La última batalla (15 page)

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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

Ella señaló el sucio camino de entrada, hacia donde estaba aparcado el coche.

—Por ahí. Hacia el prado. Pasaremos por ahí.

Martin salió corriendo hacia el bosque y Loba le siguió, caminando a paso firme. Liza y Corazónfuerte la vieron marcharse.

Cuando llegó al prado, Martin estaba dando vueltas en círculo. Lo que los Hijos de Gaia habían dicho sobre el exceso de energía del muchacho era cierto.

—De acuerdo —dijo Loba—. Quédate quieto. Cógeme de la mano. Vamos a pasar.

Martin se acercó a ella y le cogió la mano y por una vez consiguió quedarse quieto. Loba estiró su espíritu y ambos pasaron la Cortina de Terciopelo entre los mundos, que los condujo al reflejo en la Penumbra del prado terrenal en el que habían estado. Aquí, en el mundo espiritual, parecía aún más hermoso, con las pequeñas flores silvestres en todo su esplendor.

—¡Sí! —gritó Martin y empezó a cambiar de forma. Se hizo más alto y peludo y se estiró hacia arriba hasta que su cuerpo de lobo se elevó por encima de Loba. Su forma de nacimiento.

Loba se preguntó una vez más cómo un metis, hijo de un incesto entre dos Garou, había nacido sin ninguna deformidad. Todos los metis tenían minusvalías de una u otra forma ya fueran los cuernos de carnero de Grita Caos o los pies torcidos de las crías de luna. Pero Martin no. Él no tenía ninguna minusvalía. De hecho, su forma nativa era un ejemplo magnífico de lo que debía ser un guerrero Garou. La incongruencia le daba escalofríos cuando pensaba en ella y también sabía por qué temían los otros al chico, por qué se habían formulado tantas profecías malignas sobre él, por que lo llamaban burlonamente el «Metis Perfecto». Pero Loba también sabía que lo desconocido no era necesariamente malo y que el Wyrm nunca podría producir una belleza como la que ella veía en el muchacho. Su propósito no era seguramente para el mal, sino para mayor bien de Gaia. Era una señal de victoria, no de derrota.

Loba señaló hacia el oeste, hacia una espesa maraña de arbustos, tras la cual apenas se veía el débil brillo de una senda de luna.

—Allí es a donde vamos.

Martin echó a correr hacia la senda y Loba trotó por detrás de él. Él todavía tenía energías, pero daba la impresión de haberla canalizado un poco ahora que estaba en su forma de nacimiento. Probablemente agotaría las fuerzas de Loba, pero ella había afrontado retos mayores que llevar a un niño metis a un reino lejano.

—Afloja el paso, Martin —dijo ella—. Tenemos que recorrer un largo camino. Tenemos que controlar el ritmo. No debemos estar demasiado cansados cuando lleguemos, para poder oír la canción de las estrellas.

Martin se obligó a caminar más despacio y sonrió a Loba. Parecía realmente feliz y Loba deseó que pudieran estar así todo el camino. Levantó la vista hacia el cielo y sintió que una sombra pasaba por su corazón al observar un brillo rojo en el horizonte, que duró solo un momento y luego desapareció.

Rezó denodadamente para haberse confundido, para no haber visto realmente el parpadeo de la Estrella Roja mientras daba sus primeros pasos en el camino del cielo nocturno.

Capítulo ocho:
Guiados por una estrella

La Estrella Polar brillaba con fuerza en el cielo nocturno sobre las montañas del occidente de China. El enorme desarrollo industrial que experimentaba la nación aún no había llegado a estos picos; no había ninguna luz artificial que pudiera competir con los soles lejanos. Parecía que mil estrellas brillaban en aquella extensión ilimitada, un panorama negado a la mayoría de los habitantes de la ciudad.

Antonine Lágrima elevó una oración de gratitud a Gaia por su generosidad, aún manifiesta allí en el Monasterio de la Resolución Más Pura, donde había aprendido por primera vez a aprovechar sus poderes como Contemplaestrellas, la tribu Garou de místicos. Allí había dominado su rabia y disciplinado su cuerpo y su mente y allí había conocido los secretos de las estrellas de manos del tótem de su túmulo, Vegarda, la Estrella Polar. Los movimientos de las estrellas revelaban destinos y había llegado a aprender un poco de su lenguaje oracular.

Estaba de pie en la plaza del templo, en el pico más alto de la montaña, apoyado sobre una pierna; su otro pie descansaba contra su rodilla y tenía las manos unidas en un
mudra
de recuerdo, un gesto sagrado de las manos que podía, con los
mantras
apropiados, liberar recuerdos lejanos de su infancia.

Había pasado la última semana en una meditación silenciosa, honrando el recuerdo del abad jefe del templo, que acababa de pasar al reino del sueño eterno, despojándose de su forma mortal, transitoria. Antonine meditó una vez más acerca del don de cambiar de forma, cómo convertía en material y real algo que para un humano era abstracto e ideal. Todas las formas eran transitorias, cambiaban en el tiempo. La de un hombre-lobo era simplemente más evidente. Una maravillosa herramienta de enseñanza que muy pocos Garou utilizaban.

