Authors: Mercedes Gallego
El conjunto estaba compuesto por cuatro músicos: piano, batería, trompeta y saxo, este último, lo tocaba Manel, que a su vez dirigía a los demás. Un toque de la batería enmudeció a los asistentes. Manel, se dirigió a ellos haciendo una minúscula intervención para anunciar las piezas que pensaban interpretar.
—Amigos, muchas gracias por acompañarnos una noche más y hacer posible nuestro sueño. Hoy es un día especial; hace poco incorporamos a nuestro grupo la inmensa voz de Miriam, hoy, con el permiso de los maestros, interpretaremos algunas piezas de Ella Fitzgerald y Duke Ellington. Esperamos su benevolencia porque como podrán observar nos faltan instrumentos para poder llegar a su grandeza, pero no queremos desperdiciar la ocasión de mostrarles la maravillosa recreación que nuestra solista realiza de los clásicos. Y para los que no nos conozcan: Pol, al piano. Gabi y su batería, Jaume con la trompeta y este presentador que habla mejor con el saxo. Me llamo Manel. Con todos ustedes…. ¡Miriam!
Una tras otra las piezas fueron llenando de nostalgia a los asistentes. Los aplausos se fundían con las notas que sonaban a ritmo de swing. La voz de Manel sobresalió por encima del público y los músicos:
—Ahora, para terminar, para todos ustedes: Azure.
Miriam no era gorda ni sudaba; tampoco ellos eran negros, como ya había dicho Manel, sin embargo la versión del clásico que ofrecieron era digna y armoniosa. Las dos amigas aplaudieron a rabiar cada una de las piezas interpretadas hasta completar una hora de actuación.
La última canción había sido elegida para lucimiento de la solista, pero eso no impidió a Manel regalar a los asistentes un solo de saxo, algo que todos esperaban. Así conoció Candela el verdadero rostro de su compañero de trabajo; fundido con el saxo, meciéndolo y acariciando el teclado, con los ojos cerrados, y sus piernas, ligeramente dobladas, estrechando contra su cuerpo el saxofón. Se había transformado. Por muchos esfuerzos que hacía no podía reconocer al hombre que pocos días antes, le había echado en cara la antigüedad y su individualismo.
«A lo mejor es verdad que tenía miedo de que me hubiera pasado algo. No puedo creer que Manel sea de los que necesitan galones» —pensó Candela, observando cómo se mecía el cuerpo del policía, abrazado al saxo. Parecía que lo viera por primera vez; de aquel policía desconfiado y resentido que conoció hacía dos años apenas quedaba nada. Ni siquiera su aspecto físico era el mismo, porque en La Capital no tuvo más remedio que cambiar su apariencia de «melenudo impresentable», como le recriminaron cuando apareció en la Brigada Social de Madrid con su aspecto habitual y su indumentaria desgarbada que contrastaba con el traje, corbata y brillantina en el pelo de la mayoría de sus compañeros. Manel se cortó el pelo al cepillo, se afeitó la barba, pero no se compró ningún traje. Siguió con su jerséis de cuello alto y sus chaquetones marineros, sus pantalones de pana y las botas de piel vuelta.
Cuando Candela lo conoció, el pelo empezaba a crecer al mismo tiempo que la confianza en sí mismo que había lastrado la convivencia con un sector de la policía que, afortunadamente, dos años más tarde, aunque no había desaparecido, estaba neutralizado por la caída de la dictadura. Hoy se fijó en él mientras lo veía ceñido al saxo como si jamás lo hubiera visto. El pelo largo, como las fotos que él le había mostrado antes de ingresar en la policía, su barba apenas recortada y la mirada con un brillo que ella nunca había observado.
La interpretación finalizó y la sala inundó de vítores y aplausos el pequeño local. Julia aplaudía excitada sin quitar los ojos de Manel.
—Oye, esto está muy bien. ¿Pero qué hace ese chico en la policía?
—Ya ves, lo mismo que yo. Perseguir chorizos.
—Bueno, bueno, bueno, Candela. Lo vuestro es de juzgado de guardia. Tú podías ganarte la vida perfectamente en mi bufete y él, bueno él ni te cuento adónde podría llegar si alguien le echase una mano.
—Lo mío, tal vez sea vocación, pero lo de Manel. ¿Le buscas tú la mano? Te aseguro que él lo intentó antes de hacer las oposiciones, pero no encontró nada serio que le permitiera vivir de la música. ¿Por qué policía? Porque se ganaba el doble que si estudiaba para administrativo, gestor o cualquier trabajo que hubiera podido encontrar. Así al menos, ha podido comprarse el saxo que le gusta.
—¡Ya! Todo por la pasta…
—Siempre es mejor eso que decir: «Todo por la patria» y pretender salvar al que no quiere ser salvado…
—Déjalo, Candela. No lo estropees que me lo estoy pasando en grande. Nunca me hubiera imaginado que un policía pudiera tener esa sensibilidad para la música. Y la chica es buenísima. ¿Es su novia?
—No tengo ni idea. Pregúntaselo a él, ahí viene.
