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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (12 page)

—Candela, sé que no son horas, pero necesito verte inmediatamente.

Todavía somnolienta acertó a decir.

—Está bien. Ven. Déjame tiempo para ducharme y preparar café.

—Estoy frente a tu casa, en la cabina. Ábreme la puerta y yo preparo el café mientras te duchas.

—¿Qué pasa Manel? ¿Algo grave?

—Muy grave Candela —se echó a llorar.

Candela sabía que su compañero era propenso a las lágrimas y no se impresionó.

—Vamos, Manel. No empieces. Está bien, te abro.

Manel colgó sin responder; minutos más tarde, franqueaba la puerta del ático de la Avenida de Gaudí donde vivía Candela. El ruido de la ducha resonaba en el silencio de la fría madrugada. Candela había colocado en la banqueta del baño la ropa que pensaba ponerse para no salir con la consabida toalla enrollada alrededor del cuerpo. A las seis y media, con el pelo mojado pegado a la cabeza, una blusa rayada, un jersey de pico color marrón y pantalones de pana, salió del baño. El café humeaba sobre la mesa del salón comedor junto a dos tazas. Manel lloraba en silencio tapándose la cara con las manos

—Espera un momento; me calzo y soy toda oídos.

No esperó. Sin darle tiempo a franquear la puerta del dormitorio, soltó la noticia:

—Candela. Han matado a Miriam —ella giró en redondo y, olvidándose por completo de su calzado, apartó las manos de la cara de Manel mirándolo fijamente.

—¿Qué estás diciendo?

—En el bar. Acabo de verla. Está muerta, Candela… ¡Está muerta! Le han pegado un tiro con mi pistola, estaba junto a ella.

—Espera, espera, espera… Empieza por el principio. ¿Qué hacía tu pistola allí?

—No lo sé. Supongo que me la habían robado.

Candela sirvió el café y ocupó una silla junto a Manel que, sollozando, se sorbía los mocos al tiempo que se limpiaba las lágrimas a manotazos.

—¡Joder tío! Deja ya de llorar y cuéntame lo que ha ocurrido. Son casi las siete y no podemos perder tiempo, mucho menos si como dices, ha sido con tu pistola. ¿La has cogido?

—No… Yo… Cuando vi a Miriam allí salí corriendo…

—¡Pero mira que eres imbécil, joder! ¿Y ahora qué? En cuanto la encuentren te la cargas. ¿A qué hora abren el bar?

—Por la mañana no abren. A eso de las ocho va la mujer de la limpieza —Manel había dejado de llorar. Movía compulsivamente el café, intentando encender un cigarrillo al mismo tiempo. Candela le ofreció fuego.

—Hay que pensar algo. Cuéntame qué pasó anoche y dónde has encontrado a Miriam.

Algo más tranquilo, el inspector comenzó su relato.

—No ha ocurrido nada que yo sepa. Sólo que a Miriam le sentó mal la última copa y se mareó. Entre Bea y yo la llevamos al cuartito del bar. Esa puerta que está junto al lavabo y que pone «privado» —hizo una pausa bebiendo un trago de café.

—¿Quién es Bea?

—La mujer de Jesús, es un matrimonio amigo de Miriam que vino a ver la actuación de anoche.

—Está bien. Continúa.

—Estábamos allí tomando una copa y de repente Miriam se puso un poco pálida y dijo que no se encontraba bien. Pensamos que a lo mejor había bebido mucho y la acompañamos al cuartito, la tumbamos en el catre y nosotros seguimos la juerga. Ella se durmió inmediatamente, pero no parecía que le pasase nada del otro mundo, una borrachera descomunal, dijo Bea.

—¿Quiénes estabais allí?

—Álvaro, un cliente de toda la vida; el Flaco y un amigo suyo, el Trepa, nos dijo que se llamaba, y el matrimonio que te he dicho: Bea y Jesús. Bueno, y yo, claro.

—¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido tu pistola?

—Estaba ya en mi casa. Abrí el bolso para meterla en el cajón de la mesilla, como hago siempre y me di cuenta de que no estaba. Serían las cinco y media, así que regresé al bar y entonces la vi… ¡Estaba muerta, Candela! —gritó.

—¿Cuándo saliste del bar estaba vivas?

—Sí. Le dejé una nota porque yo tenía que irme. Ya no quedaba nadie en él. Fui el último en salir.

—¿Estaba allí la nota cuando volviste?

—No lo sé, me parece que no, porque la dejé sobre la mesa y la hubiera visto.

—¿Por qué no la despertaste?

—Lo intenté, pero estaba grogui, así que pensé dejarla dormir. Se lo decía en la nota: que cerrase la puerta al salir.

—¿La puerta del bar se cierra así sin más?

—No. La del bar es una persiana y la cierra Ismael cuando se va. Yo tengo llave de la otra puerta, la que da al portal de vecinos, una puerta corriente. A veces ensayamos cuando el bar está cerrado, por eso Ismael me dio una llave. La tengo aquí.

—¿Tiene alguien más llave del bar?

—No. Yo soy amigo de Ismael, el dueño. Mejor dicho, mi padre, por eso me la dio.

