Altaír observó el agujero negro, intentando ver dentro de su profundidad informe. Había visto el brillo de algo, un destello, como la luz de una estrella blanca. Luego desapareció. Cuando el agujero en el espacio avanzó, creyó volver a verlo. Esta vez, sin embargo, parecía tener forma, una serpiente larga y sinuosa dentro del corazón del Wyrm. Una serpiente con la cabeza y la melena de un león. Luego desapareció, tragada por la negrura.
Altaír miró a sus compañeros. Estaban observando el cielo con expresión consternada.
—¿Habéis visto algo dentro del Wyrm?
Canopo le miró, con las cejas arqueadas.
—No. Le vi retorcerse de dolor, pero luego se recuperó y siguió avanzando.
—Es extraño —dijo Altaír.
El dragón se acercó a una inmensa telaraña, hilada a lo largo de la bóveda del cielo, que separaba la Umbra Cercana de la Profunda. Unos seres diminutos se movían por las redes; eran Arañas del Patrón que se preparaban para la carga del dragón reforzando la red contra él.
El dragón golpeó los hilos con todas sus fuerzas. La red se dobló hacia dentro pero se negó a romperse. Las arañas tejieron con furia nuevos hilos, intentando atrapar al dragón antes de que se pudiese retirar. No se retiró. En vez de ello, siguió impulsándose hacia delante, estirando cada vez más la red. Las arañas interrumpieron su tarea y trataron frenéticamente de reforzar la red, pero los hilos empezaron a romperse, uno a uno. El dragón avanzó, lenta e inexorablemente.
Luego la red explotó, esparciendo arañas en todas direcciones. El dragón salió despedido como un cohete y entró en la Umbra Cercana. Un trueno enorme y demoledor le acompañó.
Altaír dejó caer la cabeza con pesar.
En la ciudad de Nueva York, Kleon Winston, jefe del túmulo de los Caminantes del Cristal de la ciudad, frunció el ceño y se quedó mirando fijamente la pantalla de su ordenador. Se había quedado en blanco. Miró hacia Diodo.
—¿Qué cojones…? —dijo—. Me acabo de quedar sin corriente.
Diodo frunció el ceño, mirando a la pantalla de su propio ordenador.
—Yo también. Esto es raro. No pensaba que la Red del Patrón pudiese sufrir un colapso del sistema…
Las ventanas de su oficina, situada en la planta cincuenta, estallaron y enviaron cristales en todas direcciones. Kleon y Diodo se tiraron al suelo, y gruñeron al sentir que los fragmentos se les clavaban en la piel. Ambos cambiaron a la forma de batalla y se levantaron listos para la acción. Nada se movió.
Kleon se arrastró hasta la ventana y miró afuera. Abajo había habido un accidente de tráfico en cadena; varios coches habían chocado unos con otros.
Diodo levantó un trozo de cristal.
—Mierda. Algo ha matado a todas las Arañas del Patrón que teníamos en el túmulo.
—Eso es imposible —dijo Kleon—. Son demasiadas. Quizás hayan acabado con sus guardianes fetiche.
Diodo negó con la cabeza.
—De ninguna manera. Algo las ha matado. Mira afuera.
Kleon volvió a mirar por la ventana mientras crecía el ruido de las bocinas. Bajó la vista hacia el desastre del tráfico. Todas las luces y los semáforos se habían apagado. Los carteles de neón que había encima de los edificios por toda la calle no tenían corriente.
—Algo está jodiendo toda la red —dijo él—. Primero los Danzantes de la Espiral Negra y las pesadillas del lodo en las cloacas; ahora esto. ¿Qué está pasando?
Diodo meneó la cabeza.
—Tengo un mal presentimiento con todo esto, jefe.
El teléfono móvil de Kleon sonó. Contestó.
—Sí. ¿Sí? Mierda. De acuerdo, da la alarma. Abandonamos el barco. —Colgó el teléfono y miró a Diodo—. Todo el mundo se ha largado. Parece como si Nueva York hubiera sufrido una avería en masa.