Efectivamente. Llegó sudoroso y exultante con una copa de whisky en la mano, buscando con los ojos una silla libre para acercar a la mesa donde las dos amigas compartían la velada. Julia se puso de pie al verlo.
—Magnífico, Manel. Me alegro muchísimo de haber venido. Eres genial. ¿Qué haces en la policía si se puede saber?
—Ya sabía que me dirías eso. Para ti lo de ser policía es incompatible con algo que te guste, ¿me equivoco? Pues hago lo mismo que Candela. Currar como un desgraciado para que tú vayas tranquila por la calle.
—Ya, bueno, yo no quería…
—No pasa nada, Julia. Estamos acostumbrados ¿verdad colega? —dijo sonriendo a Candela de forma cómplice.
El brillo en la mirada de Manel no pasó desapercibido para Julia. Cuando éste se alejó, después de una previsible charla sobre lo que hacían ellos en el cuerpo, zanjada por la abogada que no cambiaba de opinión respecto a la «pasma», como ella decía, dando por sentado que sí, que podía haber dentro gente «muy normal», pero que la mayoría seguían siendo fachas recalcitrantes agazapados en la sombra a la espera de poder arremeter contra lo que ellos consideraban «rojos de mierda».
—Oye Candela. Éste se mete algo. ¿Te has fijado cómo le brillan los ojos?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que va de coca hasta el culo.
—Vamos Julia, no digas tonterías. Le brillan los ojos porque está feliz, no porque vaya «puesto».
—Como quieras. Pero yo no soy una pardilla como tú, ¿sabes? Yo me muevo en el mundo real y te digo que éste va servido.
¿Manel se drogaba? No podía ser. Eran cosas de Julia, que siempre buscaba tres pies al gato cuando se trataba de la policía. Si no tenía nada que decir de Manel, pues salía por peteneras. Sin embargo pensó que se lo preguntaría como cosa suya, sin decir que había sido Julia la que había hecho la observación. A lo mejor era cierto.
Cuando abandonaron el bar después de que Candela consiguiera convencer a Manel para acudir a la Brigada al día siguiente, «al menos a las diez de la mañana», insistía Candela a su compañero que no consideraba las gestiones tan urgentes y proponía dejarlas para el lunes, acordaron reunirse alrededor de las once.
Sin embargo ella llegó pocos minutos después de las nueve.
Lo primero que hizo fue subir a la Brigada de Información a ver si tenían nota de las escuchas telefónicas ordenadas al vidente. Sólo encontró allí al funcionario de guardia, que siguiendo las instrucciones de su comisario intentaba convencer a Candela de la imposibilidad de facilitarle lo que pedía.
—Que no, Candela. Que no te puedo dar nada. Son órdenes. Ha dicho el comisario que sin autorización judicial no sale nada de la Brigada, que él no se juega el culo por nadie, ya te lo he dicho antes. De momento no hemos recibido ninguna orden judicial, y hasta que no la tengamos, por mucho que insistas no te doy nada.
—Pero hombre, no seas tan riguroso. Mi comisario os ha asegurado que la tendréis y con fecha del jueves.
—Y no lo pongo en duda, pero yo no te entrego nada hasta que no tenga la orden. Lo siento, Candela, pero yo tampoco me la juego por nada.
Echando humo abandonó la Brigada de Información.
«Así no vamos a ningún sitio, joder. Una cosa es convertir la policía en profesional y otra cosa es tener que pedir permiso hasta para ir al váter. Este país es una mierda, se pasa de atropellar a todos, a que tengan más derechos los chorizos que los ciudadanos decentes».
Decidió esperar a su compañero leyendo el periódico del día y fumando un cigarrillo. El bar de la Jefatura no abría los domingos, por lo que tuvo que contentarse con el tabaco, renunciando a la cafeína. Tenía sueño; había trasnochado y bebido. A lo mejor su compañero llevaba razón y no tenía sentido estar allí un domingo por un caso que había sucedido hacía meses.
Entre cigarrillo y cigarrillo ojeaba el diario.
«La semana que viene se vota el Estatuto de Autonomía, me apuesto el culo a que nos reclutan a todos para patrullar las calles. Para colmo, el jefe de los ultras aparece en el escenario. No sé yo como terminará esto». Pasaba las hojas fijándose en los titulares y murmurando para sí a medida que iba leyendo noticias. «Me lo temía. En Justicia siguen con la huelga encubierta, por eso no ha llegado la orden judicial para lo del vidente».
Manel entró con cara de sueño.
—O sea, que de las escuchas, nada. ¿Y ahora, qué? Nos vamos a ver al tío que salió del vidente y le decimos que nos cuente por qué va. ¿No te has planteado que no es ilegal? Si quiere ir nada podemos hacer. Yo esperaba tener algo a lo que agarrarnos con las conversaciones telefónicas, pero si no hay nada ¿qué coño quieres que hagamos? La jefatura está desierta ¿no te has dado cuenta?
—Bueno, está bien. Lo dejamos. Perdona por hacerte salir de casa a una hora tan intempestiva —dijo con sorna.
