La última batalla (17 page)

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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

Zhyzhak caminaba sola, privada de cualquier compañía, sola para siempre.

En su insensible desesperación, no se dio cuenta del lobo completamente silencioso que corría detrás de ella, manteniéndola siempre al alcance de la vista. Se detenía cuando ella se detenía y avanzaba cuando ella lo hacía, imitando sus movimientos con exactitud, como si hubiera estado practicando un buen juego de piernas; era una criatura de una elegancia y aplomo que enmascaraban una enorme bestia de odio y avaricia.

—Si veo un solo espíritu más, me lo cargo —dijo el rey Albrecht asqueado, mientras limpiaba la sangre efímera pegada a su klaive.

Normalmente, los espíritus no dejaban tanta porquería detrás, pero ninguna de las criaturas contra las que habían luchado su comitiva y él en las últimas veinticuatro horas era normal. Cosas que nunca antes había visto o de las que nunca había oído hablar estaban saliendo de la Umbra como carcomas; recorrían caminos de luna a los que deberían temer e invadían reinos a los que no pertenecían.

Recorrió con la mirada el camino de luna que tenía delante, esperando una señal de sus exploradores. Justo a un lado del camino, una cueva conducía a un claro, un reino silvestre de generosidad natural. Desde donde estaba podía oler la fragancia del agua y de la fruta, pero no se atrevió a mandar entrar a toda su tropa, no sin antes conseguir un informe. Las cosas tenían la costumbre de no ser lo que parecían desde que el puente de luna se había derrumbado.

Al final habían encontrado el camino de salida del reino del dinosaurio, un lugar lleno de ruido y de furia que había terminado por no significar nada; no hubo ningún encuentro ni ningún auténtico obstáculo. Habían oído numerosos espíritus de dinosaurios, pero habían vislumbrado a poquísimos. Luego habían salido del subreino, atravesado una espesa niebla y llegado a un camino de luna en la zona informe situado entre los reinos, donde la luna creciente se dirigía ya a su estado de luna llena.

El ver por fin la luna había sido un alivio. Allí donde la luna brillaba, ellos tenían poder y fortaleza. Su poder se extendía hasta los brillantes caminos de luna, los únicos pasos seguros que atravesaban un desierto cambiante e impenetrable de puro espíritu.

Continuaron avanzando, siguiendo la dirección que los chamanes esperaban que les llevase a casa. Habían investigado los reinos cercanos en dos ocasiones distintas, solo para retirarse cuando los atacaban unos espíritus desconocidos, unas siluetas informes que solo ocasionalmente parecían desarrollar rasgos fugaces, como si decidieran en qué convertirse.

Cansados de su larga caminata, necesitaban descansar y Albrecht prefería dar con un lugar que fuera favorable a Gaia. Incluso los caminos de luna estaban atestados, a juzgar por las huellas inquietantes que se encontraban continuamente.

El claro prometía ese lugar de descanso, pero unas criaturas hostiles (de nuevo espíritus extraños, no pesadillas) les bloqueaban el camino. Aquellas cosas amorfas flotaban al lado de la entrada; sus cuerpos estaban compuestos de gases brillantes con unos fuegos internos que parecían soles en miniatura.

—Ya está bien, no estoy de humor para esto —dijo Albrecht. Se volvió hacia Dienteduro—. Dime por qué no debo matar a estas cosas ahora mismo. Nos están bloqueando el camino.

Dienteduro miró a los espíritus y emitió un gemido agudo. Los gases giraron en su interior, pero no hicieron ruido alguno.

—Creo que son espíritus celestiales —dijo Dienteduro—. Del Reino Etéreo. Tal vez las sombras efímeras de estrellas que están todavía por nacer. Es extremadamente raro verlas por aquí, lejos del cielo nocturno. Quizás se han quedado atrapadas aquí por algún otro derrumbe de un puente de luna.

—Bueno, esto ya se pasa de raro —dijo Albrecht—. Me importa un comino el porqué o el cómo, solo quiero que se aparten a un lado y nos dejen pasar.

Dienteduro se encogió de hombros.

—No contestan a mis peticiones. Ni siquiera estoy seguro de que entiendan la lengua espiritual.

—Veamos si la plata les hace moverse —dijo Albrecht al tiempo que avanzaba y blandía su klaive. Cuando se aproximó a los espíritus, estos giraron frenéticamente, advirtiéndole que se alejara. Él siguió avanzando. En el último momento, cuando echó hacia atrás su espada, salieron flotando hacia arriba y se dejaron llevar por la corriente hasta el cielo Umbral.

Albrecht asintió.

—Al menos todavía queda alguien con sentido común. Bien, el camino está libre. Quiero que los exploradores entren ahora mismo.

Llamadorada y Eric Honnunger pasaron corriendo junto a Albrecht y se arrastraron por la caverna que conducía al claro. Momentos después, asomaron la cabeza y dijeron que todo estaba en orden.

Albrecht enfundó la espada y se dio media vuelta para dirigirse al grupo que estaba en fila detrás de él, en pie pero visiblemente cansado.