Los minutos corrían. Candela miraba el reloj con insistencia mientras pensaba en lo que se podía hacer. Consideró la posibilidad de llamar al comisario, pero conociendo su obsesión por la legalidad y la disciplina, tal vez no fuese una buena idea, porque lo primero que haría sería suspender de empleo a Manel y ordenar una investigación. Si al menos él hubiera recogido el arma, hasta que se supiera la procedencia de las balas, que al fin y al cabo, sólo determinarían que procedían de una pistola de las que se usan en el cuerpo… Claro que atando cabos y sabiendo que el policía frecuentaba el local, no sería difícil establecer la relación, si bien carecerían de pruebas concretas para inculparlo. Estaban a punto de dar las ocho, si iban al bar corrían el riesgo de encontrar a la mujer de la limpieza allí y entonces no sólo sería Manel el implicado. No podía correr ese aventurarse. Lo mejor sería seguir preguntando a Manel por ocurrido la noche anterior.

—Ya es tarde para recuperarla. ¿Qué sabes de la gente que estaba con vosotros?

—Manel bajó la cabeza y respondió con un hilo de voz.

—Álvaro es de confianza, es un asiduo. Va casi todos los días. Tiene una tienda de ultramarinos en el barrio, cerca del bar; normalmente va por las tardes, suele ir después de cerrar su tienda, pero los fines de semana siempre está allí. El viernes, cuando fuiste con Julia estaba en la barra. Es viudo y no tiene hijos, debe rondar los cincuenta, largos.

—¿Y los otros?

—Bueno… Los otros. Jesús y Bea, ya te lo he dicho. Son amigos íntimos de Miriam… En cuanto al Flaco y su amigo... verás, el Flaco es un camello.

—Y si no es mucho preguntar, ¿qué hacías tú en compañía de un camello?

—Lo conozco de ir por allí. Me lo presentó Gabi —la respuesta de Manel y la sospecha de Julia, animaron la pregunta de Candela.

—¿Supongo que es el que te vende la coca a ti?

No intentó negarlo.

—Sí.

Ya estaba claro. Manel consumía coca. Ahora sólo hacía falta saber desde cuándo y por qué.

De forma balbuceante y jalonada de disculpas, Manel le contó que su adición había empezado hacía unos meses; después de fin de año. Un día que estaba muy cansado porque había tenido que trasnochar debido a un caso de homicidio, cuando Candela se hallaba en el sprint final de sus oposiciones y había pedido dos meses sin sueldo para estudiar.

—Fue Gabi quien me ofreció la primera raya, después, me presentó al Flaco y el resto ya te lo puedes imaginar. Al principio la tomaba sólo para actuar, luego por la mañana, para ponerme en marcha y, poco a poco, de forma asidua.

Candela asentía en silencio; Manel se excusaba.

—Pensaba dejarlo, Candela. Sólo esperaba el momento, te lo juro. Lo que ha ocurrido ha colmado el vaso. No volveré a tomarla.

—Ha tenido que morir una mujer para que toques fondo, ¿es eso?

Las lágrimas volvieron a rodar por las mejillas de Manel empapando su barba. Candela continuó.

—Creo que deberíamos hacer algo, pero no se me ocurre nada, así que será mejor que esperemos. Lo primero que tendrás que hacer es hablar con Salgado y decirle que te han robado el arma reglamentaria. Lo demás, vendrá solo.

La rueda comenzó a girar alrededor de las nueve de la mañana. Candela aconsejó a su compañero que se marchase a su casa a esperar acontecimientos. Ella iría a la Brigada como si nada hubiera pasado; dudaba entre ir a ver a su jefe o callar y esperar. Decidió esperar.

La mujer de la limpieza llamó al dueño del bar entre sollozos cuando encontró a Miriam. Ismael llamó a Manel y éste al comisario. El dueño del bar y el músico irrumpieron en el bar unos minutos antes que el comisario Salgado, que fijó sus ojos en la víctima para inmediatamente dirigirse al inspector Manel Romeu.

—¿Qué ha pasado aquí, inspector?

—No lo sé, comisario. Le juro que no lo sé.

—Pues ya me dirás tú quien puede saberlo, porque es evidente que ella —señaló al cadáver de Miriam—, no se ha pegado el tiro.

Efectivamente, no podía haberlo hecho porque yacía tendida boca arriba con el pecho ensangrentado, con el relleno de uno de los cojines esparcidos sobre el cuerpo. La pistola estaba tirada en medio de la pequeña habitación que todos conocían como «el cuartito», un habitáculo en el que apenas cabía una cama de ochenta, cubierta por una colcha oscura y cojines, que en ese momento estaban tirados por el suelo, excepto el que habían empleado para amortiguar el ruido del disparo. Enfrente de la cama, con el espacio justo para pasar, se hallaba una mesa de unos cuarenta centímetros arrimada a la pared con una silla a cada lado y junto a la puerta, los utensilios de limpieza.

La pistola del inspector Romeu relucía en el suelo.

—¿Ha tocado alguien el arma? —miró a Manel al pronunciar estas palabras.

