Zhyzhak frunció el ceño y gruñó, al tiempo que acercaba las mandíbulas a la garganta del hombre.
—¿Quién cojones eres tú? —gritó.
—Soy el Príncipe de Enigmas, el Maestro del Octavo Círculo. Puedo ser tu enemigo… o tu aliado. Debes escoger.
—¿Esto es algún tipo de trampa? —preguntó Zhyzhak.
Él se rió, pero no dijo nada más.
Zhyzhak se levantó, soltó al hombre y se alejó, mirando a través de su monóculo para regresar a su camino.
—Espera —dijo el hombre mientras se levantaba y se limpiaba el polvo de su traje eduardiano de color negro—. He venido a aconsejarte.
Zhyzhak se detuvo y se giró para mirarlo, con los ojos entornados cargados de suspicacia.
—Lo creas o no —continuó el hombre al tiempo que se acercaba con una mano extendida hacia ella— quiero que triunfes. Has llegado hasta aquí. Tal vez seas la persona que llevamos esperando tanto tiempo. La salvadora.
Zhyzhak escupió.
—¡Mentiroso!
—En realidad, no. Te digo la verdad. Deseo ayudarte a superar la prueba de este círculo para que puedas continuar.
—¡Ja! ¡Tú eres el Maestro de este círculo! ¿Por qué entonces no me dejas pasar, simplemente?
Él se encogió de hombros.
—Yo no hago las reglas. Estoy tan atrapado por mi papel como tú lo estás por tu deseo, tu necesidad de tener poder.
Zhyzhak se estiró y le arañó, abriéndole un verdugón sangriento que manchó su cuello inmaculadamente blanco. El hombre ni siquiera pestañeó.
—Puedo enseñarte el obstáculo, el ser que se interpone en tu camino. —Hizo un gesto a la derecha, fuera del camino, hacia un agujero brillante en el espacio, una abertura como la ventana anterior que daba al desierto de la tierra de Zhyzhak.
Ella miró por la ventana y vio una caverna. Un grupo de criaturas, espíritus naturales retorcidos, de distintas clases, rodeaba a un Garou de pelaje blanco, que yacía en el suelo. Nada se movía. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si estuviera mirando un cuadro, pero uno con unos detalles increíblemente realistas. Contuvo la respiración cuando vio la sencilla banda de plata que rodeaba la frente del Garou de pelaje blanco.
—¡Albrecht! —gritó, dando un paso adelante. Luego se detuvo y miró al hombre con suspicacia—. ¡Es una trampa! —Levantó el brazo, lista para descargar el látigo sobre él.
El hombre levantó las palmas de las manos, como si quisiera mostrar que no llevaba ningún arma.
—No es ninguna trampa. Es él, el rey de los gaianos, tu enemigo mortal.
—¿Por qué no se mueve?
—Lo que estás viendo es un instante en el tiempo, un momento de elección, que es lo que te ofrezco a cambio de una promesa.
—¿Una promesa? ¿Qué cojones quieres, gilipollas? ¡Suéltalo!
—Quiero que mates a Albrecht. A cambio, te llevaré directamente al Noveno Círculo.
Zhyzhak miró fijamente al rey caído, que aparecía furioso pero vencido. Si no hacía nada, las criaturas lo tragarían y tal vez resultara herido o muerto. Esto último le produjo una punzada de envidia en el corazón; ella se merecía ser quien le diera muerte y no un puñado de bestias estúpidas. Agarró al hombre por el cuello y lo zarandeó.
—¡Morirá de todas maneras!
El hombre chasqueó la lengua.
—¿De verdad lo crees? Él les hará trizas. No está solo. Tiene una guardia de élite preparada para saltar. Necesito que le mates antes de que su guardia pueda llegar hasta las criaturas.
