperar.
—Supongo que estás con lo del Barrio Chino.
—Sí. Estamos con ello Manel y yo. Empezamos ayer.
Una lluvia fina y persistente acompañó el recorrido hasta el bar. Permanecieron en silencio sentados alrededor de una mesa esperando los cafés que habían pedido, Candela, con su habitual magdalena, y Salgado, pan tostado con aceite.
—¿No echas de menos el trabajo de acción? —preguntó Candela al recién ascendido comisario.
—Mucho. Pero lo que más me molesta de mi nuevo puesto de trabajo es el politiqueo. Y tú, ¿cómo llevas eso de ser inspectora?
—Bien, mejor de lo que pensé. Todavía quedan algunos que me miran con recelo, espero que con el tiempo cambien.
—Lo dices por Morell y García, supongo. Por esos no te preocupes, les quedan cuatro días en la Brigada. Me las ingeniaré para que pidan el traslado. He oído rumores de que Morell piensa volver a Valencia y a García le queda poco para cumplir los sesenta, a lo mejor se puede acoger a la jubilación anticipada que están a punto de ofrecer.
—¿Sabes algo de tus hijos? —preguntó Candela dejando de lado la conversación profesional.
En la cara del comisario se reflejó un rictus de contrariedad.
—Lo de siempre. Están en una edad muy mala, ya sabes que el pequeño siempre fue conflictivo y ahora en plena adolescencia… Apenas los veo, su madre se encarga de eso.
El comisario hizo un gesto ambiguo con la mano, como si quisiera ahuyentar un inexistente humo y cambió rápidamente de tema.
—¿Y la investigación? ¿Habéis descubierto algo?
Candela no insistió en el tema personal.
—Aún es pronto. Tenemos a un judío prestamista y vamos a meterle mano. Al menos un amigo de una de las víctimas sabe que el fallecido acudió a él en varias ocasiones, lo que no sabemos es para qué necesitaba el dinero.
—¿El juego?
—No lo creo, el bar en el que se reunía con los amigos es del barrio; según dicen, se reducía a una partida en la que sólo se jugaban los carajillos o alguna copa, pero nada serio, aunque todavía nos queda ir por allí para comprobarlo.
—Pues ese es un punto importante. ¿Qué dice la viuda?
—No hemos hablado con ella del tema porque nos hemos enterado después, pensábamos volver hoy. Nos contó que al morir su marido se dio cuenta de que se había gastado la indemnización que cobró de la de la empresa cuando lo despidieron.
—¿Mujeres?
—No me lo ha parecido, pero con vosotros los tíos nunca se sabe.
—No empieces, Candela.
—Nada, nada. No he dicho nada…
Permanecieron unos minutos más charlando de naderías, hasta que salieron del bar, cada uno a su trabajo.
El comisario se enfrentaba a la tarea de reorganizar los grupos de la Brigada; algunos de los jefes no se ajustaban demasiado a la nueva dinámica de la policía y eso dificultaba considerablemente la tarea de Salgado. Tenía ante sí la desagradable labor de sustituirlos, misión harto difícil considerando que seguirían en el mismo destino, pero rebajados de categoría y a las órdenes de funcionarios menos antiguos, algo que en la policía había sido inamovible hasta entonces, donde la antigüedad era un grado.
Poco antes de las nueve apareció Manel. Candela había elaborado una lista de direcciones para continuar los interrogatorios.
—Mira. He separado por grupos los amigos o conocidos de las víctimas pendientes de visitar: —le mostró las nuevas listas—. Aquí están las amigas de Cayetana Romero. Estas son interesantes porque es probable que sepan algo de las casas en las que trabajaba.
—¿Vamos a ir a las casas? ¿Tú crees que vale la pena?
—No lo sé, Manel. Lo decía por no dejar cabos sueltos.
—El manta del marido no tenía ni idea, aunque la pobre salía de casa a las ocho y algunos días no regresaba hasta las siete, menudo ejemplar, ni siquiera le importaba dónde trabajaba su mujer.
—Tenemos que volver a interrogar a la viuda de la calle del Carmen que ha sido la que más ha colaborado hasta el momento. Por suerte era su marido el que visitaba al prestamista y estoy segura de que si ella sabe algo nos lo dirá.
—Sólo nos faltan los amigos del vendedor del mercado. Eran cuatro ¿no?
—Sí. Los tengo aquí anotados para hoy. Si te parece nos desdoblamos. Tú te vas a ver a los amigos del frutero y yo insisto con la viuda de la calle del Carmen. Quiero saber si echa de menos alguna joya, por si el marido la había empeñado en el judío.