Diodo le miró fijamente, con la boca abierta.
—¿Avería? ¿Adónde vamos?
—Vamos a aceptar la oferta del rey Albrecht, como teníamos que haber hecho antes. Nos unimos al grupo de guerra. Vamos, tenemos unos cincuenta tramos de escalera para llegar hasta abajo.
—¡Mierda! Es verdad. Los ascensores no funcionarán. ¿Cómo vamos a llegar a Central Park con todo ese tráfico?
—El atajo subterráneo —dijo Kleon, mientras abría la puerta y le hacía un gesto a Diodo para que pasara ella primero.
—Odio las cloacas —dijo Diodo al tiempo que cruzaba la puerta.
—¡He dicho que metas el culo por esa puerta! —dijo Madre Larissa, agitando su bastón amenazadoramente hacia Fengy.
Fengy lloriqueó y se encogió, levantando las patas. Estaba al borde de un puente de luna abierto. El último Roehuesos ya había cruzado, seguido de los Caminantes del Cristal de Kleon Winston.
—Madre —dijo Fengy—. No voy a dejarla aquí sola.
—¡Y una mierda que no! —Madre lo golpeó con el bastón en los hombros—. Puedo cuidarme sólita. ¡Lo he estado haciendo desde mucho antes de que nacieras! ¡Y ahora vete! La ciudad es demasiado peligrosa incluso para los de nuestra especie. Albrecht te necesita.
Fengy gimió otra vez y vaciló. Larissa echó hacia atrás el bastón y lo golpeó con todas sus fuerzas. Él cerró los ojos y se metió precipitadamente en el puente de luna. La puerta se cerró tras él, dejando a Larissa sola en el parque. Incluso los humanos habían huido; todo el mundo estaba intentando volver a casa. Los servicios municipales no funcionaban y no había electricidad ni radio.
Larissa suspiró y se sentó. En los tiempos modernos la gente no sabía cómo vivir sin esas cosas. Era triste.
Oyó el canto de un pájaro, sonrió y levantó la vista hacia las hojas.
—Me alegra que todavía quede alguien aquí conmigo. No sé cómo va a acabar esto, pero definitivamente va a acabar. Sería bonito poder ayudar, pero una vieja como yo no puede contar con ese tipo de cosas. Al menos lo veré desde aquí, ¡desde mi propia casa!
El pájaro volvió a cantar.
—¿Qué? ¿Qué por qué mandé a todo el mundo lejos de casa? Oh, no deberían resistir aquí. Todos los demás están en el norte, con el rey Albrecht. Si hay alguna oportunidad de sobrevivir a esto, es con él. Tú y yo… bueno, nadie va a prestar atención a una gente de poca monta como nosotros. Esperaremos aquí. Veremos qué pasa.
Madre Larissa se echó hacia atrás y se apoyó contra un árbol. Nunca antes había visto Central Park tan silencioso. A lo lejos, incluso el ruido de las bocinas de los coches se había detenido. Allí fuera había follón, pero donde ella estaba, la paz era total. Suspiró y tarareó una vieja melodía de los años treinta.
En el túmulo de los Finger Lakes, Alani Astarte veía cómo se marchaba la última manada y desaparecía en el puente de luna. Cuando la luz plateada se apagó, meneó la cabeza y suspiró.
Río-de-Perla le puso una mano en el hombro.
—Solo quedamos nosotras, Alani.
—Solo nosotras —repitió ella. Desvió la mirada hacia el bosque y el lago cubierto de niebla—. No puedo dejarlo. Demasiada belleza. Alguien tiene que verlo hasta que termine. La belleza tiene que significar algo en todo esto. De lo contrario, ¿para qué sirve?
Río-de-Perla sonrió.
—Yo no soy una guerrera. No valdría de mucho en el norte. Siento que mi corazón pertenece a este sitio.