Zhyzhak volvió a mirar al momento congelado en el tiempo. Era tentador. Miró a la Estrella Roja y luego al camino bajo sus pies. Echó hacia atrás la cabeza y rió. Luego caminó lentamente alrededor de la ventana, con la imagen del apuro de Albrecht y arrastró el borde del camino con el pie, obligándolo a reordenarse. Se resistió, pero a esas alturas, ya le había sometido lo suficiente para que claudicase. Zhyzhak podía forjar su dirección a su antojo, incluso podía enderezarlo y hacer desaparecer sus retorcidas espirales si así lo deseaba. Se preguntó por un momento qué ocurriría si lo hacía, pero decidió que ese no era un momento para experimentos, no con su odiado enemigo tan cerca, tan cerca de sus garras.
El hombre parecía intranquilo, claramente acobardado por la capacidad de Zhyzhak de recrear el camino del Laberinto, un artefacto sagrado y misterioso de la prehistoria. A ella ya le daba lo mismo si decía la verdad o no. Su poder sobre el camino era suficiente.
Una vez que colocó la senda bajo la ventana, se dispuso delante de ella y luego saltó, gritando de rabia.
Antes de que la horda de larvas pudiese alcanzar a Albrecht, un grito terrorífico sacudió el aire, tan alto que el rey entornó los ojos y se tapó los oídos.
De repente, una nueva silueta surgió delante de él, un Danzante de la Espiral Negra enorme y vestido de negro. Antes de que pudiese reaccionar, un dolor desgarrador le explotó en el pecho, hombros y hocico, todo a la vez, seguido de un fuerte chasquido. Luego vio cómo el látigo se iba hacia atrás, listo para volver a azotar y se dio cuenta de lo que le había golpeado.
Supo la identidad de su nuevo enemigo en cuanto oyó el chasquido del látigo. Solo su grito era ya inconfundible. Zhyzhak.
Albrecht saltó a un lado, esquivó el latigazo por milímetros, chocó contra una de las criaturas que se le acercaban, otro tejón y le golpeó las patas desde abajo. Siguió rodando, intentando alejarse todo lo posible del látigo.
El tejón caído, que era tan grande como un lobo y echaba espuma por la boca, estaba tirado entre la zorra loca y él y le proporcionó el tiempo que necesitaba. Se concentró, impidió que sus sentidos se distrajeran y recurrió a un secreto que le habían concedido un espíritu Luna; convocó el poder sagrado de la mismísima luna. Su pelaje empezó a adquirir un brillo metálico y sintió que sus músculos se fortalecían a medida que cambiaban de carne a plata. Se puso en pie, con el cuerpo completamente fraguado, una cosa de metal de luna.
Zhyzhak saltó sobre el tejón caído, lista para clavar sus garras en el estómago de Albrecht, cuando se dio cuenta del cambio. Le sorprendió lo suficiente para que Albrecht pudiese echarle el brazo a un lado y arrastrarle sus propias garras por la piel.
Ella siseó y dio un salto hacia atrás, con la herida hirviendo a causa del contacto con la plata y la agonía evidenciándose en su rostro. Albrecht avanzó para volver a golpear, pero Zhyzhak estiró la mano hacia delante y arrojó una bola caliente de fuego verde hacia él, una bola que conjuró en un momento gracias a sus propios dones.
No pudo apartarse a tiempo. La bola chocó contra su hombro y rebotó, lanzando chispas. Gruñó del susto, pero no sintió ninguna quemadura; la plata lo protegía.
Zhyzhak dio marcha atrás intentando ganar terreno para poder utilizar su látigo y mantenerlo acorralado, pero no reparó en el guerrero Colmillo Plateado que tenía detrás. El soldado derribó a una de las hormigas gigantes y le clavó a Zhyzhak su lanza. Le rozó la espalda y provocó que ella diera un salto hacia delante por la sorpresa; al mismo tiempo que saltaba, echó su zarpa hacia atrás. Su ataque arañó el hocico del guerrero, que chilló de dolor.
