—¿Refuerzos? —preguntó Evan—. ¿De dónde?
—De todas partes —dijo Albrecht, sonriendo—. Regresamos a Tierra del Norte y nos dijeron que tu grupo de guerra estaba aquí. Reuní un grupo de avanzadilla y salté al clan del Lobo Invernal; allí nos dijeron a dónde os habíais ido. Dejé órdenes para que las tropas de todas partes se reuniesen y me siguieran. Deberían estar al llegar.
Evan miró a su compañero de manada, con los ojos abiertos como platos.
—Pero yo no pude hacer que las otras tribus se movieran. Todos tenían sus propios problemas.
—Y todavía los tienen. Pero lancé una llamada a las armas que convenció a algunos de ellos. No a todos, pero sí a los suficientes. Mira —dijo Albrecht, mirando a Evan a la cara—. No sé lo que está ocurriendo con tu campamento en el mundo material. Estos tíos podrían ser simplemente la vanguardia de unos guerreros más dementes.
Evan meneó la cabeza.
—¿Y por qué no han venido otros todavía? No, ha sido culpa mía. Cada vez que disparaba una flecha a esta cosa, le daba a un Garou en el mundo material. No me preguntes cómo; no tengo ni idea.
Albrecht frunció el ceño.
—Tal vez hayas encontrado algo. —Bajó la vista hacia el cuchillo y la flecha de Evan, clavados en el suelo—. Tal vez tienes el corazón… o tal vez solo tienes algo que se parece al corazón.
Los ojos de Evan se volvieron a abrir completamente y se quedó boquiabierto.
—¿Una treta? Eso significa que su corazón podría seguir por aquí suelto. ¡Maldición! Utilizó a esta cosa para engañarme. —Evan le dio una patada a los restos del corazón muerto—. ¡Es tan condenadamente evidente! ¿Y por qué su corazón se parece a uno de verdad?
Albrecht se encogió de hombros.
—No lo sé. Yo no puedo ver lo que tú ves. Pero tienes que imaginarte dónde puede estar escondido.
Evan asintió y miró a su alrededor, observando el paisaje.
Albrecht caminó hacia sus soldados.
—Estaré por allí, chico —dijo—. Tengo que examinar a mi unidad.
Evan miró hacia los cuerpos de los Garou caídos. Se preguntó si se ocultaba en ellos. Quizás era por eso por lo que su rabia había durado tanto. Estaban poseídos. Pero si ese era el caso, ¿por qué no podía ver al espíritu allí en la Umbra?
Repasó lo que el guardián de la pesadilla y los ancestros habían dicho, junto con la conversación que había mantenido con Aurak. Astilla-de-Corazón había poseído a la regicida Garou hacía mucho tiempo. Recordó las palabras de Pájaro Atroz:
Ha estado en libertad desde el regicidio. Los Uktena solo capturaron su corazón. Sus raíces siempre han tocado a los descendientes de quienes participaron en ese asesinato. Eres el Curandero-del-Pasado. Debes rectificar las cosas. Debes expiar los errores de tus ancestros
.
Evan sintió un vuelco en el estómago y un escalofrío que le recorrió la columna vertebral al darse cuenta de lo que le habían dicho los ancestros y que él no había querido ver. Astilla-de-Corazón tocaba a los descendientes de la asesina. Evan tenía que rectificar sus errores. Él era el descendiente de la asesina. Podía ver a la Astilla-de-Corazón porque estaba en su sangre. Él no era su némesis; era su progenie.
Miró hacia Albrecht y sintió una tremenda soledad al darse cuenta de lo que tenía que hacer. Vio que su compañero de manada estaba dando palmaditas en la espalda a los guerreros, elogiando sus habilidades en la batalla y subiéndoles la moral. Sonrió débilmente. Echaría de menos a Albrecht.
Sacó la daga del suelo y respiró profundamente. Luego la clavó en el corazón de Astilla-de-Corazón, atravesando su propio pecho.