—Sí, ya sé que son las once y media, pero a ver qué necesidad teníamos de estar aquí. Me largo a mi casa. En cuanto coma me voy a la cama, estoy molido. Me he acostado tardísimo, mejor dicho, tempranísimo. He dormido menos de dos horas.
—¿Y esto lo haces muchas veces? Yo no aguantaría el ritmo.
—Siempre hay formas de aguantarlo… ¿Te quedas o te vienes?
—Me voy también a mi casa. ¿Hay algún problema si me paso por el bar de marras durante esta tarde?
—Haz lo que te dé la gana, Candela. Pero yo que tú intentaría vivir. ¡Joder, tía! Que sólo se es joven una vez. Descuida, que nadie te va a quitar el trabajo, pero haz lo que quieras. Yo me largo. Puedes dar gracias a que he venido en vez de llamarte por teléfono como pensaba hacer. Nos vemos el lunes.
—Oye, por cierto. Muy bien lo de anoche. A Julia le encantó y… bueno, también le encantaste tú.
Manel no sabía qué cara poner y decidió obviar el segundo comentario.
—Todo el mundo espera ver una chapuza y luego se sorprende cuando se da cuenta de que vamos en serio, que lo nuestro es pura vocación —tras una breve pauso, prosiguió—. ¿Te vienes o qué?
—No. Me quedo un rato. No tardaré en salir, tranquilo, que no haré nada por mi cuenta.
Manel sonrió, y dando una palmada cariñosa a su compañera, abandonó la sala de inspectores.
No siguió a Manel, permaneció sentada y, sin poderlo evitar, las palabras de Julia invadían su pensamiento, hasta el punto de que ese día se había sorprendido mirándolo de forma escrutadora. ¿Manel se drogaba? Era cierto que, paradójicamente, cuando llegaba por la mañana a la Brigada parecía tener menos sueño que cuando llevaban dos horas trabajando. Recordaba cómo en los recorridos visitando domicilios, la energía de su compañero decaía ostensiblemente. «Será el bajón», pensó influenciada por la sospecha de Julia.
Así no podía continuar, ese no era su estilo. «El lunes en cuanto nos veamos se lo pregunto» —pensó, resuelta a zanjar la sospecha.
«Y si me dice que sí, ¿qué? ¿Doy cuenta de él al comisario? Pero qué tonterías pienso, cómo voy a decir nada. A lo mejor la mayoría toma alguna mierda para aguantar el ritmo, pero no puede ser. Claro que los rumores dicen que los políticos también toman coca… ¡Menuda mierda!»
—Candela, ¿qué haces aquí a estas horas un domingo?
La voz del comisario Salgado interrumpió sus cavilaciones.
—Salgado, me has asustado. Estaba pensando en el caso y la posibilidad de hacer un par de gestiones esta tarde.
—¿Y Manel?
—Se ha marchado hace un momento. Pensábamos adelantar algo con la intervención del teléfono del vidente, pero el de guardia dice que no ha recibido la orden judicial y que sin ella no nos da nada.
—Me han dicho que hay malestar en los juzgados. Los fiscales quieren más protagonismo y los jueces se niegan a soltarlo, además, piden aumento de sueldo.
—Ya lo sé, pero tenemos a un nuevo cliente de Mefisto y pensaba que podíamos ir a verlo, pero Manel no es partidario.
—¿No pueden esperar al lunes las gestiones? Ya sabes que no me gusta que los servicios se hagan en solitario a menos que tenga que ser así por alguna razón o sea urgente. ¿Es este el caso?
—No. En realidad, puede esperar al lunes, pero había pensado adelantar algo.
—¿Qué te pasa, Candela? Nos conocemos hace años y sé que andas barruntando algo. ¿Te puedo ayudar?
Miró a su jefe extrañada y complacida al comprobar que nada pasaba desapercibido para el meticuloso Andrés Salgado, que una vez más, daba muestras de conocerla más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—No es nada, Andrés. Cosas mías, ya me conoces, me gusta rumiarlo todo.
—Y qué estás rumiando, si se puede saber.
Se puso de pie, recogió los papeles esparcidos por la mesa, la pistola, su libreta y el tabaco, y se marchó.
—En realidad, no es importante. Nada que no pueda esperar a mañana, tienes razón. Anda vamos.
—¿Dónde comes? —preguntó el comisario intentando prolongar el encuentro.
—Me voy a casa. Tengo que organizarme un poco —no le apetecía un cara a cara con su jefe en el estado en que se encontraba, con la sospecha sobre la drogadicción de Manel a flor de piel.
Salgado comprendió que Candela le estaba dando el esquinazo y no insistió. Al llegar a la puerta de la Jefatura se despidieron. Candela, hacia su coche, aparcado en la calle Condal. Él, hacia su casa, enfrente de la jefatura.
Todavía no había amanecido el lunes. Candela dormía plácidamente cuando el timbre del teléfono le interrumpió el sueño. Miró el despertador: las seis de la madrugada. A esa hora sólo podía ser una llamada de trabajo. Temió que un nuevo asesinato se sumase a los tres que investigaban, pero cuando descolgó su miedo se tornó en angustia. Era Manel.