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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (7 page)

—¿Llevas la fotocopia del plano?

—Sí. Aquí la tengo, en mi libreta —respondió Candela.

—Pues andando, a ver si sacamos algo de una vez, porque por mucho que diga el comisario yo no veo ni puntos en común, ni un resquicio por el que entrar.

—Ya lo encontraremos Manel, no seas impaciente. Todo esto tendría que haberlo hecho la comisaría, pero con la coña de que no tienen gente siempre escurren el bulto.

—No tiene sentido ir a la plaza donde aparecieron; ¿qué vamos a encontrar allí a estas alturas?

—Entonces lo dejamos de momento y nos vamos directamente al bar.

—Oye Candela. Estoy pensando que si los parroquianos suelen hacer la partida después de cenar, si nos plantamos allí tan temprano vamos a dar el cante cuando llevemos dos horas.

—¿Sabes jugar al ajedrez?

—Sí. ¿Por qué lo dices?

—Porque podemos pedirle al dueño que nos lo deje. El otro día cuando estuvimos tomando un café, vi un tablero viejo en una estantería, en la misma que había varias cajas con fichas de dominó.

Manel sonrió ante la respuesta de su compañera.

—Tu no das tu brazo a torcer: si te empeñas en ir ahora, iremos —le respondió.

La cena no fue precisamente una degustación gastronómica. El pollo con sanfaina que anunciaba en una pizarra con los platos del día denotaba que la sanfaina era de lata: mezclado a primera hora, parecía más bien rancho militar que utilizan en las maniobras y las natillas que pretendían ser crema catalana casera, tenían tantos grumos que apenas comieron dos cucharadas. La cerveza sabía a lúpulo, probablemente el dueño no se había planteado limpiar el conducto desde hacía meses. Pidieron al dueño el tablero de ajedrez, las fichas y un whisky para cada uno. Candela eligió las negras.

Alrededor de las diez empezaron a llegar algunos hombres a los que, sin pedir nada, el camarero sirvió carajillos de coñac, ron o anís, según las preferencias. Ocuparon dos mesas diferentes hablando entre sí. En los diez minutos siguientes fueron apareciendo los compañeros de juego que ocuparon sus puestos: las partidas empezaron. Por lo que observaron, la pareja ganadora en cada mesa se enfrentaba entre sí. Los policías parecían sumergidos en su particular lucha de peones, caballos y alfiles para salvar a sus reyes. El ruido de las fichas en las mesas contiguas y las risotadas acompañadas de más carajillos y alguna copa de coñac, hubieran impedido la concentración si el juego hubiese sido su objetivo prioritario.

Candela abandonó la silla para ir al lavabo que se encontraba, como casi siempre, al fondo y a la derecha; al pasar observó un panel de corcho en el que se ofrecían toda clase de servicios. En él vio escrito un nombre: José García. Recordó que así se llamaba el marido de Cayetana, claro que era tan corriente que podía ser de cualquiera, sin embargo, decidió confrontarlo. Sacó la libreta tomando nota del teléfono, preguntando al mismo tiempo al dueño del bar que colocaba platos y tazas en una pila llena de agua, que pedía a gritos ser cambiada.

—¿Es de confianza este albañil? Es que necesito unas reparaciones de poca importancia en mi casa y siempre es mejor meter a alguien conocido.

—Conocido sí que es, pero no sé yo si quedará usted contenta. Siempre le ha gustado beber, pero desde que murió su mujer va bien servido de vino. Antes venía mucho por aquí, pero no debe andar muy sobrado de dinero porque hace tiempo que no pisa esto. ¿Vive usted por el barrio?

Manel observaba a Candela; desde la mesa oía la conversación sonriendo mientras pensaba qué se le ocurriría responder.

—Sí; hace poco, pero el piso está hecho polvo.

—Como todo por el barrio. Esto es muy viejo —hizo un ademán con la mano que tanto podía abarcar el bar como las callejuelas adyacentes.

Candela siguió con su particular historia.

—También necesito alguna mujer de confianza para limpiar. ¿No conocerá usted alguna?

—Ahora no; precisamente la mujer de éste —señaló la hoja de la libreta donde Candela había apuntado el nombre del albañil—, se dedicaba a eso. A la pobre se la cargaron hace algunos meses ahí mismo.

Había dado en el clavo. Era el mismo.

—¿Dice usted que se la cargaron por el barrio? ¡Pues vaya sitio que he ido a elegir para vivir! —comentó con una media sonrisa.

—No lo crea usted. Esto es relativamente seguro, eso sí, de algún tirón al bolso no se libra nadie, pero matar por matar… No, eso no es frecuente, aunque en lo que va de año… Pero vamos, que no es normal.

—No me asuste. ¿Qué ha pasado este año?

—Pues eso, que se han cargado a tres personas —hizo un gesto agarrándose la garganta—. Al último este verano.

—¿Se sabe quién ha sido?

—Desde luego que no. ¿A quién va a importarle que se carguen a una fregona y a dos jubilados?