—Y yo soy demasiado vieja para luchar —dijo Alani—. Así que aquí estamos. Tenemos todo el lago para nosotras solas.
Las dos mujeres se sentaron a la orilla del lago y esperaron en silencio.
Altaír se quedó mirando mientras el agujero negro absorbía a Nerigal y su planeta, Marte. Sabía que, con los reflejos espirituales de los planetas destruidos, los cataclismos aparecerían enseguida en el mundo material. El ojo de Júpiter probablemente vomitaría materia volcánica, quitándose de encima las órbitas de sus satélites. Desde ese momento, todo iría cuesta abajo.
El Wyrm se dirigió a toda prisa hacia la tierra, apuntando a la Luna. Altaír se estremeció. Con la Luna devorada, todos los poderes se irían con ella y eso incluía el camino de luna en el que estaban el y sus compañeros de clan.
Se volvió a mirar a sus compañeros.
—Ya hemos mirado demasiado tiempo. Me temo que nuestra muerte caerá sobre nosotros pronto.
Hermana-Luna se secó una lágrima.
—Os quiero a todos muchísimo.
Canopo aulló y los otros se unieron a él. Un canto fúnebre de despedida. Antes de acabarlo, Canopo lo rompió, mientras miraba fijamente el espacio, con los ojos abiertos como platos y la boca abierta. Los demás siguieron la dirección de su mirada.
La Luna había desaparecido, pero no devorada. El dragón trazó un círculo en el aire, buscando su presa plateada, bramando de enfado. No había ninguna señal de la esfera blanca.
Altaír sonrió, contento.
—Nos ha dado un poco de tiempo. Ahora debemos marcharnos.
El resplandor bajo sus pies se atenuó. El camino de luna se estaba averiando.
Altaír empezó a caminar y condujo a su grupo de vuelta a la torre.
—Vamos. Puede que nos quede tiempo para abrir un último puente de luna antes de que todos fallen.
—No lo entiendo —dijo Canopo, mientras caminaba detrás de Altaír pero seguía mirando el cielo, en busca de la Luna—. ¿Adónde ha ido Luna?
—Se ha despojado de su piel —contestó Altaír—. Se ha transformado en la luna invisible, la «no-luna».
Canopo parpadeó, perplejo.
—¿Puede hacer eso? ¿Pasar de llena a nueva sin menguar antes?
—Solo a costa de mucho poder y de sus siervos —dijo Altaír—. Muchas Lunas se habrán disipado ya. Debemos darnos prisa.
Hermana-Luna sonrió.
—En el mundo material, una luna nueva significa que Gaia bloquea la luz del sol. Pero aquí, en la Umbra, se convierte en intangible e invisible, la Guardiana de los Secretos. ¡Y ni siquiera el Wyrm puede encontrarla!
Se rió.
—¿Adónde vamos, Altaír? —preguntó Canopo—. ¿Qué sitio queda al que podamos ir?
—Vamos a unirnos al ejército del rey Albrecht —dijo Altaír—. Ahora, Canopo, es el momento en el que la lucha se hace con los puños.
Un aullido retumbó por el valle. Albrecht ladeó la cabeza y escuchó.
—Los exploradores están informando —dijo a Mari y a Evan. Estaban sentados alrededor de una pequeña hoguera bajo una roca que sobresalía en la mañana fresca y oscura—. Vienen un montón de Garou.
Más aullidos bajaron desde los picos de los muros del valle, donde estaban posicionados los exploradores, vigilando en todas direcciones.
—Han llegado los refuerzos —dijo Albrecht con una sonrisa. Se levantó y se ató el klaive a la espalda—. Suena a que hay muchísimos más de los que me esperaba.
Mari y Evan se levantaron. Mari se subió la cremallera de su abrigo de invierno.
—¿Vienen del clan del Lobo Invernal?
Albrecht asintió.
—Es el puente de luna más cercano.