Albrecht no dudó en aprovecharse del desequilibrio de Zhyzhak. Saltó hacia delante y la agarró, poniendo los brazos alrededor de su torso. Era grande para ser un Garou, pero ella era más grande todavía. Una vez más, hizo uso de sus dones espirituales. El pelaje plateado de su pecho ardió en llamas, inflamadas por el poder solar de Helios.
Zhyzhak gritó, más de rabia que de dolor y su corpiño de cuero se quemó allí donde el pelaje en llamas lo había rozado. Se inclinó hacia delante y le plantó las mandíbulas en la oreja, con una fuerza imponente, contra la que Albrecht no podía competir. El toque de su oreja de plata era una agonía, pero dio un tirón con las mandíbulas y se la arrancó.
Albrecht cayó hacia atrás, momentáneamente aturdido a causa del dolor. Zhyzhak lo agarró con fuerza y echó hacia atrás su mano libre para cortarle el cuello. Entonces se detuvo. Miró hacia algo que estaba por encima del hombro de Albrecht y su cara lobuna se deformó con más furia y odio, algo que Albrecht no pensaba que pudiera ser posible.
Cambió su puñalada por un golpe de refilón, empujó a Albrecht a un lado y dio un salto adelante hacia la ventana de espíritu efímero que ahora Albrecht podía ver flotando en el aire fétido de aquella cloaca. Un reino envuelto en nieblas estaba escondido al otro lado, pero la ventana se estaba cerrando rápidamente.
Zhyzhak se dio la vuelta, gruñendo, mientras Albrecht se levantaba y pestañeaba mirando hacia la ventana, asombrado por aquella aparición y por la repentina huida de Zhyzhak.
—¡Eres mío, Albrecht! —gritó ella—. ¡Volveré a por ti, con los ejércitos de Malfeas!
Antes de que el rey pudiese pronunciar una respuesta o darle caza, la ventana se cerró.
Zhyzhak se dio media vuelta y corrió hacia el hombre atractivo. Al mirar por encima del hombro de Albrecht en el mismo momento en que estaba a punto de acabar con él, había comprendido la jugarreta del hombre. Había mirado por la ventana por la que había llegado y había visto la oscuridad envuelta en tinieblas, iluminada solo por el tenue brillo del camino… el camino que se estaba arrastrando lentamente, alejándose de la ventana, reafirmando su propia dirección. El atractivo hombre, la Pesadilla de Enigmas, había sonreído, satisfecho consigo mismo. Él se había dado cuenta de que el camino se resistiría a la voluntad de Zhyzhak una vez que ella dejase de concentrarse en el tema; encargarse del rey Albrecht, su peor enemigo, era exactamente la manera de distraerla. Ahora el hombre pagaría por ello.
Pero la Pesadilla de Enigmas esquivó alegremente el ataque de Zhyzhak y su forma se desvaneció en la nada. Se limitó a reírse y encogerse de hombros y un momento después había desaparecido.
Zhyzhak golpeó el suelo con furia, pero luego se tumbó despatarrada sobre él, mientras recuperaba el aliento. Le dolía el estómago y todavía sangraba; la herida se negaba a cicatrizar. La lengua también le dolía, quemada por la plata. Apretó los dientes y se levantó, dándose una patada mentalmente a sí misma. Había sido una tonta, había subestimado las jugarretas que los guardias de los círculos le harían para apartarla de su meta. Lo recordaría y sería más cauta en el siguiente círculo. El último círculo. El peor de todos ellos.
Cambió a la forma de lobo horrendo y avanzó corriendo, dando grandes zancadas, a cuatro patas; así le dolían menos las tripas. Recordaría esta herida y a quien se la había infligido. En cuanto la victoria fuese suya, cumpliría su promesa e iría a por Albrecht, acompañada por la furia del mismísimo Wyrm.
Los guerreros de Albrecht terminaron de matar al último de los espíritus de la naturaleza corruptos. Habían perdido a tres de sus hombres en el cuerpo a cuerpo. Ahora solamente eran ocho.