El camarero hizo una pausa y preguntó señalando a Manel, que escuchaba divertido, mirando el tablero.

—¿Es su marido?

Candela conteniendo la carcajada respondió que sí.

—¿Trabajan ustedes por el barrio? —el dueño del bar debía de ser una mina de información a tenor de las muchas preguntas que hacía.

—Yo no trabajo, estoy estudiando, por eso hemos elegido la zona, porque está muy cerca de la biblioteca.

—Ah, estudiante. Vaya. Pues ya preguntaré si me entero de alguna señora de hacer faenas. Las amigas de la mujer de Pepe vienen a comer —soltó una enorme carcajada—. A comerse lo que traen, porque a mí sólo me piden la bebida.

—¿Se refiere usted a las amigas de la que murió?

—Sí, claro.

Manel se acercó a Candela.

—¿Qué, seguimos la partida o no?

Ella se giró imaginando que él había oído la conversación.

—Ahora mismo voy. Es que he visto un albañil y le preguntaba aquí a…

—Manolo —la interrumpió el dueño—. Me llamo Manolo.

—Vaya, como yo pero en castellano —dijo Manel.

—Bueno, es que yo no soy de aquí.

Manel se dirigió al panel en el que, prendidos por chinchetas, se agolpaban los anuncios.

—¡Hostia! Un vidente. Por lo visto el barrio tiene de todo.

—Ese no viene por aquí. Su ayudante fue el que puso la tarjeta.

—¿Y qué? Acierta algo —preguntó Manel.

—No tengo ni idea. Si alguien va, desde luego a mí no me lo cuenta, pero seguro que alguno pica.

Candela se acercó a ver la tarjeta. ¿Era casualidad que la figura de un vidente apareciese por segunda vez en el día? No tomó nota pero memorizó la dirección: calle San Rafael.

Manel aprovechó para pedir otra copa y Candela siguió su interrumpido viaje hasta el aseo de señoras, del que salió sin haber hecho uso del inodoro, invadida por el asco.

—Te tocaba mover —apremió Manel.

Tras una breve mirada al tablero, Candela movió la reina; Manel aprovechó que el rey se hallaba descubierto para amenazar con un alfil, jugada que ella había previsto porque un movimiento de caballo neutralizó el jaque dando por concluida la partida: jaque mate. Exclamó exultante.

Manel levantó las manos en señal de rendición.

—Se veía venir. Hace años que no juego.

—Yo también, pero me gusta resolver partidas en los periódicos.

—Anda, vámonos de aquí, que esto ya no da más de sí.

Abandonaron el bar desanimados por la escasa información que habían obtenido. Como les habían dicho, en él jugaban una partida de dominó un grupo de hombres, entre los que, hasta su muerte, también estarían las víctimas, pero eso no conducía a nada. No había dinero en las partidas y por los comentarios, la pareja perdedora se limitaba a pagar una ronda de carajillos, lo que no hacía pensar en ningún motivo para que alguno de ellos estuviera implicado en las muertes.

—¿Y ahora?

—Ni idea. Como no vayamos a ver al vidente a ver si sabe algo.

—¿Al vidente? Te has vuelto loca Candela. ¿Qué va a saber un vidente? Son todos unos cuentistas.

—Mira, no sé. Es que hoy es la segunda vez que me sale al paso el tema y yo no creo en casualidades. A lo mejor es un aviso.

—Sí. Divino… —Manel se echó a reír con descaro—. Anda, vamos a dormir, que la mierda de cena que nos hemos comido y el alcohol de garrafón te han reblandecido las neuronas.

Candela guardó silencio, pero no pensaba abandonar su idea. Recordó a la viuda que le había entregado el extraño cristal. No perdía nada con ir. Su compañero continuó hablando.

—Oye, para mañana no tenemos nada urgente. No pienso ir por la Brigada. Estamos ensayando con la solista nuevos temas y hoy no he aparecido por allí, así que mañana me tomo el día, que me deben mogollón de horas. Se lo dices a Vázquez.

—Yo haré el informe de la visita al bar, pero me temo que si no encontramos nada nos retirarán del caso y lo archivarán.

—Por lo menos deberíamos completar la jornada de Cayetana por si acaso. Dedícate mañana si quieres a hablar con sus amigas por si saben las casas en las que trabajaba en turno de tarde.

—Es el último cartucho antes de darnos por vencidos. Pierde cuidado, me encargo de ir.

Para ella no era el último. No podía visitar a las amigas de Cayetana porque un jueves en la jornada laboral no estarían en sus casas. A las doce de la mañana decidió visitar al vidente.

Fue fácil encontrarlo. Recorrió la calle que había anotado y en una tienda de comestibles preguntó por él. Diez minutos más tarde hacía cola en una sala de espera llena, en la que no quedaban sillas libres.

Eran más de las dos cuando por fin entró en la habitación que ocupaba Mefisto, nombre elegido por el vidente.