—De acuerdo, vamos. Pero estad alerta.

Volvió a darse la vuelta y los condujo a la caverna. Podía ver la luz del sol que salía de dentro; la caverna se adentraba unos quinientos metros antes de abrirse a un valle. Albrecht la atravesó deslizándose y salió a una brisa fresca y pura que agitó su pelaje blanco. El sonido de una pequeña corriente bajo un banco de exuberante follaje verde demostraba que el prometedor olor a agua no era mentira. Los árboles de alrededor, al menos hasta donde él podía ver, estaban cargados de fruta: manzanas, naranjas, incluso plátanos. La ecología estaba completamente parada, pero allí todo parecía perfectamente natural. Era un claro gaiano, y de los buenos.

Aulló un rápido ladrido de alegría, repetido por sus guerreros, y caminó tranquilamente para arrojarse a la corriente, sumergiendo el hocico en el agua fría. Se sentó y agitó el agua, revitalizado por su humedad reconfortante.

—A comer todo el mundo —dijo—. Bebed y comed ahora; no podemos quedarnos aquí para siempre.

El grupo se dispersó y los Garou cogieron agua de la corriente o se subieron a los árboles para coger manzanas grandes y jugosas, bayas e incluso nueces. Algunos de ellos se rieron, incapaces de mantener su apariencia seria y Albrecht se unió a ellos; su propia risa profunda los animó a dejar sus males a un lado durante un momento.

Cambió a la forma humana, se tumbó en la hierba y se estiró, feliz de tener la oportunidad de relajar todos sus músculos. En algún lugar, a lo lejos, cantó un pájaro. Sonrió y cerró los ojos, escuchando sus gorjeos.

Las notas melodiosas se interrumpieron de repente, seguidas de un silencio total. Albrecht frunció el ceño y abrió los ojos. Al otro lado de la corriente, Eric Honnunger, todavía en su forma de lobo, olisqueó el aire y gruñó.

—¡Huele a Wyrm! —gritó.

Albrecht se levantó al momento, cambiando a su forma de batalla, de espaldas anchas y cubierta de pelaje, al tiempo que saltaba la corriente y sacaba su klaive. Sus soldados tomaron posiciones de guerra a su alrededor, todos alerta buscando la fuente de aquel olor fétido.

Albrecht la detectó, la podredumbre de la decadencia. Se colaba desde las profundidades del claro. Debían regresar, volver al puente de luna y avanzar sin pararse. Pero sabía que no podían hacer eso. Si la mancha del Wyrm ensuciaba ese lugar, su deber era extirparlo.

Con un gesto le indicó a un grupo de soldados que tenía a la derecha que avanzara. Atravesaron los arbustos, buscando cuidadosamente. Indicó al flanco izquierdo que se moviera, e hicieron una curva hacia delante, con la intención de atrapar a cualquier enemigo en una pinza. Albrecht y el pequeño grupo que tenía alrededor se quedaron donde estaban, listos para recibir a cualquier cosa que decidiese correr hacia ellos cuando se vieran enfrentados a los dos flancos de Garou.

Una serie de ladridos de llamada flotó en el aire y Albrecht avanzó. Salió a un pequeño claro y en el centro del mismo había un enorme tejo. La base del tronco estaba hueca; su corazón largo tiempo podrido había sido reemplazado por un agujero del que salía una luz verdosa y vacilante. Albrecht la reconoció inmediatamente; era el fuego diabólico, la venenosa luz del Wyrm. A juzgar por el abrumador olor que salía del agujero, habían encontrado la mancha del Wyrm.

Los dos flancos se juntaron a cada lado del árbol, esperando las órdenes de Albrecht. Este caminó hasta el borde y echó un vistazo al interior. Dentro se podía ver un agujero espiral en el suelo, lo suficientemente grande para que dos Garou caminasen de frente. Un estrecho camino sucio conducía hacia abajo. Dienteduro se acercó.

—Señor, parece ser una cloaca. Estos dos reinos se afectan el uno al otro.

—¿Este es reciente? —preguntó Albrecht.

—No lo puedo decir. Supongo que, como el claro parece carecer de corrupción, cualquiera de los moradores que puedan habitar debajo aún no se han aventurado a salir. Si esto se debe a que desconocen la existencia del agujero, o a algún obstáculo invisible, eso no lo sé.

Albrecht asintió.

—No importa. No vamos a entrar. En condiciones normales haría todo lo posible por taparlo, pero no tenemos ni el tiempo ni los medios necesarios.

Pudo ver el alivio en los rostros y las posturas de sus guerreros. Eran buenos, soldados dedicados, pero querían volver a casa.

—De acuerdo, entonces. Volvamos por el camino por el que hemos venido, despacio y con cuidado. De vuelta al camino de luna.

Dio un paso atrás y de repente se sintió ingrávido durante un momento, cuando el suelo se derrumbó bajo sus pies. Luego cayó a través de un tejado de raíces enredadas y de suciedad, hasta la caverna que había abajo. El prado entero se había derrumbado y todos los Garou cayeron con él, a plomo, sobre un río salobre y marrón.