Abrió levemente los ojos y miró al nuevo abad mientras ejecutaba sus meditaciones marciales, caminando en círculos, siguiendo un modelo antiguo, espiral, que llevaba escrito en la mente. Era el
bagua
secreto escrito en el estómago de la Gran Tortuga. Hacía siglos, la Tortuga le había revelado los sesenta y cuatro hexagramas del
I-Ching
al Emperador Amarillo de China, que las había visto escritas en la espalda de la Tortuga. No había visto los símbolos adicionales escritos en el estómago; solo los Contemplaestrellas conocían esos glifos. El nuevo abad, Persimmon Nube, los bailaba ahora en su forma de artes marciales internas.

Antonine había viajado desde las Montañas Catskill de Nueva York para visitar el viejo templo, para rendir homenaje a su difunto abad. Agradecía la distancia que ponía entre él y el mundo y todos los proyectos y deberes que tenía allí. Como jefe, tenía obligaciones con la nación Garou. A diferencia del resto de su tribu, él todavía se comprometía a ayudar a las otras tribus y se negaba a abandonarlas. Con las ceremonias de la semana anterior, se había cerrado la fortaleza, e incluso se impidió que los espíritus interrumpiesen los rituales. Ahora, mientras el abad bailaba, abrió cuidadosamente las salas una vez más y dejó al descubierto el templo al mundo físico y al espiritual.

El largo hábito de seda de Persimmon Nube flotaba como si lo llevara el viento. El fénix amarillo, bordado con tanto cuidado en la espalda y las mangas, parecía volar en círculos, girando alrededor del Garou como si estuviera vivo. Antonine parpadeó. El fénix se volvió para mirarla fijamente.

Ladeó la cabeza y vio cómo se despegaba del hábito del monje el pájaro acalorado y cubierto de plumas y planeaba hacia él, girando a su alrededor en una espiral, con sus hipnóticas y vacilantes llamas amarillas atontando la mente despierta de Antonine. Cerró los ojos y respiró hondo, intentando permanecer alerta, y entonces los abrió a otro mundo.

El fénix estaba suspendido por encima de él y a su izquierda y señalaba con el ala hacia el horizonte, que estaba cubierto de humo oscuro. Cuando Antonine miró hacia la silueta tenue y lejana a la que el espíritu parecía señalar, su visión salió disparada hacia delante, como el
zoom
de una cámara enfocando a un helicóptero, hasta que la silueta se hizo nítida: era una torre esbelta de obsidiana y vetas verdes, que se elevaba sobre una llanura en llamas, envuelta en sombras arrojadas por entes invisibles.

Antonine sintió un miedo paralizador en el estómago cuando se dio cuenta de qué torre era y se quedó mirando sin parpadear mientras la visión caía a plomo a través de las ventanas y bajaba por las escaleras oscuras hacia el foso que quedaba abajo, iluminado por un débil fuego diabólico. Una senda conducía hacia la oscuridad ilimitada, en espirales que se ensanchaban infinitamente. Antonine se tambaleó e intentó despertarse mientras su visión bajaba por la senda, por sus recodos abruptos. Sintió que un grito crecía en su interior mientras se resistía a la desesperación total y enloquecedora que despertó en él.

Luego se encontró en las profundidades de la senda, pasando de largo secciones enteras de ella. El vértigo desapareció; veía como a través de una pantalla de televisión, imágenes del pasado que no iban acompañadas de olor, sonido o tacto alguno.

Un gruñido escapó de su disciplinada garganta cuando la vio, la enorme zorra vestida de cuero del Alamogordo. Zhyzhak. La loba restallaba su látigo en la bruma que la rodeaba, rechazándola, arrancándoles trozos diminutos de efimeria a las pesadillas que no podían escapar a su alcance. Se separaban de ella, pero intentaban arrastrarla a un lado o taparle la visión con sus formas. Ella las lanzaba a un lado o simplemente las cruzaba, mientras miraba a través de una especie de monóculo grueso que sostenía firmemente en su ojo izquierdo.

Antonine miró más de cerca y vio que era una parte de una brújula y que miraba a través de su lupa. Era un fetiche, a juzgar por los pictogramas que llevaba tallados alrededor.

Confuso, se volvió a mirar por encima de su hombro, hacia la fuente de la luz tenue por la que veía la marcha de Zhyzhak, hacia el tótem Fénix que estaba suspendido allí.

—¿Qué es? —preguntó.

—El fin del mundo.

—¿Cómo puede ser? —dijo Antonine, con los ojos desorbitados y la frente arrugada—. Vi el Templo Oscura y el Laberinto de la Espiral Negra. Ella lo está bailando y domina a sus guardianes. Marcha sin hacer caso de sus giros y espirales, caminando directamente hacia su centro. ¿Cómo puede ser?

—Ella, como tú, se guía por una estrella.

Antonine sintió otra punzada de miedo, pero la ignoró, como le habían enseñado sus largos años de entrenamiento.

—La Estrella Roja. Su fetiche le permite orientarse por ella. Brillante.

