Incluso Antonine, instruido durante décadas en la formación mística de su tribu, tenía problemas a la hora de interpretar la realidad de aquel lugar. Cambiaba al azar, o al menos parecía ser al azar. Se preguntó qué aspecto tendría el Wyrm cuando —
si
— se encontrase de verdad con él. ¿Sería capaz de percibirlo como era, una fuerza de la naturaleza tan poderosa que era casi inimaginable? ¿Qué aspecto tendría el mismo concepto de entropía, de todas maneras?
Antonine frunció el ceño mientras seguía caminando sin hacer ruido, manteniendo a Zhyzhak a la vista. El Wyrm estaría cubierto de imágenes, por supuesto, pero no porque llevase esa sustancia, sino porque los seres mortales y limitados como él y como Zhyzhak no podían percibirlo de ninguna otra manera. Su propia mente le dibujaba con una forma y una sustancia, porque intentaba desesperadamente abarcar un poder que estaba más allá de la comprensión.
Se preguntó si Zhyzhak vería el mismo Wyrm que él. Ambos eran Garou, seres de sustancia y espíritu, nacidos de Gaia. ¿Este lazo racial haría que compartieran la misma visión cuando se encontrasen al Wyrm? Sería algo interesante de ver.
Antonine se detuvo y se tiró al suelo. El sonoro grito de Zhyzhak retumbó por la niebla. Miró a través de las nubes cambiantes y la vio restallando el látigo. Algo estaba en su camino y ella parecía preparada para atacarlo.
—¡Apártate de mi camino! —gritó Zhyzhak.
La hidra que tenía delante no se movió. Sus nueve cabezas de serpiente flotaban en el aire y se encorvaban sinuosamente las unas sobre las otras, mientras examinaban a Zhyzhak desde todos los ángulos. Estaba sentada en cuclillas sobre sus piernas largas y musculosas, blindadas con escamas doradas. Sus alas se desplegaron perezosamente, se estiraron y luego volvieron a replegarse.
Zhyzhak levantó el látigo.
—Somos el Guardián del Noveno Círculo —dijeron las nueve cabezas; su siseo silbó por el paisaje vacío.
Zhyzhak ajustó su golpe antes de que cayese del todo y chasqueó el látigo en el costado; casi rozó a la cabeza de serpiente que estaba más a la izquierda, pero erró por tres centímetros escasos. Dio un paso adelante y observó a la criatura.
—¿Y?
—Este es el Círculo del Engaño —dijo la hidra—. Debes traicionar al verdadero servidor del Wyrm.
—¿Y no soy yo? —gritó Zhyzhak—. ¡Ja! ¡Señálale! ¡Morirá!
Todas las cabezas de serpiente se giraron para mirar a un portal que mostraba el paisaje maldito y rojo de Malfeas. En su centro, sobre un trono situado en una torre alta, estaba sentado un Danzante de la Espiral Negra grande y musculoso, con su pelaje cubierto de pictogramas blasfemos de la cabeza a los pies. Sus ojos se dirigían de un lado a otro, vigilando todo lo que ocurría en los ducados de debajo.
—El general de Malfeas —dijo la hidra, con las cabezas mirando al portal—. El único ser que pasó nuestra prueba y sigue con vida.
—¿Él? —preguntó Zhyzhak—. ¿Le mato y luego gobernaré Malfeas?
—Exacto —respondió la hidra, con los ojos mirando al general. Él olisqueó el aire con suspicacia y se giró en su silla, buscando algo. Parecía notar que le estaban observando—. Te teme. Sabe que al final alguien le usurpará el puesto. Es débil. Si le golpeas ahora, puedes vencerle.
Zhyzhak aulló y restalló su látigo. En lugar de pasar por el portal, golpeó los cuellos de las cabezas de serpiente y cortó seis de ellas. La sangre manó de los seis muñones.
La hidra se tambaleó y las tres cabezas que quedaban se giraron para mirar pasmadas a Zhyzhak.