Los murciélagos, al ver caer a la última criatura, habían regresado volando al pasadizo por el que habían llegado.
Albrecht se apretó lo que le quedaba de oreja, que por fin había dejado de sangrar y se quedó mirando fijamente al punto donde había estado la ventana, examinándolo desde todos los ángulos. Dienteduro también examinó el espacio que ahora aparecía vacío.
—Se ha ido, señor —dijo Dienteduro—. No hay señal de que haya existido alguna vez. No tengo ni idea de hacia donde conducía.
—Era raro. Brumoso, oscuro. Había un camino serpenteante, de color verdoso, que brillaba como fuego diabólico. Pude ver que a lo lejos serpenteaba. Durante un momento, la vista de su camino enmarañado me dio vértigo, me mareó.
Dienteduro arqueó las cejas.
—No puede ser… —frunció el ceño al tiempo que meneaba la cabeza. Miró a Albrecht y pareció darse cuenta por primera vez de su oreja hecha trizas—. ¡Señor! ¡Su oreja! Déjeme que se la cure. —Dio un paso adelante y colocó sus manos alrededor de la herida de Albrecht.
—Mike Tyson no le llega a la suela del zapato a esa zorra —murmuró Albrecht, bajando la mirada mientras el chamán utilizaba sus poderes espirituales para curar la oreja.
Dienteduro dio un paso atrás, con una expresión preocupada en el rostro.
—Ya no sangrará más. Pero no he podido volver a recomponerla.
—Está asquerosa, estoy seguro —dijo Albrecht—. Otra cicatriz que añadir a la colección. —Entornó los ojos, mirando a algo que estaba en el suelo—. ¿Qué es eso?
Un rollo diminuto, del tamaño del nudillo de un dedo, descansaba en la tierra encima de la pisada de Albrecht.
Dienteduro se agachó para examinarlo.
—Es extraño. No parece que pertenezca a este sitio. Lo tiraron después de su pelea, porque está en una de sus pisadas.
—Ten cuidado. Podría ser una trampa.
Dienteduro lo olisqueó sin tocarlo.
—No huele al Wyrm. Si acaso… huele como a azafrán. El tipo de aroma que uno huele en un templo. —Levantó la vista a Albrecht—. Con su permiso…
—Espera —dijo Albrecht y silbó. Los demás se congregaron a su alrededor, con las armas preparadas—. De acuerdo. Ya puedes examinarlo.
El chamán levantó el pergamino y lo desenrolló con las garras. Mientras lo hacía, el rollo aumentó de tamaño y se hizo tan ancho y grande como un periódico, dejando al descubierto unos pictogramas Garou pintados. Los ojos de Dienteduro se abrieron de par en par al leerlo.
—No… no puedo creerlo.
—Ya he tenido suficiente suspense por hoy… —dijo Albrecht.
—Por supuesto, señor. El pergamino es un
talen
de un mensajero. Afirma ser de Antonine Lágrima, el jefe de los Contemplaestrellas.
—¡¿Antonine?! ¿Dónde está?
—Dice: «Estoy siguiendo los pasos de Zhyzhak por el Laberinto de la Espiral Negra».
Al escuchar aquello, varios Garou silbaron y gruñeron. Albrecht levantó la mano, mandándolos callar.
—«Si Zhyzhak tiene éxito, Gaia está condenada. Debo asegurarme de que no lo consiga. Te lo suplico: regresa con tus compañeros de manada. Reza porque Gaia lo resista».
Albrecht cogió el pergamino y lo leyó él mismo.
—¿Ya está? ¿Hay algo más?
—No, señor. Fue escrito a toda prisa por un espíritu a las órdenes de Lágrima.
—Si Antonine recorre el Laberinto —dijo Eric Honnunger— está condenado. Si sucumbe al Wyrm, tendrán un jefe poderoso que utilizar contra nosotros. Es un tonto.
—Ya sabía yo que no se podía confiar en los Contemplaestrellas —dijo Llamadorada.