—¡Señor! —gritó Eric Honnunger, señalando hacia Evan Curandero-del-Pasado, que se acababa de clavar un cuchillo en el corazón y se había derrumbado sobre la nieve.
Albrecht se precipitó hacia su compañero de manada y de la garganta le salió un sofocado gruñido de consternación. Se inclinó sobre Evan y miró la herida.
—¡Sanador! —gritó.
Dienteduro echó a correr hacia Evan y le puso las manos sobre el pecho. El muchacho ya estaba pálido y se estaba enfriando; su respiración se debilitaba. Extrajo con cuidado el cuchillo, que se había clavado profundamente, perforando la válvula aórtica, e invocó su poder espiritual para curar la herida.
La carne se cerró, pero Evan no recuperó la conciencia. Su respiración se hizo más débil todavía.
Albrecht aulló de rabia.
Evan abrió los ojos. La niebla había desaparecido. El paisaje solo mostraba nieve, marcada aquí y allá por las huellas y las impresiones dejadas por los cuerpos de los combatientes, pero no había nadie más cerca.
Se levantó, sorprendido de que no le doliera el pecho. Bajó la mirada y vio que la herida había desaparecido.
Un ladrido de saludo lo sacó de sus pensamientos y levantó la vista; vio a una loba de pelaje gris que estaba sentada en las cercanías, mirándolo. No la reconoció.
Ella avanzó, mientras cambiaba a su forma de mujer-lobo y Evan se dio cuenta de quién era.
—Gracias —dijo ella, adoptando forma humana. Su piel era de color aceituna y su pelo, largo y negro— por haber subsanado por fin mi error.
Evan asintió lentamente.
—La regicida. ¿Cómo te llamas?
Ella meneó la cabeza.
—No importa. Mi nombre debe quedar en el olvido. Has curado la herida de nuestra familia. —Se dio media vuelta y se alejó, señalando hacia la nieve—. Vamos. Es la hora de volver con los ancestros.
Evan asintió.
—¿Entonces todo ha terminado? ¿La Astilla-de-Corazón ha muerto?
—Sí —asintió ella, haciendo señas a Evan—. Murió gracias a tu sacrificio.
Ahora podía ver a cuatro lobos, que se dirigían hacia él por la dirección a la que señalaba la mujer. Pájaro Atroz, Habladora Rápida, Zarpa-de-Hierro y la Hija de Gaia cuyo nombre aún no conocía. Se detuvieron, como si estuvieran esperándolo.
Evan suspiró y dio un paso adelante, siguiendo a su ancestro. Sintió un tirón en el hombro, que le detuvo.
—Todavía no ha llegado tu hora —le dijo una voz familiar.
Evan se giró y vio a Mephi Más-Rápido-que-la-Muerte, apoyado en su bastón. A su lado estaba un Caminante Silencioso alto, que llevaba todas las insignias reales egipcias.
—¿Mephi? —dijo Evan—. ¿También estás muerto? Creía que se suponía que eras más rápido que ella —añadió, con una sonrisa.
Mephi también sonrió.
—Muy gracioso, Evan. No, no estoy muerto. Y tampoco tú deberías estarlo.
Evan frunció el ceño.
—No te entiendo. Me apuñalé a mí mismo con un cuchillo enorme. Desde luego que debería estar muerto.
—Sí —dijo Mephi—. En cualquier otra circunstancia, se brindaría por ti. Pero aquí Shem-ha-Tau dice que no es eso lo que tiene que ocurrir. —Mephi señaló al Caminante Silencioso que tenía al lado—. Parece ser que el favor que les has hecho a los ancestros te da carta blanca para librarte de la muerte.
Evan se volvió para mirar a los lobos que estaban esperando por él. Habían desaparecido.
Volvió a girarse hacia Mephi.
—Pero si no estás muerto, ¿por qué estás aquí?
Mephi sonrió, guiñándole un ojo a Shem-ha-Tau.
—Magia de los Caminantes Silenciosos. Al final he encontrado la respuesta a la gran pregunta.
Evan frunció el ceño.
—¿Y cuál es?