La Danzante de la Espiral Negra dio un paso adelante, riéndose a carcajadas. Enroscó el látigo alrededor de los cuellos que se movían frenéticamente y dio un fuerte tirón, juntándolas en un solo puñado, atrapadas por los filamentos con pinchos del látigo.
—¡Círculo del Engaño, idiota! —gritó Zhyzhak—. ¡Eso significa que mueres
tú
! —Volvió a darle otro tirón al látigo, como quien arranca el motor de un cortacésped o el de una lancha y las tres cabezas cayeron.
El cuerpo de la hidra golpeó el suelo y se disolvió. Su sangre se desparramó en un charco grande. Allí donde la sangre tocó el camino, el brillante fuego diabólico se oscureció y desapareció, extinguiéndose. La niebla se disolvió y se llevó al portal que daba a Malfeas con ella.
Zhyzhak estaba parada en una llanura oscura y vacía; todas las señales del Laberinto habían desaparecido. Solo un único elemento aparecía delante de ella: la tapa mugrienta de una cloaca, en el suelo, donde había estado el cuerpo de la hidra.
Zhyzhak dio un paso adelante y se agachó, al tiempo que deslizaba los dedos por los diminutos agujeros. Levantó la tapa de hierro de un tirón y la arrojó a un lado. El ruido metálico retumbó por el vacío. Una vacilante luz naranja se escapó del agujero, dando a entender que en alguna parte de abajo ardía el fuego.
Zhyzhak bajó los peldaños y se metió en el agujero de la alcantarilla.
Antonine dejó escapar el aliento. Había estado conteniendo la respiración durante casi cinco minutos, intentando desesperadamente no llamar la atención. En cuanto el Laberinto se cerró y desapareció la niebla, temió que Zhyzhak pudiera verle, incluso tan agachado como estaba. Pero ella no se había molestado en darse media vuelta y mirar detrás de ella.
Se levantó lentamente, con cuidado, al tiempo que miraba cómo la sombra de Zhyzhak desaparecía y el torrente de luz salía del agujero de la alcantarilla.
Avanzó, decepcionado. Había esperado que la prueba fuese más sutil, más convincente. La mayoría de los que habían llegado hasta allí habían caído, a pesar de todo. El desafío era matar a una manifestación o a un gran siervo del Wyrm. La victoria significaba tomar el puesto del muerto, con todo el poder y los privilegios que iban con él.
Pero aquella era la trampa. El poder mundano. Se perdía fácilmente y se ganaba fácilmente. El vencedor, que había peleado duramente para llegar hasta aquella última prueba, sucumbiría con facilidad a su señuelo, sin darse cuenta del verdadero poder que descansaba detrás. O esa era la teoría. Antonine sabía que ningún jefe Garou de verdad habría caído en la estratagema de la hidra. Tal vez el Wyrm estaba tan desesperado porque le llegase alguna ayuda que sus pesadillas ya no podían formular un desafío convincente.
Zhyzhak había vuelto el engaño contra el guardián correctamente y así había conseguido cruzar a la guarida del Wyrm. ¿Pero se daba cuenta de que el desafío aún no había terminado? El único engaño de verdad digno del Noveno Círculo era traicionar al mismísimo Wyrm.
Antonine tenía que llegar al Wyrm antes que ella. Zhyzhak había roto las reglas al utilizar la Estrella Roja para orientarse en su camino. Había llegado con un poco de su cordura (su propia voluntad y meta) intacta. Si hubiera sucumbido a la rabia, podría haber liberado perfectamente al Wyrm y haber devuelto el equilibrio. Esa era la profunda ironía del verdadero propósito del Laberinto de la Espiral Negra: no corromper, sino liberar, volver sistemáticamente loco a cada aspirante de manera que solo el instinto prevaleciera cuando se encontrase con el Wyrm, el instinto de la rabia y la destrucción.