Albrecht salió al valle. Los Garou estaban colocados alrededor de pequeñas hogueras por toda la zona. Mari y Evan lo seguían de cerca.
Los guardias del rey estaban reunidos al lado del pasillo que salía del valle. Eric Honnunger acudió a reunirse con Albrecht.
—Señor —dijo—. No le aconsejo que salga del valle. Cualquier enemigo podría aprovechar ese momento para atacar.
Albrecht frunció el ceño.
—¿Los exploradores han visto alguna actividad aquí o en la Umbra?
Eric negó con la cabeza.
—No, señor. Pero eso no significa que sea completamente seguro. Le recomiendo que mande a un pequeño grupo para recibir a los refuerzos. El grupo podrá averiguar si son de los nuestros.
—¿Crees que podría ser una trampa? —preguntó Albrecht escépticamente—. ¿El enemigo disfrazado de un ejército de nuestra propia gente? Eso es ir un poco lejos.
—Así está la situación entera, Albrecht —dijo Mari—. Estoy de acuerdo con tu lugarteniente. No deberías salir del valle. Una vez que nos aseguremos de que todo está bien, haremos pasar a los refuerzos.
Albrecht miró a Mari con una ceja levantada.
—¿Con ese «nosotros» debo entender que tú tienes la intención de salir? ¿Tú puedes y yo no? No soy un inválido, Mari.
—Madura, Albrecht —respondió ella—. Aquí eres el jefe. Delega. No puedes encargarte tú solo de todas las tareas.
Albrecht se mordió el labio.
—De acuerdo, de acuerdo. Sal ahí y asegúrate de que esos chicos están autorizados. Dejé a Thomas Abbot al mando; él debería dirigir al grupo. Eric, ve con ella y llévate a diez guerreros. Coge a algunos lunas-nuevas, medias-lunas y lunas-crecientes, también. Si hay trampa, la arrancarán de raíz.
Eric asintió y fue a escoger a sus hombres. Mari sonrió y le siguió. Evan siguió a Mari, pero Albrecht estiró la mano y lo cogió por el cuello.
—Ah, no —dijo Albrecht—. Tú no. Todavía estás recuperándote del agujero que te abriste en el pecho. Hoy te quedas pegado a mí, chaval.
Evan lo miró, contrariado, pero no se opuso. Se encogió de hombros y cruzó los brazos, a la espera de que Albrecht le dijese lo que tenía que hacer. Albrecht sonrió y caminó hacia el centro del valle, donde habían erigido una especie de centro de mando. Consistía en un trozo de suelo que habían limpiado a fondo y donde habían podido dibujar unos diagramas en la arena. Habían hecho un esbozo del valle, junto con varios puntos de referencia tácticos.
Evan lo miró pero no entendió todas las señales.
—Eh, ¿qué significa eso? —Señaló unos pictogramas dibujados cerca de los megalitos.
Albrecht miró el mapa.
—Theurge. Están escondidos detrás de las rocas. Pueden utilizar sus poderes y curar a los heridos. No quiero que se metan en la refriega a menos que no consigamos mantener las filas. Si el enemigo consigue llegar hasta esta parte del valle, se va a producir un gran tumulto.
—¿Entonces cuál es el plan de batalla?
Albrecht se sentó en una piedra grande que habían limpiado y cubierto con una piel.
—Informaré a todo el mundo en cuanto llegue Abbot. No tiene sentido volver a repetirme. —Hizo un gesto hacia un espacio que estaba a su lado—. Este es tu sitio para la conferencia.
Evan puso los ojos en blanco.
—Eso no es políticamente correcto, Albrecht. Muchos compañeros míos de tribu están justificadamente sensibilizados contra el mal uso de su lengua y su cultura. —De todas maneras se sentó, sonriendo, contento de estar al lado del rey durante una reunión importante.
Albrecht levantó las manos, como diciendo «Oh, señor, ¿por qué a mí?».