Mephi sacudió la cabeza.
—Todo el mundo la averiguará al final. No puedo decir nada más que eso. La muerte tiene que guardarse algunos secretos. De lo contrario, no podría cumplir su papel en la renovación.
—Esto no tiene ningún sentido. Vuelve a empezar.
Mephi tiró del codo de Evan y dio un paso atrás.
—Vamos. Basta ya de cháchara. Tenemos que regresar. Tengo noticias para Albrecht. —Al decir esto, la sonrisa desapareció de su rostro.
Evan asintió, confuso.
—De acuerdo. Pero al final me lo explicarás, ¿no?
Mephi no respondió. Le hizo un gesto a Shem-ha-Tau, que levantó una mano en señal de despedida, pero no dijo nada.
Mephi dibujó un círculo en el aire con su bastón. Se abrió un puente de luna y entró, llevándose a Evan con él.
Evan tosió y escupió sangre. Abrió cautelosamente los ojos, que parecían mucho más lentos que unos momentos antes. Cuando enfocaron, vio que Albrecht le miraba fijamente con los ojos abiertos como platos y la boca abierta. El rey aulló de alegría y zarandeó a Evan por el hombro.
—¡Así se hace, muchacho! —gritó Albrecht—. ¡Le venciste!
Evan se incorporó, mientras se palpaba el pecho con la mano. Una cicatriz recorría su pectoral izquierdo, por lo demás curado.
Dienteduro miró a Evan, asombrado.
—Pensaba de verdad que nos habías abandonado.
Evan sonrió débilmente.
—Y lo hice. —Miró a su alrededor, buscando a Mephi—. ¿Adónde ha ido?
Albrecht miró a su alrededor.
—¿Quién?
—Mephi Más-Rápido-que-la-Muerte —dijo Evan—. Estaba conmigo.
Albrecht frunció el ceño y miró a Dienteduro, que se encogió de hombros. Volvió a mirar a Evan.
—Mira, Evan. Has estado a punto de morir. Has estado aquí todo el tiempo. Debe de haber sido algún tipo de sueño o ilusión.
Evan meneó la cabeza e intentó levantarse. Sus piernas estaban débiles, así que Albrecht dio un paso adelante y dejó que se apoyara en su hombro.
—Estaba muerto. Fui al lugar al que van los muertos en su camino hacia los reinos ancestrales. Aurak lo llamó Senda de la Vía Láctea, pero yo no vi ninguna estrella. Mephi estaba allí. Me guió de vuelta aquí.
Albrecht parecía intranquilo.
—No sabía que estuviera muerto. Eso es malo. Era un Garou condenadamente bueno.
—No, no lo has comprendido —dijo Evan—. No estaba muerto. Está vivo. Era algún tipo de magia de los Caminantes Silenciosos. Había otro tipo allí con él… —Evan se detuvo, con una expresión de asombro en la cara—. Me acabo de dar cuenta. El otro Caminante estaba muerto. Era un espíritu. ¡El espíritu ancestral de un Caminante Silencioso!
Albrecht volvió a mirar a Dienteduro, con una expresión preocupada.
—Los Caminantes no tienen espíritus ancestrales, Evan. Se perdieron.
Evan sonrió, dándole una palmada en la espalda al tiempo que se apoyaba en él, caminando con cuidado, mientras recuperaba el equilibrio. Estaba un poco mareado.
—Ya no. Creo que Mephi se lo imaginaba. Esa es la respuesta de la que hablaba. El secreto de los ancestros de su tribu.
Albrecht sonrió débilmente.
—Mira, quizás deberías volver a tumbarte. Estás desvariando.
Evan se rió.
—No. ¡Ahora lo entiendo! Mephi está en el mundo físico. Saltó a través de un puente de luna, mientras que mi espíritu regresó a mi cuerpo, aquí en la Umbra. Tenemos que cruzar.
Albrecht asintió.
—De acuerdo. Necesitamos ver qué pasa en el campamento. Hagámoslo.
