La última batalla (9 page)

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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

Unos pocos, sin embargo, no perdieron la compostura y se quedaron donde estaban para enfrentarse a la carga. Sus ojos penetrantes brillaban, dándoles un halo de malicia. Unos Garou menos experimentados podrían haberse detenido, pero los soldados de Albrecht eran los mejores. Observaron que les apuntaba el ojo del diablo, pero lo ignoraron, todavía furiosos.

Albrecht no había visto nunca antes unas pesadillas como aquellas. Aparentemente tenían cierto grado de control sobre su carne negra, porque de sus brazos empezaron a brotar pinchos; eran como cuchillos de ébano, curvos y afilados, que rezumaban una sustancia viscosa y negra.

Albrecht esperaba que no fuese venenosa, pero ya no lo podía evitar. Su grupo tendría que evitar que les golpeasen. La primera oleada de sus soldados chocó con la parte delantera de las pesadillas, las confusas, y las desperdigaron como esquisto debajo de una aplanadora. Cuando las garras y los klaives de los Garou las golpeaban, se deshacían en cien pedazos. Un aullido de victoria estalló entre los Garou. Luego los guerreros golpearon la línea de defensa de las pesadillas, las que no se habían acobardado ante su carga. Estas no caerían derrotadas tan fácilmente. Parecían estar pegadas al puente, inamovibles. Los Garou saltaron sobre ellas, intentando derribarlas utilizando la fuerza y su tamaño, pero las criaturas no se movieron. Repartieron golpes entre sus atacantes a diestro y siniestro, utilizando sus pinchos negros y viscosos. Unos pocos guerreros aullaron de dolor y retrocedieron al tiempo que se apretaban las heridas que les crepitaban por el calor de la brea tóxica. Otros, empujados por su ira, pasaron por alto el toque ardiente del asfalto corrupto y se precipitaron contra las pesadillas con todas sus fuerzas. Consiguieron arrancarles los miembros a unas cuantas, de modo que no tenían manera de atacarles, pero las demás respondieron cargando. A cada paso que daban, las pesadillas de alquitrán se pegaban más y más al puente, al que quedaban fuertemente adheridas.

Albrecht llegó a la línea de batalla y con su klaive le asestó un golpe a una de las pesadillas en movimiento. Su cabeza achaparrada se separó del cuerpo, junto con la parte superior de sus brazos. La cosa emitió un gritito sofocado, como el que hace el gas al escaparse de un envase sellado. El siguiente golpe de Albrecht despedazó el resto del cuerpo.

—¡Señor! —gritó Dienteduro desde algún sitio por detrás de él—. ¡Es una trampa! ¡Nos están distrayendo de los otros, que están cortando el puente!

Albrecht miró hacia delante, más allá de la línea de defensa de las pesadillas y vio un grupo de ellas, más pequeñas, que estaban cincelando el puente con sus pinchos, arrancando trozos enteros como si fuesen de linóleo. Conforme seccionaban la materia plateada, empezaron a aparecer unas rajas, que se propagaron por todo el puente. Las pesadillas aprovecharon estas grietas para cincelar más rápido.

—¡Oídme todos! —gritó Albrecht—. ¡Ignorad a las pesadillas! ¡Cruzad el puente antes de que se rompa!

Saltó por encima de los fragmentos de su víctima y corrió a toda velocidad hacia el creciente desgarrón. Las pesadillas se pusieron a trabajar a toda marcha y agarraron fuertemente a los Garou para impedir que se movieran. Albrecht se detuvo para clavarle su klaive a una que luchaba con un guerrero Garou. Esto, junto con los golpes que el guerrero le asestó a la cabeza de la cosa, bastó para derribarla. Albrecht siguió corriendo, mientras golpeaba a las pesadillas más pequeñas que se arrastraban por el camino, intentando que dejaran de destrozarlo.