—A donde alguien va, otro le puede seguir.

La repentina revelación que sintió Antonine cuando escuchó aquellas palabras se rompió cuando sintió el dolor de su cuerpo al golpear el suelo. Parpadeó y abrió los ojos y vio una vez más el cielo nocturno de China. Persimmon Nube corrió hacia él, con una expresión preocupada en el rostro. Antonine se sentó y con un gesto de la mano le indicó que estaba bien.

Persimmon Nube lo miró con curiosidad y esperó a que hablase.

—El Fénix ha venido a mí —dijo Antonine, al tiempo que se levantaba—. Me ha dado una visión. Una oportunidad para que venzamos a un error terrible.

—El Fénix no es famoso por la precisión de sus respuestas —dijo Persimmon Nube, cruzando las manos sobre el estómago—. ¿Estás seguro de que lo viste correctamente?

—Creo que sí. ¿Me acompañas abajo, a hablar con los otros monjes? Quiero contaros lo que vi. Tal vez combinando vuestros conocimientos podamos ver fallos en mi interpretación.

—Por supuesto —dijo el monje, adelantándose mientras bajaban por la larga escalera que rodeaba la montaña hacia los alojamientos del monasterio que estaba abajo.

Antonine estaba sentado en una estera de juncos, mirando a los seis monjes congregados. Les acababa de contar su visión; ahora les estaba dando su interpretación.

—Zhyzhak ha descubierto un medio nuevo para abrirse paso por el Laberinto, superar el Noveno Círculo y llegar al corazón. Como nuestra tribu enseña, la tela de araña de la Tejedora mantiene atrapado al Wyrm, volviéndolo loco de rabia. Pero ¿dónde está la telaraña? Está a nuestro alrededor, pero como todas las ideas, se le da expresión de ciertas formas. La forma más representativa es terrible y desesperante de contemplar, porque es el Laberinto de la Espiral Negra, el único hilo que lleva directamente de Malfeas a la víctima de la Tejedora, el propio Wyrm.

»Pero nadie puede recorrer su circunvolución sin perder toda la razón. Los Danzantes de la Espiral Negra adoran la corrupción del Wyrm y, en un intento de emularla, bailan el Laberinto, perdiendo la razón por el camino. Solo aquellos con una verdadera fuerza de voluntad pueden superar las pruebas que se encuentran a cada paso del camino, pruebas administradas por pesadillas y otros altos oficiales de la jerarquía del culto al Wyrm.

»Esta jerarquía no es otra cosa que la propia necesidad del Wyrm puesta de manifiesto. La única manera de llegar al Wyrm, de liberarlo de sus ataduras, es pasar más allá de toda razón, porque incluso una simple chispa de lógica lleva algo de la Tejedora en su interior y por lo tanto no puede superar la telaraña ilusoria de la Tejedora. Solo algo que se desenmarañe de esa red puede eludirla y llegar a su centro, donde se agita el Wyrm.

»Esto es lo que busca el Wyrm, por encima de todo lo demás. Esta es la razón por la que los Danzantes de la Espiral Negra buscan la locura: su maestro se lo suplica, aunque ellos no sospechan las verdaderas razones. Creen que serán recompensados con poder, pero su propósito real es pasar la prueba del último círculo, el Noveno Círculo y así llegar a la mismísima presencia de su maestro. Los pocos que han hecho esta prueba del último círculo han fracasado.

Persimmon Nube habló.

—¿Cómo es esto cierto? ¿No se dice que el terrible general que gobierna en Malfeas consiguió su rango al pasar la última prueba?

—Cierto, así lo creen los fieles del Wyrm, tal vez incluso el mismo general lo cree. Pero en realidad, fracasó. Su castigo fue el poder mundano, condenado a luchar para mantenerlo el resto de sus días. Los Danzantes de la Espiral Negra no ven que lo que más desean es la recompensa por el fracaso.

—¿Y si lo hubiera conseguido? ¿Qué habría pasado entonces?

—Creo que se hubiera encontrado con la verdadera presencia del Wyrm. Se hubiera vuelto completamente loco, sin nada de razón y actuaría basándose solo en el instinto. ¿Y cuál es el instinto más profundo de un Garou?

Un monje joven levantó la cabeza, con una expresión de pena en la cara.

—La Rabia.

—Exacto. Pero entonces su rabia habría desencadenado un ataque a las ataduras del Wyrm, en el capullo retorcido. Una locura pura, sin adulterar, contra la lógica calcificada. Tal vez… tal vez al final se hubiera liberado al Wyrm.

—Y así, liberado… —dijo Persimmon Nube— habría destruido al mundo.

»Habría llevado a un fin la era del mundo corrupto, para comenzar un nuevo
kalpa
, un nuevo mundo de pureza. El Wyrm es el Gran Devorador, que no solo come carne, sino también ideas. En momentos de equilibrio, su comer transformó la energía estancada en el rico abono del que pudieron florecer nuevas vidas e ideas. Un reflejo macrocósmico del ciclo digestivo de cada ser viviente, la forma más íntima de comunión: comerse a otro ser y devolver su sustancia cruda al mundo.

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