Mari volvió a arrastrarse silenciosamente a la habitación por la que había venido y desde allí regresó a las oficinas de la parte delantera atravesando el largo vestíbulo. Entró en una habitación llena de ficheros y escritorios. Los jefes de la planta habían desaparecido rápidamente. Tanto, que no se habían preocupado de las pruebas que dejaban atrás.
Julia Spencer, una mujer bien vestida de unos veintitantos años, levantó la vista desde una mesa donde estaba examinando los archivos de datos de un ordenador.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó a Mari con su seco acento británico.
—Sí —dijo Mari—. Tres fomori.
Dos cabezas se asomaron por detrás de las hileras de ficheros. Una pertenecía a una loba, la otra a una muchacha chicana.
—¿Qué has dicho? —preguntó la chicana. Llevaba unos pantalones extremadamente holgados y una camisa ajustada—. ¿Todavía quedan algunos de esos bastardos por aquí?
La loba gruñó y caminó hasta Mari, mirándola; obviamente esperaba algún tipo de orden o llamada a la acción.
—¿Dónde está John Hijo-del-Viento-Norte? —dijo Mari—. Quiero rodear a esos tíos antes de que sepan que estamos aquí. Necesito a alguien sigiloso.
—Yo lo traigo —dijo la chicana; entró corriendo en la habitación de al lado y bajó por el vestíbulo. Unos minutos después regresó con dos hombres: uno era nativo americano y el otro un blanco, tímido, con un gorro de punto encasquetado hasta las orejas—. Bien, vamos —dijo.
—De acuerdo —contestó Mari— esto es lo que quiero hacer: Gran Hermana —señaló a la muchacha chicana— tú vienes conmigo a cubrir la salida principal. John y Ojo-de-Tormenta —miró al nativo americano y a la loba— vosotros dos os arrastráis sigilosamente para cubrir los muelles. Es hacia donde intentarán huir cuando vean que hemos bloqueado la salida. Julia y Grita Caos —miró al joven— a vosotros dos os quiero en la Umbra, en caso de que estos tíos tengan alguna manera de marcharse hacia un lado. ¿Todo el mundo lo ha entendido?
Asintieron todos.
—Bien. Vámonos.
Mari volvió a bajar por el vestíbulo y entró en la sala de embalaje, con Gran Hermana siguiéndola de cerca. John y Ojo-de-Tormenta se fueron en dirección contraria y se dirigieron hacia la salida lateral que les llevaría a los muelles. Julia y Grita Caos se quedaron en la habitación y ambos pasaron de la realidad material a la sustancia espiritual, más allá de la Celosía y lejos del alcance de los sentidos mundanos.
Cuando Mari y Gran Hermana se acercaron a la puerta del muelle, oyeron una discusión entre los fomori.
—¡Eh, tú, joder! —gritó uno de ellos—. ¿Quién dice que puedas
coger
el último bocado? ¡Aquí soy el supervisor!
—Jódete —contestó otro—. Tú llevas el traje, pero yo soy mayor y tengo más experiencia. Tengo más derecho que tú.
—Y una mierda —dijo el tercero—. Porque seas capaz de desarrollar una cola de espinas y otros dos brazos no nos impresionas. ¡Esa cola de espinas de mierda no significa nada contra una piel acorazada!
Mari y Gran Hermana asomaron la cabeza por la esquina y vieron que cada hombre se quitaba el mono y mostraba algún rasgo raro, consecuencia de una mutación. El último en hablar tenía realmente una piel acorazada, unos gruesos pliegues de caparazón que le habían aparecido como michelines bajo el mono. Otro estaba ahora completamente desnudo y de las nalgas le sobresalía una cola larga y blanca, con un racimo de espinas afiladas en el extremo, que se agitaba. Tenía cuatro brazos; los dos de más le salían de las costillas.
El tercer fomori se rió, señalando al de la cola.