Se volvió y vio que la mayoría de sus soldados estaban inmovilizados, agarrados por un brazo o un pie mientras forcejeaban para soltarse. Volvió a mirar hacia el final del puente y supo que era demasiado tarde. Las grietas crecieron mientras miraba y se propagaron por todo el puente. Cinco Garou estaban con él, preparados para saltar, pero no podía abandonar a los demás. Se suponía que los puentes de luna eran inviolables, pero estas pesadillas demostraban lo contrario. Las pocas veces que había oído de algún puente que se había roto, el resultado había sido catastrófico para quienes viajaban por él. Podían caer en cualquier parte de la Umbra, o peor todavía, podían caer para siempre, sin llegar nunca a descansar, como decían algunas leyendas horrendas.

Aulló de furia y volvió corriendo hacia sus esforzados guerreros, lanzando tajos a diestro y siniestro, despedazando brazos, piernas y torsos de las pesadillas. Unos minutos después, las pesadillas más grandes habían sido diezmadas y los Garou eran libres. Cuando se dio media vuelta para conducirles al otro lado, un crujido partió el aire y el puente comenzó a deslizarse hacia un lado, separándose de su otra mitad.

—¡Mierda! —dijo Albrecht, arrojando fuera del puente a una de las pesadillas pequeñas de una patada—. ¡Agarraos! ¡Cogeos unos a otros y no os soltéis!

Enfundó su klaive y agarró a Dienteduro, que sujetó a Llamadorada y así sucesivamente, cada guerrero agarrando a otro. Albrecht no tenía ni idea de lo que ocurriría a continuación.

El puente se desprendió de su mitad cortada y el extremo más alejado se desvaneció como la luz de la luna tapada por una nube oscura. Se hundieron en la neblina y sintieron que les cubría una humedad fría. Una sensación de caída, pero a ningún lado. Hacia arriba, hacia abajo, hacia un lado… no podían saber con seguridad hacia dónde. Albrecht sintió que Dienteduro se soltaba y lo agarró con más fuerza.

Sus piernas impactaron contra el suelo duro, seguidas del resto de su cuerpo. El golpe le cortó el aliento. Aspiró tanto aire como pudo y se puso en cuclillas, mirando a su alrededor. Dienteduro estaba tumbado a su lado, con el brazo todavía alrededor del codo de Albrecht, intentando coger aire.

Albrecht oyó que otros soldados gruñían y pudo ver formas en la niebla. Pero ya no era el mismo tipo de neblina; era más como una niebla espesa, más… mundana. Olfateó el aire, que olía a fango y ciénaga. Por un momento tuvo la esperanza de haber caído en algún lugar de la Tierra, pero el repentino ruido a su derecha indicaba un sitio distinto. Sonó como el rugido de un dinosaurio de
Parque Jurásico
.

—Maldición —murmuró—. Estamos en algún tipo de reino —dijo en voz alta—. Pangea, tal vez.

—No —tosió Dienteduro, al tiempo que se levantaba—. Pangea no. No huele como allí. No conozco este sitio.

Albrecht asintió.

—Tienes razón. Huele… bueno, raro. No puedo concretarlo. —Volvió a mirar a su alrededor, intentando hacer un recuento—. De acuerdo, reuníos. ¿Hemos perdido a alguien?

Los guerreros rodearon al rey, todavía cogidos los unos a los otros. Dijeron sus nombres, uno a uno, pero faltaba alguien.

—¿Cortezabedul? —dijo Albrecht—. ¿Alguien la ha visto?

Eric bajó la cabeza.

—No pudo alcanzarnos antes del derrumbamiento. Cayó sin nosotros.

—Entonces podría estar en cualquier parte. Bien, primero, daremos por supuesto que está cerca. A la de tres, que todo el mundo me dé un aullido en alto; estad alerta en caso de que algo más, aparte de Cortezabedul, responda.