Zhyzhak no intentaría liberar al Wyrm. Intentaría destruirlo, porque lo confundiría con otra prueba. Actuaría basándose no en el instinto, sino en la deliberada crueldad y en el deseo de poder. Su manifestación liberada estaría compuesta por el odio y la codicia de Zhyzhak. Ella controlaría su marcha de destrucción; bajo su voluntad loca, no serviría al Equilibrio, sino a la Corrupción.
Antonine llegó al agujero abierto de la alcantarilla y miró dentro. Los peldaños conducían a un largo túnel por el que fluía una corriente de agua e inmundicias. Antonine cambió a la forma de batalla y bajó por la escalera.
Si pudiese llegar antes que ella hasta el Wyrm, podría liberarlo y así le permitiría retomar su papel natural de Equilibrio entre el Orden y el Caos. Era la meta que su tribu siempre había perseguido. Según el conocimiento de los Contemplaestrellas, el Wyrm no era un monstruo sino una víctima, atrapado en el capullo de retorcida lógica de la Tejedora, la personificación del mismo concepto del Ego egoísta y limitado. Como todo lo demás en este nivel de la realidad, las formas eran simplemente metáforas puestas de manifiesto. Las telarañas eran símbolos de los procesos complicados y entrampados de la conciencia del Ego, que habían estrangulado el orden natural e instintivo hacía mucho tiempo. Si el instinto, la identidad del universo, se podía liberar de los dictados asfixiantes de un súper-ego que se había vuelto loco, regresaría el Equilibrio y de las cenizas del viejo mundo resurgiría uno nuevo.
Aquello era, por supuesto, una herejía para el resto de las tribus gaianas. El propio Antonine sintió una punzada de duda cuando bajaba a la cloaca. ¿Y si su tribu estaba equivocada? ¿Y si en realidad el Wyrm era una bestia horrible cuya liberación significaba la sentencia de muerte de Gaia? Meneó la cabeza. Incluso las otras tribus reconocían que el Wyrm había sido una vez una fuerza del Equilibrio y que su papel se había corrompido. Lo que una vez fue, podía volver a serlo. Tenía que creer en ello. La otra opción que quedaba era una batalla constante e interminable, la vida contra la muerte. Tenía que haber una manera de superar esas oposiciones.
Cuando llegó al último peldaño, Antonine saltó lo que quedaba de distancia hasta el suelo del túnel. Se extendía en dos direcciones y terminaba en unas intersecciones en forma de «T». La viscosa corriente de agua que le llegaba a la altura de las rodillas estaba caliente y pegajosa.
Olisqueó el aire, buscando la pista de Zhyzhak. El olor de la mierda enmascaraba cualquier otro. Buscó a su alrededor alguna pisada, pero el agua cubría cualquier señal de ellas. Podía haberse ido por la izquierda o la derecha y desde allí podía haber tirado por una de las cuatro direcciones posibles.
Antonine se concentró, para que sus ojos atravesaran el espejismo que tenía alrededor. Sabía que era falso, una imagen conjurada por el Laberinto. Quería observar el verdadero Laberinto que estaba debajo. Las paredes de la cloaca se desvanecieron y fueron reemplazadas por espirales de giros y nudos hechos de seda de araña, antiguos y podridos.
Miró cuidadosamente y vio una sola línea plateada que corría entre los hilos y que seguía una trayectoria complicada adelante y atrás y alrededor de los otros hilos. La legendaria Espiral de Plata que conducía al corazón del capullo de la Tejedora, que los espíritus gaianos introdujeron en el tapiz mientras la Tejedora tricotaba frenéticamente su telaraña. La Gran Araña no notó aquel único hilo y lo tejió como si fuera cualquier otro. Ahora conduciría a Antonine directamente hasta la antigua presa de la Araña, el insecto que tenía cautivo en su trampa: el Wyrm.