Gruñó una orden a sus soldados y todos se reunieron a su alrededor. Dienteduro levantó el cuerpo inconsciente de Aurak y fue a colocarse en el centro del grupo. Todos se estiraron para tocarlo y él asintió, separando la Celosía para que pasaran.
Estaban en un campo cubierto de cuerpos y sangre. La nieve y el viento helado cortaban el aire, obligándoles a entornar los ojos.
Unas siluetas se movieron hacia ellos.
Una figura dio un paso adelante. Albrecht no podía distinguir su rostro a través de aquella nieve que caía rápidamente, pero gruñó una advertencia para que se mantuviera alejada.
—Bien, bien —dijo Mari Cabrah, sonriendo con ironía. Se acercó, ignorando la advertencia de Albrecht—. Así que el rey Albrecht por fin hace acto de presencia.
Albrecht soltó una risita, contento de ver a Mari sana y salva.
—Sí, aquí estoy, Mari. El tráfico estaba fatal. ¿Qué ha pasado en este sitio?
—¡Mari! —gritó Evan. Echó a correr hacia ella y la abrazó. Mari lo apretó con fuerza. Sus ropas invernales estaban cubiertas de sangre y en algunas partes estaban hechas jirones. Solo unas pocas de las manchas parecían ser de su propia sangre; una herida en el muslo tenía mala pinta y todavía relucía alrededor de la profunda marca de unas zarpas, pero no parecía molestarla.
Un grupo de figuras se movió hacia ellos a través de la nieve, rodeando cuidadosamente los cuerpos. Mari les hizo un gesto con la cabeza mientras se acercaban. Albrecht pudo ver ahora los rostros de algunos de los miembros de la manada del Río de Plata, todos menos Carlita y Ojo-de-Tormenta. Entre ellos había unos Garou a quienes no conocía; sin duda algunos eran Wendigo y otros eran unos jóvenes Garou de diversas tribus.
—Todo el mundo se volvió completamente loco —dijo Mari—. La manada del Río de Plata y yo llegamos a tiempo de verlos desmadrados. Algunos de ellos habían resultado heridos por unas flechas que llegaban de no se sabe dónde. Flechas que reconocí. —Mari le dio unas palmaditas a Evan en la espalda y le soltó—. Cuando empezaron a desaparecer en la Umbra, supe que estaba pasando algo más importante que un simple grupo de enfurecidos. Miré en la Umbra y vi a Evan disparar como loco sus flechas, apuntando a la nada.
—A la nada no —dijo Evan, aturdido—. A la Astilla-de-Corazón.
Mari sonrió.
—Ya me imaginaba que estaba pasando algo que yo no entendía. Todo lo que sabía era que mi compañero de manada estaba en apuros. Empecé a cruzar, pero me di cuenta de que una horda de Wendigo de mirada salvaje estaba a punto de hacer lo mismo. No podía detener a aquellos chicos, pero podía detener a los demás. La manada del Río de Plata y yo atacábamos y huíamos; cada vez que alguien intentaba cruzar, le golpeábamos. Se cabrearon tanto que enseguida se olvidaron de todo menos de nosotros.
Evan miró a la manada, con una tensión creciente en la voz.
—¿Dónde están Gran Hermana y Ojo-de-Tormenta?
—Están vivas —contestó John Hijo-del-Viento-Norte. Tenía una marca de una mordedura grande en el costado y numerosas marcas de zarpas en los brazos—. Pero por los pelos. Todos nos llevamos nuestras heridas mientras intentábamos evitar que cruzasen.
—Lo hicisteis condenadamente bien, chicos —dijo Albrecht—. ¿Pero por qué el frenesí no os afectó también a vosotros? Todos los demás que estaban en el campamento sucumbieron.
Mari dejó caer la cabeza. La manada del Río de Plata hizo lo mismo.
—Estábamos ungidos contra él —dijo Mari, con la voz rota, como si estuviera conteniendo la pena—. Yo… os hablaré de ello más tarde. Primero debemos atender a los supervivientes. La mayoría de estos chicos solo están heridos.