Authors: Mercedes Gallego
Manel las tomó para examinarlas, asombrado de que alguien guardase una foto en primer plano de un reloj.
—¿Tenía la viuda una foto del reloj? ¿No te parece extraño?
—Bueno, en realidad no. Esta la he positivado yo con los negativos que me dio. Son de una comida de las bodas de plata cuando el marido se lo regaló.
—¿Las has revelado tú? ¿Por qué no las has llevado al Gabinete?
—Porque no había nadie.
—Estupendo. Y si las queremos remitir como prueba la hemos jodido porque no está registrada su entrada. Le decimos al juez que la inspectora Candela Luque, además de intrépida policía, sustituye al Gabinete de Identificación porque revela en su casa.
Candela hizo un esfuerzo pensando antes de contestar, en contra de su carácter, que acostumbraba a decir lo que pensaba sin pararse a pensarlo.
—Vamos a comer, Manel. Veo que el hambre te nubla el entendimiento.
—Sí, joder. Vamos a comer porque esto se está calentando.
Ella pensó que el único que estaba calentando la situación era él, pero de nuevo optó por callar. ¿Tenía razón Manel? ¿Debía de haber esperado su llegada antes de actuar por su cuenta? Estaba convencida de que no era así, lo único que perseguía era adelantar tiempo y tener las ampliaciones listas para esa misma tarde ir los dos a hacerle una visita al prestamista. No consideró tan importante que las fotos fuesen «oficiales». Llegado el caso, ya lo harían a través del Gabinete, pero lo que más le dolía era la actitud de Manel echándole en cara su antigüedad. Eso era tanto como dar por sentado, como había hecho todo el mundo, que el Grupo Especial no había servido para nada. Esclarecer dos casos de asesinato, recibir un tiro en cada uno y meter a los culpables entre rejas, por lo visto no era nada si no estaba avalado por la antigüedad. Nunca lo hubiera pensado de Manel. En el fondo, todos eran iguales. Si consideraba su paso por el Grupo Especial, ella era más antigua, aunque en el escalafón figurase después de tres años de ser policía.
Más triste que enfadada, subió los escalones del sótano para salir a la calle.
Manel por su parte se arrepentía de sus palabras pero sabía que una vez dichas, Candela no las olvidaría, aunque pidiese perdón, cosa que no estaba dispuesto a hacer. Cierto que se había pasado con lo de la antigüedad, pero era así. Si a Candela le sucedía algo, si caía herida actuando por su cuenta, no sería fácil explicárselo al comisario, máxime sabiendo la debilidad que éste sentía por la joven policía desde que la conoció cuando era integrante del Grupo Especial. La inmensa mayoría de la Brigada estaba convencida de que el comisario estaba enamorado de ella. Los más osados, sospechaban que, indirectamente, había sido la causa de su separación.
Si estos rumores llegaban a oídos de Salgado era algo que todos ignoraban porque él jamás había hecho ningún comentario. El recién ascendido comisario no tenía amigos en la policía. Los malintencionados decían que fuera tampoco, a decir verdad, el único que para él era algo parecido a un amigo era Leandro Gil, ahora comisario jefe de Estupefacientes. El exceso de trabajo de ambos no permitía un contacto asiduo, aunque siempre que podían compartían mesa y confidencias.
El camarero saludó con una sonrisa la llegada de los policías, indicándoles una mesa libre al tiempo que les tendía una cartulina con los platos del día.
—Las lentejas y el fricandó se han terminado. Os recomiendo la escudella de primero y de segundo la tortilla de calabacín, que la hacemos al momento.
—Para mí está bien —respondió Manel.
—Yo refiero huevos fritos con patatas, ¿puede ser?
—Claro que sí. ¿Qué os pongo para beber?
—Agua —pidió Candela.
—Un tinto para mí —dijo Manel.
En la mesa el silencio seguía acompañándolos. Manel estaba nervioso; era consciente de que la pelea la había iniciado él, pero ella la había provocado con su forma de actuar. El bohemio policía toleraba mal el conflicto y su límite se había excedido hacía rato.
—Bueno, qué. ¿Vamos a seguir así el resto del día?
Candela decidió castigarle un rato, respondiendo con cinismo.
—Así, ¿cómo? Yo estoy perfectamente.
—Coño, Candela. No seas cínica y cambia el rollo.
—¿Es una orden? Como eres el jefe…
Por fortuna el camarero apareció con una sopera rebosante de caldo con trozos de pollo, ternera, pasta de sopa y garbanzos, que fue sirviendo en los platos. Cuando se alejó, Candela empezó a comer como si no ocurriese nada. Manel la imitó. Por fin, ella decidió zanjar la situación.
—Mira Manel. Lo dicho, dicho queda, pero tenemos que trabajar juntos y será mejor enterrar el hacha de guerra. El caso lo llevamos los dos, por más que te empeñes en ponerte galones que nadie te ha adjudicado. Así que en cuanto terminemos de comer nos vamos a ver al judío. A menos que quieras llevar los negativos al Gabinete y esperar una semana. Mientras, nos rascamos la barriga y todos contentos.