Zhyzhak, que no veía aquel hilo y estaba perdida en el espejismo del túnel de la cloaca, podía dar una serie de giros equivocados y retrasarse, proporcionándole a Antonine su única oportunidad. Dio las gracias a Gaia por su bondad y se dirigió a la izquierda y luego a la derecha, siguiendo el débil brillo plateado escondido en el tapiz amarillo pálido que lo rodeaba.
Zhyzhak rugió de frustración y golpeó el puño contra la pared de piedra empapada de cieno. No había contado con aquello. Su fetiche ya no le valía; allí no se veía la Estrella Roja. No tenía ni la menor idea de adónde ir. Los pasadizos llevaban a más pasadizos que conducían a más pasadizos todavía. Ya dudaba incluso de que pudiera encontrar el camino de vuelta a la alcantarilla.
Se detuvo y se estrujó los sesos. La gimnasia mental no era su fuerte. Se había alzado con el poder gracias a la fuerza y la brutalidad constantes. Confiaba en sus esclavos para que comprendieran los detalles. Ahora sí que podría haber utilizado a Pizarrarañada-ikthya; él sería capaz de desenmarañar aquel laberinto.
Un sonido metálico, lejano y débil, llegó hasta sus oídos. Inclinó la cabeza en aquella dirección y escuchó. Nada.
Echó a correr y salió disparada por el pasadizo en dirección a la fuente del ruido. No sabía qué era lo que había producido aquel sonido, pero era la única pista que tenía. Se detuvo en otra intersección y se quedó a la escucha, esperando que el sonido metálico se volviera a repetir.
Allí; a la izquierda, otro ruido, esta vez más cerca. Saltó por el túnel, giró cuando el pasadizo torcía a la derecha y se detuvo donde el túnel terminaba en un desnivel de treinta metros.
La boca del túnel se abría a una habitación amplia donde se encontraban múltiples pasadizos, que se dirigían en direcciones que parecían anormales; la perspectiva estaba equivocada. Durante un brevísimo momento, dio la impresión de que la estancia estaba cubierta por telas de araña. Zhyzhak cerró los ojos y sacudió la cabeza para aclararse. Empezó a dolerle la cabeza. Abrió otra vez los ojos, lentamente y bajó la vista a la habitación cavernosa.
Cientos de sumideros vaciaban un líquido lodoso en el centro. Se encharcaba en el suelo antes de desaparecer por un desagüe invisible.
Otro ruido metálico volvió a sonar, esta vez más claro y justo debajo de ella. Sus ojos se dirigieron a la fuente del sonido; una puerta imponente, oxidada y cubierta de cieno, con seis cerrojos enormes que la mantenían cerrada. Parecía diseñada para dejar entrar a un gigante. Una figura se movía allí abajo y peleaba con todas sus fuerzas para abrir uno de los cerrojos. Tres de ellos estaban ya abiertos.
Zhyzhak miró de soslayo a la figura y finalmente le reconoció. Le miró boquiabierta, con incredulidad. Un Garou gaiano. Un maldito, apestoso y puñetero Garou gaiano,
allí
, en su Laberinto. Gruñó y su consternación retumbó por la sala y llegó a los oídos del Garou.
El Garou levantó la cabeza. Miró directamente a Zhyzhak, con el ceño fruncido y luego redobló sus esfuerzos para mover el cuarto cerrojo.
Zhyzhak gritó y saltó desde la boca del túnel, cayendo hacia el Garou. Él se echó hacia un lado fácilmente. Zhyzhak se inclinó hacia la puerta, rebotó contra ella y cayó al fango, atontada. Nunca había chocado contra algo tan duro en su vida. La puerta parecía estar hecha no de metal oxidado, sino de la dureza misma.
Agitó la cabeza, gruñó, se levantó y avanzó hacia el Garou.
Él la miró por encima del hombro y pestañeó. Zhyzhak sabía que había invocado algún despreciable don espiritual, un poder que los espíritus habían enseñado a los de su especie. Zhyzhak echó a correr y agarró al Garou por el cuello; tiró de él, intentando estrangularle.