Su aspecto era impresionante. Un hombre de gran corpulencia vestido con una túnica negra y el pelo rubio cayendo sobre su espalda. Unas enormes gafas de montura negra con cristales ahumados protegían su mirada, que a pesar de todo, se veía inquisidora y terrible. Sus grandes manos acariciaban un mazo de cartas. La mesa de madera oscura completaba la puesta en escena: a su izquierda, una bola de cristal descansaba en una peana de madera, y a su derecha, una copa, también de cristal del tamaño de un jarrón, llena de pedazos de cuarzo similares al que la viuda de la calle del Carmen le había enseñado a Candela.

«Al menos él había visitado a este tío», pensó.

—¿Por qué has venido? —preguntó Mefisto.

—Por trabajo. Necesito que me digas si voy a encontrarlo o no.

—Baraja —respondió el vidente tendiéndole las cartas.

Candela mezcló el mazo con aire distraído mirando de vez en cuando a Mefisto.

—Concéntrate en lo que has venido a buscar —indicó el individuo.

«He venido a buscar a un asesino, pero claro, eso no te lo voy a decir» pensó esbozando una sonrisa al tiempo que asentía con la cabeza. Instantes después, devolvió las cartas y permaneció a la espera.

Las enormes manos de Mefisto repartieron las cartas formando un círculo, en medio del cual, depositó una de ellas que él mismo eligió.

—Esta eres tú.

Señaló la carta: la sota de oros. Representaba una figura que lo mismo podía ser una mujer que un hombre tocado por un gran sombrero del que sobresalía un pelo rubio hasta los hombros. En su mano derecha descansaba una esfera con el borde amarillo y dentro una flor que encerraba en su interior a otra más pequeña.

—Hasta que seas mayor eres la sota de oros. Más adelante, serás la reina, pero es pronto para eso. ¿Cuántos años tienes?

—Cumpliré 28 en diciembre.

—Sagitario. Buen signo.

Mefisto miró la rueda que había formado con la sucesión de cartas, levantando de vez en cuando la vista para observar a Candela.

—Tú no tienes problemas de trabajo. Los tienes amorosos, diría yo. ¿Qué has venido a buscar aquí?

—Ya se lo he dicho. Es cierto que tengo trabajo, pero no me gusta. Quiero saber si puedo cambiar, pero tal y como están las cosas con la crisis y el paro…

—No vas a cambiar de empleo, si es eso lo que te preocupa, pero es verdad que necesitas un cambio en tu vida. Mira, aquí está tu pasado —señaló a su izquierda—. Estas cartas representan tu pasado inmediato, tus orígenes. Has roto con ellos y no es bueno. Para conseguir la armonía deberás reconciliarte con tu pasado.

»Tu presente también está en conflicto. Hay un hombre mayor que busca tu beneficio, pero tú no dejas que lo haga. También hay una mujer de tu edad que te quiere bien. Haz caso de sus consejos.

»Esta parte representa el futuro —señaló con un dedo a la derecha de la rueda—, está lleno de peligros, no sigas adelante con un asunto que llevas entre manos, sólo conseguirás hacerte daño y hacérselo a los que te rodean.

»Un hombre que trabaja contigo te envidia. Cuídate de él. No le des confianza o terminará desplazándote.

Manoseó unas cartas situadas en la parte inferior de la rueda que había formado y añadió.

—Es joven, más o menos de tu edad. No te fíes de él.

Reunió nuevamente las cartas en un montón y metiendo una mano en la copa eligió uno de los cristales entregándoselo mientras le decía:

—Llévate este cuarzo. No te separes de él y vuelve la próxima semana. Te limpiaré el aura, pero antes tienes que hacer meditación, hoy estás aquí llena de desconfianza y no serviría. Ah, y aclárate y dime de verdad a qué has venido. Tu trabajo está bien. No tienes que preocuparte por él.

Desorientada, abandonó el piso del vidente, un principal al que se accedía por las consabidas escaleras angostas de la zona. La sala de espera era una pequeña habitación amueblada únicamente con sillas y una minúscula mesa de centro con revistas atrasadas. Un poster enmarcado en el que aparecía un ojo que ocupaba todo el espacio era el único adorno y cubría gran parte de la pared frente a la puerta; el iris representaba un cielo azul con nubes y la pupila un espacio negro que parecía penetrar los pensamientos, al mirarlo. Reconoció la obra de Magritte, el pintor belga surrealista, porque encontraba sus cuadros inquietantes, aunque no podía decir que le gustasen, siempre le causaron una profunda impresión.

Le había sorprendido el precio: la voluntad. Le ofreció doscientas pesetas que aceptó con una sonrisa enigmática.

Cuando salió de allí llamó a Julia; necesitaba hablar con ella de este tema. Declinaba contar nada a Manel, porque aunque le dijese que había ido para incluirlo en la investigación, sabía que se reiría de ella.

Cuando Mefisto se quedó solo y en la sala de espera no había ningún cliente, levantó el auricular disponiéndose a hacer una llamada. La voz al otro lado del hilo era la que esperaba oír, por eso empezó a hablar con impaciencia.

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