—No es eso, Candela. A lo mejor no me he expresado bien. Mejor dicho, no he expresado lo que en realidad pensaba. La pura verdad es que tenía miedo de que te hubiera pasado algo. Yo qué sé… Que el asesino te hubiera mordido, que… Tonterías, ya lo sé, pero se me comían los nervios; desde la una que llegué a Homicidios he tenido tiempo de pensar muchas cosas.
—Entonces lo de la antigüedad era para joderme, ¿no?
—¡Y yo qué sé! A lo mejor. Fue lo primero que se me ocurrió, pero ya sabes que no pienso así. No me parece que tenga que pedirte perdón, pero si eso hace que zanjemos el tema, lo haré.
—Ni se te ocurra. Ya sabes lo que digo siempre: yo…
—«…perdono pero no olvido». Ya lo sé —respondió Manel abatido.
—Lo dejamos con una condición.
Manel levantó la mano diciendo:
—Acepto. Sea la que sea, acepto.
—Que no me cortes, que no me vigiles, que no te preocupes por mí. No necesito ama de cría ni manual de instrucciones para trabajar. Sé que no servirá de prueba una ampliación hecha en mi casa. Sé que tendrá que pasar por el dichoso Gabinete, además de policía te recuerdo que soy abogado, pero también sé que a la primera víctima se la cargaron hace ocho meses y si vamos dando bandazos entre la burocracia, pueden pasar otros ocho hasta que resolvamos algo.
Manel tendió la mano.
—¿Amigos?
—Hasta la próxima, sí —respondió Candela con malicia.
La calle Comercio, donde se encontraba la tienda del prestamista, estaba en la mitad de una imaginaria diagonal entre la casa de la viuda de la primera víctima que Candela había visitado y la tercera, es decir, los dos hombres. El bar se hallaba en medio. Quien no parecía encajar en el conjunto era Cayetana Romero, la mujer asesinada. «A lo mejor no está relacionada con los otros dos», comentaron los inspectores.
A medida que iban recorriendo la distancia que separaba la jefatura de su objetivo, la tensa situación que habían vivido se diluía entre la humedad reinante.
—¿Cómo le entramos? —preguntó Manel.
—Yo iría por la directa. Poniendo las fotos sobre la mesa y dando por sentado que tiene los dos objetos: el reloj y los gemelos.
—¿Y si no los tiene?
—Tendremos tiempo para improvisar, pero esta gente, si te nota la más mínima duda se escurre como si estuviera untada de aceite.
A pesar de ser las cinco de la tarde la noche avanzaba deprisa; la llovizna que había caído sin interrupción durante todo el día había cesado, pero las calles brillaban de humedad cuando cruzaron Las Ramblas. Cortaron atravesando el Mercado de la Boquería para adentrarse en la calle Hospital; a pocos metros divisaron la calle Comercio. El recinto que bajo el nombre de relojería cobijaba al usurero se dibujó en mitad de la estrecha callejuela.
Manel llevaba las fotos guardadas en el bolsillo del chaquetón. Entraron en silencio; al no ver a nadie, pulsaron una especie de timbre colocado sobre el mostrador, parecido a los de la recepción de algunos hoteles. El prestamista apareció de inmediato.
—¿Qué les trae de nuevo por aquí, inspectores?
Sin mediar palabra, Manel se llevó la mano al bolsillo y con toda la parsimonia de la que fue capaz, sacó las fotografías y las puso sobre la mesa. Una era del reloj, la otra, del dibujo que la señora había hecho de las letras entrelazadas, fotografiado para darle una apariencia de oficialidad, en vez de mostrar la hoja de la libreta en la que la viuda había hecho el dibujo.
—Venimos a retirar estas prendas.
El relojero miró alternativamente las fotos y las caras de los inspectores, calibrando si se estaban tirando un farol o estaban seguros de que las tenía él. Candela, adivinando sus cavilaciones, las cortó en seco.
—Sabemos que están aquí. La propietaria nos ha dicho que su marido las empeñó, así que, rápido, que tenemos prisa.
—Yo no puedo saber así a simple vista si esos objetos están en mi tienda si no me traen el resguardo. Comprendan que no son las únicas joyas empeñadas. Ellos vienen pidiendo ayuda y yo lo único que hago es echarles una mano, cosa que los bancos no hacen porque es gente que no tiene crédito.
—. Ahora, para empezar, la documentación.
El individuo mostró a los funcionarios un carnet de identidad español que ellos miraron sorprendidos porque esperaban una tarjeta de residencia. Ni era judío, ni extranjero. Había nacido en Medina del Campo, en la provincia de Valladolid. El acento extranjero y su indumentaria eran parte de su trabajo. Eso sí, se llamaba Samuel, pero con apellidos tan extranjeros como Fernández García.
—Pero usted es español —exclamó sorprendida Candela.
—Yo nunca he dicho que no lo fuera.
—Entonces esa pinta que lleva usted, el acento y ese gorrito qué son. ¿Para impresionar?
—Eso ustedes sabrán. Que yo sepa, no está prohibido vestir como a uno le dé la gana y hablar con el acento que quiera.