—Piensa que puede cogernos a los dos, ¿eh? —dijo, compartiendo una sonrisa con el acorazado. Se bajó la cremallera de su traje y dejó al descubierto una capa de gelatina lisa y viscosa que le cubría la piel. Dejó caer un poco sobre su mano, la amasó como si fuera una pelota de nieve y la levantó, listo para lanzarla.
Gran Hermana se movió hacia delante, pero Mari le agarró una mano y la detuvo. Meneó la cabeza, vigilando todavía a los fomori.
El viscoso le arrojó su bola al de la cola, que la esquivó por los pelos. La bola se estrelló con una fuerza increíble contra una pared que tenía detrás y de inmediato se abrió un agujero provocado por la quemadura de la bola; el chisporroteo del ácido crujió y retumbó por la vacía sala del muelle. El de la cola saltó hacia delante y agarró a Viscoso con sus cuatro brazos. Tres de los brazos no pudieron asirse a la superficie resbaladiza, pero uno sujetó la muñeca del tío y la agarró con fuerza; en ese momento levantó la cola por encima de su cabeza y azotó la espalda de Viscoso. Las espinas desgarraron la piel y la víctima gritó de dolor.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo, maldito! ¡Jodido veneno! ¡Duele la hostia! ¡Suéltame!
El de la cola soltó a su presa y el tipo cayó al suelo hecho un ovillo, apretando la mandíbula y cerrando los ojos con fuerza, mientras daba puñetazos al suelo para olvidarse del dolor.
El fomori acorazado miró a su compañero caído y encogió los hombros, dando a entender claramente al de la cola que no quería entrar en aquel drama.
Mari dio un paso adelante y chasqueó la lengua sonoramente. Los dos fomori que estaban de pie se giraron, sorprendidos. El del suelo escupió a través de sus dientes apretados.
—¿Discordia en las filas? —dijo Mari. Gran Hermana entró tras ella y cambió a su forma de batalla. A pesar de lo impresionante que estaba en su forma gruesa y lobuna, Mari, aún en su forma humana, parecía más amenazadora—. Tal vez podamos daros algo contra lo que os podáis unir. O tal vez podamos daros una paliza tremenda después de que nos digáis a dónde diablos se han ido vuestros jefes.
Los dos fomori se dieron media vuelta y echaron a correr; atravesaron de un salto la puerta abierta del muelle y los tablones que estaban debajo. Unos aullidos de lobo estallaron a izquierda y derecha y Mari y Gran Hermana pudieron oírles gritar de sorpresa y dolor. El tercer fomori, que intentaba levantarse pero todavía sufría dolores atroces por todo el cuerpo, empezó a gritar.
—Por favor —dijo, al tiempo que levantaba las palmas de las manos como si intentase demostrar que no llevaba armas; unos hilillos de baba ácida le goteaban todavía de la piel—. Por favor, no quiero morir. Solo trabajaba aquí, eso es todo. No pedí que me convirtieran en un… un monstruo.
—Pero seguro que lo has disfrutado de todas maneras —dijo Mari, elevándose sobre el arrodillado—. Parece que te has adaptado a comer toxinas del Wyrm, peleándote incluso por las sobras. Te diré algo: lo haré rápido y sin dolor si me dices lo que necesito saber.
El fomor empezó a lloriquear. Gran Hermana se puso detrás de él.
—¡Cárgatelo! —dijo, mirando a Mari—. ¡Arranquémosle las tripas despacito y pintemos las paredes con su sangre!
—¡No! —gritó el fomor—. ¡Os lo diré! Los propietarios, se marcharon. Hicieron lo que habían planeado y luego dijeron que estaban bajo demasiada presión. Ayer no aparecieron. Nosotros somos los únicos que hemos venido hoy, porque esperábamos tener todavía nuestros empleos. Vosotras no lo entendéis: no me gusta comer esa mierda. Tengo que hacerlo, o moriré. Nos han convertido en adictos.
—Has dicho que tenían un plan —dijo Mari—. ¿Cuál era?
—Ah, eso. Infestaron el sistema de alcantarillado de Nueva York con un puñado de marranadas. Espíritus del lodo, o algo así. Los sacaron ayer, dentro de unos barriles en un remolcador.