La mujer de la limpieza negó con la cabeza. Ismael dijo que no, que él acababa de llegar y no había tocado nada. Manel también negó haberla tocado, pero añadió que sus huellas estarían en ella porque era su arma.

—Las huellas no me preocupan, inspector. Lo que realmente me preocupa es que sea tuya.

El comisario permaneció pensativo unos instantes.

—Usted —dijo mirando a Ismael—, márchese a su casa si no quiere verse envuelto en este asunto.

Acto seguido, dirigiéndose a la mujer de la limpieza:

—Y usted, deme su carnet de identidad para tomar nota de su nombre; dígame también su número de teléfono y domicilio y puede marcharse. Nos pondremos en contacto para tomarle declaración.

Por último, le tocó el turno al inspector:

—Tú Manel, espera un momento. Tenemos que hablar antes de llamar al juez.

—Ya se lo he contado a Candela, comisario. Ayer, sobre las doce y media o así, cuando terminamos la actuación, nos sentamos para charlar y tomar una copa, como hacemos otros días.

—¿Quién estaba contigo?

Manel repitió al comisario lo mismo que había contado a Candela, omitiendo los detalles que hacían referencia a su consumo de droga.

—Dices que eran las dos cuando Miriam se retiró. ¿Qué pasó después?

—Los demás seguimos allí. Bea y Jesús se marcharon al poco rato y Gabi también. Nos quedamos el Flaco su amigo y yo. A eso de las cuatro, yo me levanté para ver cómo estaba Miriam y para ir al lavabo. Cuando volví a la mesa el Flaco y su amigo se habían marchado. Como Miriam estaba todavía grogui, vaya, que seguía dormida, le escribí una nota diciéndole que se marchase sin más, tirando de la puerta. Yo me fui a mi casa.

—¿Cuándo te diste cuenta de que no tenías la pistola?

—Alrededor de las cinco y media, cuando llegué a mi casa, la iba a sacar del bolso para meterla en el cajón de la mesilla, como hago siempre y no estaba. Me acojoné y regresé al bar a ver si se había caído, pero me olió mal porque el bolso estaba cerrado con la cremallera. Cuando entré de nuevo en el bar fui directamente al cuartito. La pistola estaba tirada en el suelo, pero Miriam… —los ojos volvieron a llenársele de lágrimas pero logró contenerlas—, bueno comisario. Ya sabes el resto. Vi lo mismo que has visto: a Miriam muerta de un disparo con todo el relleno de un cojín por encima.

—¿Y qué hiciste?

—¿Qué querías que hiciera? Salir por piernas. Una vez en la calle llamé a Candela porque no sabía qué hacer.

—¿Por qué no me llamaste a mí en vez de meter a tu compañera en un asunto tan turbio?

—No sé, comisario. Tengo más confianza con ella, por eso la llamé.

—Inspector Romeu, este no es un asunto de confianza, sino un homicidio puro y duro, en el que te verás implicado, mejor dicho, acusado.

—¿Y ahora qué va a pasar, comisario?

—Pues va a pasar que llamaré al juez, intentaré explicarle tu versión y dependiendo de lo que él disponga, serás detenido como acusado y apartado del servicio con una falta grave en tu expediente, por negligencia en la custodia del arma reglamentaria. ¿Cómo se te ocurre llevar la pistola en un bolso y dejarla fuera de tu vista?

—Lo hacía siempre, comisario. Desde que actúo aquí siempre la he dejado en el bolso dentro del cuartito y nunca había pasado nada.

—Hasta que pasó. Vamos fuera. ¿Dónde está el teléfono? Tengo que llamar al juez y al forense.

Salgado salió acompañado del inspector. Su gesto era adusto y preocupado. Dudaba entre decirle al policía que se marchase a su casa y enfrentar él solo la situación ante el juez o pedirle que permaneciese allí para dar la cara. Finalmente optó por la segunda opción.

Hasta las doce del medio día no hizo su aparición el juez, acompañado por el forense. Salgado esperaba a que fuese una hora prudencial para informar al jefe superior, porque bastante desagradable era el asunto para despertarlo a deshoras y provocar su malhumor, algo que no beneficiaría en nada al caso. A Candela le había pedido que se mantuviese al margen para evitar complicaciones posteriores, ya que la necesitaba para esclarecer los hechos y no podía exponerse a que el juez la apartase del caso por considerar que estaba implicada en él.

El forense certificó la muerte, al parecer por arma de fuego, sin añadir nada más hasta que hiciera la autopsia. El juez ordenó el levantamiento del cadáver. El comisario ordenó al inspector Romeu que se marchase a su casa hasta nueva orden. El juez observaba en silencio; cuando estuvo a solas con el comisario, le preguntó:

—¿Qué le parece a usted todo esto, comisario?

—No lo sé, señoría. Yo creo que al inspector Romeu le han tendido una trampa. Aún no sé quién ni por qué, ¿qué necesidad tenían él de matar a la cantante? Además, con su propia pistola. Si hubiera querido hacerlo no iba a cometer el asesinato en el mismo local que actúa. Esto huele muy mal, pero llegaremos al fondo y se sabrá. De eso puede estar usted seguro.

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