Manel empezaba a cansarse del viejo que se envalentonaba por momentos.
—¿Sabe usted lo que vamos a hacer? Por si no se le ocurre yo se lo voy a decir enseguida —continuó respondiendo él a la pregunta formulada—. Se va a venir con nosotros detenido por prestamista y, antes de mañana, con una orden judicial en la mano, vamos a poner esto patas arriba. Le aseguro que si encontramos aquí el reloj y los gemelos que estamos buscando, le incautaremos todo y pasará una temporadita en la sombra por usura.
Samuel sudaba copiosamente a pesar del frío reinante en el local que daba prácticamente a la calle, y en el que no se veía ninguna estufa. De un manotazo se quitó el pequeño gorro que cubría su coronilla, la kipá, que comenzó a estrujar nervioso con ambas manos.
La tienda se hallaba rellano de la entrada al portal, al lado de la escalera. La puerta de acceso se encontraba partida por la mitad de forma horizontal, de manera que permitía abrir cada trozo manteniendo cerrado el otro o ambos a la vez. A la parte inferior le había colocado una tabla que hacía de mostrador. Se agachó y descorrió el cerrojo para dejar pasar a la pareja de policías. Generalmente el portal permanecía abierto y el cartel del negocio era visible desde la calle, pero en ese momento el individuo lo cerró tal vez para ocultar la molesta visita a los viandantes.
—Será mejor que pasen ustedes y tratamos estas cosas dentro. No es bueno para mi negocio que venga alguien y nos vea juntos. Pasen.
Cuando los policías estaban dentro, cerro también ambas hojas de la puerta. La luz era escasa y el olor a humedad se mezclaba con el de la comida que reposaba en una olla de barro sobre una cocina de gas butano colocada en una superficie de obra recubierta por azulejos, que algún día debieron ser blancos.
El habitáculo era pequeño; a la izquierda se encontraba la zona habilitada para cocina, el resto de las paredes se hallaba cubierto de muebles con cajones y estanterías con cajas apiladas. En el suelo, a la derecha de la puerta de doble hoja por la que habían entrado, había una cajonera de más de ochenta centímetros de ancha por unos treinta de profundidad, parecida a las que suelen tener las mercerías para guardar hilos de diferentes colores. Samuel abrió uno de los cajones y sacó un sobre con el nombre del marido de Rosa: Rosendo Marcos.
—Aquí tienen lo que han venido a buscar. Pagué dos mil pesetas al dueño. Ahora ¿qué? ¿Me las van a devolver ustedes?
—De momento puede dar gracias a que nos conformemos con recuperarlas, ya veremos si más adelante no terminamos con su cuchitril —Manel metió en el bolsillo de su chaqueta el sobre, después de comprobar que el reloj y los gemelos, que ahora pertenecían a la viuda, se hallaban en él.
Hizo un gesto a Candela instándola a salir y juntos abandonaron la tienda del falso judío, pero antes, Candela se dirigió al extraño personaje.
—No tendrá inconveniente en entregarme también la matriz del resguardo que entregó usted al hombre que trajo estas joyas.
—¿La matriz?
—Sí. Imagino que entregará usted un resguardo cuando le traen los artículos. Está claro que le pido la parte que se queda usted. Necesitamos saber la fecha exacta en la que las empeñó Rosendo.
El falso judío abrió el primero de los cajones del mueble donde guardaba las pertenencias que recibía como prenda, sacó un talonario de recibos sin numerar y fue pasando hojas, de las que había sido cortada una parte, hasta que, ayudándose de unas tijeras, cortó la matriz que también entregó a los policías. En ella se leía el nombre del dueño de las joyas que, como esperaban era el de la víctima, la descripción de los objetos empeñados y la fecha, así como un número que coincidía con el que figuraba en el sobre.
Se despidieron del prestamista advirtiéndole que su negocio tenía los días contados, pero a Samuel no parecía importarle demasiado, lo que los inspectores interpretaron como las ganas que tenía de perderlos de vista.
—¿Y ahora? —preguntó Candela una vez en la calle.
—Tenemos que llevar esto a Jefatura y etiquetarlo como prueba, pero ya que estamos aquí podíamos acercarnos al bar. Está ahí mismo, hemos pasado por delante cuando veníamos.
Candela aceptó de buen grado la sugerencia de Manel sin descartar la idea de aprovechar para tomarse un café.
El bar se hallaba en la calle Hospital. Todo se movía en el fatídico triángulo formado por los domicilios de la primera y tercera víctima por un lado y la relojería del usurero y el bar por otro.
La calle del Carmen era la frontera invisible que marcaba el límite del Barrio Chino, aunque adentrándose en ella hacia la Ronda de San Antonio, este límite desaparecía. Las habituales tiendas en las que se vendían gomas para el amor, pastillas y elixires afrodisíacos, ropa interior para mujer, con un color y aspecto provocativo, así como toda clase de productos relacionados con el sexo. El surtido amoroso se mezclaba con los ultramarinos, licorerías y bodegas en las que se vendían productos a granel en garrafas que muchos adquirían para rellenar botellas de marcas conocidas.