—¿Un remolcador? —dijo Gran Hermana—. ¿Cómo el que se hundió ayer?
—Exactamente el que se hundió ayer. Así es como los soltaron, donde nadie pudiera verlos.
—Mierda —dijo Mari—. ¿Cuántos?
El fomor puso cara de confusión.
—¿A cuántos soltaron? —dijo Mari, echando hacia atrás su puño.
—¡Trece! ¡Eso es todo! ¡Lo juro!
Unos horrendos gruñidos animales y gritos estallaron fuera. El fomor viscoso se cubrió la cara, temblando.
—Por favor… hacedlo —dijo.
Mari le hizo un gesto de asentimiento a Gran Hermana, cuyas garras cortaron limpiamente la cabeza del fomor de un solo tajo. El muñón dejó salir a chorro una sustancia pegajosa de color gris blancuzco, que se alzó unos tres metros durante unos segundos; luego perdió presión y se convirtió en un lento rezumar. El cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo, inmóvil.
—¡Odio a los fomori! —dijo Gran Hermana—. ¡Asquerosos hijos de puta!
—Una vez fueron hombres normales —dijo Mari, dirigiéndose a la puerta abierta para mirar afuera.
—Sí, tampoco es que eso sea mejor —dijo Gran Hermana, siguiendo a Mari.
John y Ojo-de-Tormenta estaban al lado de los cuerpos de los dos fomori, dándoles patadas para asegurarse de que estaban muertos. El de la cola de espinas tenía tres de las flechas de John clavadas; la flecha mortal le sobresalía de un ojo. El acorazado aparentemente no tenía coraza en las piernas; un ataque a la altura de los ojos para Ojo-de-Tormenta. Mari pudo ver las terribles marcas de dientes en sus pantorrillas.
—Arrastrémosles hasta aquí y quememos los cuerpos —dijo Mari—. Luego tenemos que volver a Nueva York.
—¿Y hacer qué? —dijo Gran Hermana, con una expresión de asco en la cara—. ¿Arrastrarnos por un puñado de alcantarillas buscando monstruos asquerosos?
—No. Vamos a avisar a la Madre Larissa y dejar que tus compañeros Roehuesos se encarguen de ello. Dejemos el trabajo de las alcantarillas a los hijos del tótem de la Rata.
El tráfico estaba fatal, pero eso era lo habitual. El todoterreno de Julia se subió finalmente al bordillo junto a una de las entradas a Central Park. Mari abrió la puerta y saltó afuera antes de que el coche se parase del todo.
—¡Mari! —dijo Julia—. Espera un momento. No puedo aparcar aquí. Te dejaré salir, junto con todos los que no quieran ayudarme a encontrar aparcamiento —añadió, mirando fríamente a sus compañeros de manada, que estaban en el asiento de atrás— y me encontraré con vosotros en el túmulo. ¿De acuerdo?
—Tengo que llegar rápido hasta Larissa —dijo Mari—. ¡Os veo enseguida! —Cerró de un portazo y se dio media vuelta para marcharse.
—¡Espera! —dijo Grita Caos, al tiempo que salía por la puerta trasera del lado del pasajero—. Voy contigo.
Mari se detuvo y esperó, claramente impaciente, a que él cerrase la puerta y se le uniera. Había sido una pasajera molesta durante todo el viaje por el puente. Demasiada espera y muy poca acción. En cuanto Grita Caos llegó hasta ella, se desvió hacia el parque a paso rápido, lo que le obligó a trotar para mantenerse a su ritmo.
Julia bajó del bordillo y volvió a meterse en el intenso tráfico. Los demás se quedaron con ella, probablemente hartos de las continuas quejas de Mari sobre la lentitud del tráfico y felices de deshacerse de ella durante un rato.