Contó con los dedos hasta tres y con el último respiró hondo y soltó un profundo aullido, al que se unió el grupo entero. El sonido retumbó por la niebla y luego, todos quedaron en silencio, aguzando el oído para escuchar una respuesta. No llegó ninguna.

—Tal vez no pueda oírnos, o tal vez no esté aquí en absoluto —dijo Albrecht—. Nos moveremos e intentaremos encontrar el camino de salida de este sitio, dondequiera que esté. Mantened abiertos los ojos y los oídos por si damos con alguna señal de ella.

Los demás dejaron caer la cabeza al darse cuenta de que había poco que pudieran hacer. Siguieron a Albrecht cuando se puso en marcha y su olfato le guió hacia los árboles que estaban a lo lejos.

Albrecht no dijo nada, porque sabía que necesitaba dar una imagen resuelta a su tropa, pero sabía tan bien como ellos que estaban perdidos, tal vez sin remedio. Detestaba tener que dejar atrás a un guerrero, pero sabía que no había nada que pudiera hacer. Otros Garou ya habían sido arrojados anteriormente a reinos extraños y algunos de ellos nunca regresaron. Apretó los dientes. No iba a permitir que aquel fuese su destino. Buscaría tierra firme, se orientaría y utilizaría cualquier truco del inventario para hacerse una idea de cómo salir de aquel reino y volver a la Tierra.

Solo esperaba poder hacerlo mientras todavía quedase un lugar al que volver.

Capítulo cuatro:
La más anciana

La tierra brillaba incluso en la oscuridad. La nieve lo cubría todo bajo el cielo nocturno y hacía que refulgiese tenuemente como si hubiese absorbido la luz del día y ahora la soltase despacio, una luz sin calor. Nieve hasta el horizonte más lejano.

Una silueta se movía en aquella inmensa blancura, un lobo solitario que andaba a tres patas arrastrando la cuarta y que dejaba un rastro de huellas de patas y de sangre. Se paraba de vez en cuando, se quedaba quieto a pesar del débil temblor de sus patas y miraba a su alrededor, aguzando el oído. Al no ver ni oír nada más que el viento, seguía su marcha cojeando.

Alguna vez se caía, con las patas deshechas enterradas en la nieve. Esperaba unos momentos, se recogía y luego se levantaba y se ponía otra vez en marcha, siempre hacia delante. En el horizonte, vio una figura oscura e inmóvil, grande en la superficie monótona y lisa de la nieve. El lobo siguió cojeando, hacia la forma aquella. A medida que se acercaba, pudo ver los lugares rocosos debajo del risco que sobresalía y que la nieve no cubría y vio la oscura abertura en la roca, la entrada de la cueva.

Cojeó hasta el borde del oscuro agujero y se quedó escuchando. El viento silbaba dentro, por los profundos pasadizos sumergidos en una oscuridad total. Puso un pie dentro del agujero, pero luego vaciló, gimiendo. Volvió la mirada hacia las huellas que había dejado y vio las manchas oscuras aquí y allá, donde sus heridas se habían abierto una y otra vez, derramando más sangre. Una huella que cualquier cazador podría seguir. Agachó la cabeza, se escondió y entonces entró en la cueva.

Entró en calor al instante. El viento se revolvió por el agujero y pasó al lado del lobo, pero no era ni mucho menos tan fuerte como el que soplaba en la planicie exterior. El lobo se arrastró hacia delante con mucha cautela, comprobando cada paso. No podía ver nada en aquella completa oscuridad y olfateó, buscando cualquier rastro de algún olor. Allí. Una antigua señal de piel húmeda, que conducía hacia abajo. El lobo creció un poco más estirando las patas y el cuello y siguió avanzando, siguiendo el olor, ligero, tenue.

Chocaba con las paredes cuando el túnel se retorcía a izquierda y derecha, siempre hacia abajo. El olor se hizo más fuerte. Ya no era un mero atisbo. Su fuente descansaba en algún lugar por delante de él.