Aunque el agua cortó su caída, algunos de ellos tragaron accidentalmente un poco del líquido y se pasaron los siguientes minutos revolcándose y tosiendo, porque el asqueroso líquido les quemaba la garganta.

Albrecht se recuperó inmediatamente al golpear el agua y nadó hasta la orilla. Desde allí, se estiró y un chirrido estalló a lo lejos, al fondo de un pasadizo, acompañado de un estruendo. Segundos después, una horda de murciélagos entró en la caverna y se precipitó hacia los Garou, algunos de los cuales todavía peleaban en el río.

Albrecht sacudió su klaive por el aire, cortó a tres murciélagos de un solo tajo y se echó hábilmente a un lado al ver que dos murciélagos más caían en picado hacia su cabeza. Eran grandes, peludos y huesudos y sus alas eran andrajosas y carnosas. Pero tenían los dientes grandes y afilados y no necesitaban ojos para localizar a su presa.

Albrecht gritó una orden. Los Garou detuvieron su asalto lo suficiente para invocar sus dones espirituales, garabateando unos pictogramas imaginarios en el aire, mientras ignoraban a los murciélagos que se posaban sobre sus hombros. Antes de que aquellas cosas los pudiesen morder, los pictogramas surtieron efecto; representaban una amenaza para los vampiros. Estos echaron a volar y se desperdigaron, como si la gravedad los apartase de los creadores de pictogramas. El efecto se extendía más allá de los Garou y mantuvo a los espíritus alejados de la mayoría de los soldados de Albrecht, a excepción de aquellos pocos que todavía continuaban en el agua.

Albrecht gritó otra orden. Uno de los Garou protegidos entró en el agua, llevando sus defensas con él. Los murciélagos, repelidos por su poder, volaron al extremo más alejado de la caverna.

Antes de que Albrecht pudiera reorganizar las posiciones de sus soldados, un aullido resonó por el pasadizo y una horda de criaturas entró a la carga; eran espíritus del claro, corruptos y manchados, animales que se arrastraban y excavaban la tierra. Tejones gigantes, ratones de campo y hormigas, enjambres de escarabajos y culebras, que se arrastraban y volaban por el suelo a una velocidad extraordinaria. Todos ellos eran deformes y parecían enfermos, algunos tenían diez veces su tamaño normal, con verrugas que les cubrían el pelaje, el caparazón y las escamas.

Cuando llegaron a los guerreros que rodeaban a Albrecht, quedó claro que las verrugas eran místicas. Las garras resbalaban sobre ellas. Las criaturas vencieron la línea y tiraron a los Colmillos Plateados al suelo, saltando sobre ellos para cargar contra Albrecht, como si notaran que él era la presa más importante.

Sin vacilar un segundo, Albrecht balanceó el klaive y decapitó a un tejón en el aire, cuando este arremetía contra él. Su cuerpo explotó y esparció su sangre nociva por todas partes. Las gotitas chisporrotearon al caer en la armadura de Albrecht y pudo sentir una oleada de dolor cuando le quemaron trocitos de pelaje.

Algo tiró de la pierna de Albrecht. Bajó la vista y vio unos anillos escamados enrollados desde el tobillo hasta la rodilla, que se apretaban rápidamente. Empujó su garra entre los anillos y gritó, arrancando trozos de la carne de la serpiente. La cabeza de la criatura salió disparada hacia él, pero levantó el klaive a tiempo y la serpiente se espetó contra la hoja.

Oyó los gruñidos atormentados de sus soldados que sufrían los efectos de la sangre ácida de sus enemigos y dio un paso adelante para acuchillar a un escarabajo gigante del tamaño de un pequeño tanque. Resbaló en la sangre de la serpiente y cayó al suelo; su klaive provocó un gran estruendo al caer de su mano.

Levantó la vista y vio un enjambre de larvas con caparazón que caía sobre él.

Zhyzhak se detuvo. Los pelos se le pusieron de punta; había algo detrás de ella. No era una pesadilla, o al menos no una normal, de eso estaba segura. Era algo más astuto.

Siguió moviéndose, fingiendo que solo se había detenido para orientarse. La cosa se acercó. Podía oír las cuidadosas pisadas a sus espaldas, mientras intentaba coordinar sus pasos con los de ella, para amortiguar el ruido.

Zhyzhak se dio media vuelta y saltó sobre la cosa, la agarró por el torso y la estrelló contra el suelo. El bicho peleó, pidiendo tregua, pero ella se negó a soltarlo y puso todo su peso sobre él para clavarlo al suelo. Le miró la cara y vio a un hombre atractivo de pelo muy rubio y labios gruesos.

Se produjo otro ruido en algún lugar cercano, también desde la dirección por la que Zhyzhak había venido. Giró la cabeza hacia allí para mirar, pero no vio nada aparte de lo que podía haber sido un movimiento leve que se desvaneció rápidamente. Se giró para volver a mirar a su presa, que ahora le estaba sonriendo.

—A mí no puedes destruirme —dijo, con una voz demasiado profunda para ser la de un hombre normal—. Soy tu salvador.

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