Mari condujo a Grita Caos al corazón del parque. Se cruzaron con parejas que paseaban, chicos que jugaban al
frisbee
, hombres y mujeres haciendo footing o paseando a los perros, bandas de chavales negros o blancos que pasaban el rato escuchando un radiocasete con la música altísima e incluso unas pocas personas solitarias que leían tranquilamente sentadas en los bancos del parque. Por supuesto, los vagabundos estaban por todas partes, ignorados por la mayoría de la gente, pero que recibían rápidos gestos de respeto de parte de Mari. Algunos la miraban confusos o enfadados, pero otros le devolvieron el gesto o la saludaron solemnemente con la cabeza.
Al final, llegaron a una zona arbolada, un camping para los vagabundos. Tiendas improvisadas hechas de cartones y mantas colgadas se desparramaban por el césped entre los árboles. Mari saltó a un bordillo y subió por una pequeña colina hacia la caja de cartón grande de un frigorífico. La golpeó con los nudillos.
Una cabeza se asomó por un agujero cuadrado, un viejo alcohólico de rostro curioso. Cuando vio a Mari, una sonrisa cruzó sus rasgos arrugados y maduros.
—¡Eh, Cabrah! ¿Qué estás haciendo aquí? —Se arrastró fuera del agujero y se levantó; la cabeza sólo le llegaba a los hombros de Mari.
—Eh, Fengy —dijo Mari—. Necesito ver a Madre Larissa. Es importante. ¿Está aquí?
—Oh, sí —contestó Fengy—. Tiene que estar aquí, con todos los informes extraños que están llegando.
—¿Qué informes? ¿Qué pasa?
—¿Quién es tu amigo? —preguntó Fengy, levantando la barbilla en dirección a Grita Caos.
—Oh —dijo Mari, ligeramente avergonzada—. Fengy, este es Grita Caos de la manada del Río de Plata.
—¡No bromees! He oído hablar de ellos. Sois esos cachorros que abordaron al Jo’cllath’majjiggy, ¿no?
Grita Caos le miró como si se le hubiera encendido una bombilla. No le gustaba.
—Ah, sí. Jo’cllath’mattric.
—¡Guau, chicos, sois unas celebridades!
—Fengy —dijo Mari—. Larissa. ¿Recuerdas?
—Ah, sí. Vamos, seguidme. Os llevaré directamente hasta ella. —Se dio media vuelta para conducirlos más allá de la colina y les hizo un gesto con la cabeza para indicarles que le siguieran. Siguió hablando sin mirar atrás—. Entonces, ¿dónde está el resto de tu manada, Caos? ¿Vienen hacia aquí también?
—Sí, están de camino. Tienen que encontrar aparcamiento.
—¿Aparcamiento? Mierda, podían habernos preguntado. Tenemos muchas tretas para dejar los coches aquí cerca sin que se los lleve la grúa.
—¿Sí? Bueno, quizás para la próxima vez —dijo Grita Caos, al tiempo que le lanzaba una mirada a Mari, como preguntándole «¿no puedes distraerle?». Mari sonrió.
—Fengy, ¿qué ocurre con esos informes que has mencionado? ¿Qué está pasando aquí?
—Un follón enorme, es lo que está pasando —dijo Fengy, agachándose debajo de un arbusto enredado; tenía las ramas tan cerca del suelo que Mari y Grita Caos se vieron obligados a ponerse de rodillas para cruzarlo—. Pero podéis preguntárselo vosotros mismos a Madre.
Al otro lado del arbusto había un círculo de césped prístino, rodeado por todas partes de más arbustos espesos. En el centro, había dos mujeres sentadas al lado de un carrito de supermercado lleno de ropa hasta los topes. Una era una mujer que parecía realmente vieja, vestida con una colección multicolor del Ejército de Salvación; pasaba lentamente una aguja e hilo por un ojal de una chaqueta vieja y andrajosa. La otra mujer parecía tener unos cincuenta y cinco años, pero estaba bastante fuerte y fornida; llevaba un abrigo negro de piel y botas. Su pelo era largo y negro, pero con dos mechas de un blanco puro bajándole a cada lado de la frente.