Un aire caliente recorrió el pelaje del lobo; se detuvo, temblando, y casi se le escapó un gemido. Un sonido débil y sordo, en algún sitio delante de él, precedía a los estallidos de aire caliente. Un aroma abrumador, algo grande, antiguo y cálido.

El lobo caminó cojeando hasta que pudo sentir el bulto peludo delante de él, a escasos centímetros de su hocico. Cautelosamente, el lobo dio un pequeño empujón a la forma y retrocedió un paso, encogido de miedo.

No pasó nada. El aire caliente seguía soplando rítmicamente y el ruido sordo retumbaba por la cámara alrededor del lobo.

El lobo se arrastró hacia delante y empujó más fuerte. Antes de que pudiera dar un paso atrás, apareció una zarpa enorme que le clavó contra el suelo. El lobo chilló de dolor cuando su pata trasera, la izquierda, la herida, se retorció. Pero se quedó quieto, gimiendo, mientras un hocico enorme olisqueaba el aire a escasos centímetros de su cara, respirando ruidosamente. Un aullido profundo y bajo se escapó de la garganta de la cosa y pareció que sacudía las paredes de la caverna.

El lobo volvió a quejarse y se retorció bajo la garra imponente, con el estómago de cara al hocico.

La garra aflojó lentamente la presión y se apartó del lobo.

La forma gigante se movió y un sonido chirriante y fuerte quebró el aire cuando sus garras golpearon el suelo de la caverna. Un gruñido casi articulado salió retumbando de su garganta y la luz entró en la gruta. Una pequeña esfera brillante, como una luna en miniatura, quedó suspendida en el aire por encima de la bestia, iluminando la caverna con un brillo tenue y plateado.

El lobo volvió a quejarse e inclinó la cabeza ante aquel oso enorme y prehistórico, cuyos ojos misteriosos miraban hacia abajo desde una altura imponente. El enorme bulto, al menos diez veces más grande que el lobo, empezó a transformar su contorno y sus rasgos, haciéndose más pequeño y se convirtió en una mujer humana y anciana, todavía alta para el tamaño humano normal, sus piernas onduladas por los músculos. La frente le sobresalía por encima de los ojos y la nariz achaparrada y el pelo le crecía en zonas inusuales para una mujer. Sobre sus brazos, pecho, estómago y piernas de Neandertal, unos tatuajes descoloridos bailaban bajo la tenue luz a medida que sus músculos se transformaban.

Miró al lobo que tenía en el suelo delante de ella y gruñó. Luego habló, en una lengua que ninguno de los descendientes de sus hablantes originales conocía ya.

—¿Y bien, cachorro? ¿Por qué has venido?

El lobo se volvió del otro lado, se apoyó en sus tres patas sanas, con la cuarta doblada bajo el cuerpo y también cambió de forma; se convirtió en un indio americano de mediana edad, delgado y débil, que llevaba solamente un taparrabos. Habló en la antigua lengua de la mujer-oso.

—Más Anciana de los Osos —dijo, haciendo una reverencia— te suplico: Astilla-de-Corazón está libre.

La mujer-oso gruñó y sacudió su enorme cabeza.

—He tenido sueños malos. No me sorprende. —Cerró los ojos y pareció suspirar, un gruñido profundo—. ¿Ha llegado la hora? —Asintió—. Utilizaré el último de mis diez mil años y luego dormiré el Invierno Eterno.

Se inclinó hacia delante y cogió la pierna magullada del hombre entre sus grandes manos. Inclinó la cabeza sobre la herida y comenzó a lamerla con su áspera lengua. La imagen habría resultado extraña si ella siguiese en forma de oso; era todavía más rara con la forma humana. Cuando pasó la lengua por las marcas oblicuas de color rojo, heridas causadas por unas garras afiladas, estas comenzaron a curarse. Las cicatrices seguían siendo prominentes, pero la herida desapareció. Incluso los músculos y los tendones de la pierna se hicieron más fuertes al curarse.

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