—¿Estás de broma? ¿Crees que alguno de ellos tiene agallas para cuestionar una orden de Mari? Diablos, ni yo tengo esas pelotas.
Julia sonrió y chasqueó la lengua.
—¿Tú tienes algún tipo de pelotas?
—Ya vale, tía. Solo era una manera de hablar. —Carlita le arrojó la almohada a Julia, que no pudo esquivarla y cayó sobre la litera, riendo.
—Los Señores de las Sombras no comprometerán a ninguna manada con esta empresa —gritó el heraldo de pelo negro, mientras examinaba las caras de los Garou congregados a la luz de la vacilante hoguera. Las nubes ocultaban parcialmente la media luna, pero todos los Garou que estaban allí podían ver bastante bien con una luz así. El Señor de las Sombras llevaba una camisa de franela, pantalones de trabajo y botas. Parecía un campesino de los estados del sur, con barba crecida y todo. Sus ojos, sin embargo, tenían la astucia de un depredador.
—¿Ni una sola? —preguntó Evan, de pie al otro lado del círculo, enfrente del Señor de las Sombras—. ¿Por qué no? Explícate con cuidado, o asumiremos que es cobardía.
El Garou silbó, pero sonrió, aparentemente satisfecho de que Evan no se hubiese echado atrás fácilmente.
—No podemos prescindir de ninguna. Los Secuaces de la Caja Lacada Negra andan sueltos; debemos cazarlos antes de que se introduzcan en nuestros sueños.
Evan frunció el ceño y bajó la mirada hacia Mari, que estaba sentada a su derecha. Ella meneó la cabeza; tampoco sabía de qué estaba hablando el hombre.
—¿Quiénes son esos Secuaces?
El Señor de las Sombras escupió al fuego.
—Ya me esperaba que todas las tribus de aquí lo olvidarían. Solo los Señores de las Sombras lo recordamos. Fue la tribu del trueno quien volvió a capturar a estas pesadillas cuando los Colmillos Plateados las dejaron libres hace muchas décadas. Las trajeron a estas tierras en una caja antigua creada por Baba Yaga. Los estúpidos del pelaje blanco las soltaron y solo nuestra astucia fue capaz de rastrearlas y devolverlas, una a una, a la caja. Desde entonces, nuestra tribu la ha salvaguardado contra otros entrometidos.
—¿Y entonces qué ha ocurrido? ¿Cómo es que vuelven a andar sueltas otra vez?
—Si conociéramos la respuesta a eso, estaríamos un paso más cerca de volver a enjaularlas de nuevo. Hasta entonces, necesitamos todas nuestras manadas para que rastreen las sombras y las capturen antes de que puedan emigrar a los sueños y mentes de todos los Garou.
Evan asintió, aceptando lo inevitable.
—Si esta es tu respuesta, debo aceptarla. Me apena no tener a los Señores de las Sombras a nuestro lado. Salimos perdiendo.
El heraldo entornó los ojos. No se había esperado que un cumplido acompañase a su informe y obviamente ponía en duda su sinceridad, pero hizo una reverencia, se apartó a un lado, y se sentó fuera de la luz de la hoguera.
Una mujer grande que estaba a su lado se levantó y caminó hacia la fogata, mirando a su alrededor para captar la atención de todos los presentes: Evan, Mari, la manada del Río de Plata, las manadas de cachorros y los vecinos Furias Negras e Hijos de Gaia, que estaban reunidos alrededor de su líder, Alani Astarte, una anciana negra.
—Las Camadas no pueden mandar más ayuda —dijo ella—. Veo que tres de los nuestros ya han comprometido sus servicios a vuestra causa. —Miró con mal gesto a la manada La Vanguardia, los tres jugadores de fútbol, que se limitaron a pestañear, sin preocuparse por el enojo de ella—. Que ganen una gran gloria a vuestro servicio. Nuestra tribu está acosada por Danzantes de la Espiral Negra, que están saliendo a rastras de sus agujeros en las Adirondacks. Nosotros los sellamos hace mucho tiempo, pero han encontrado la manera de abrirlos; acosan a nuestras manadas todo el tiempo. Estamos preparando un ataque a sus cavernas subterráneas. Necesitamos todos nuestros fuertes brazos. No podemos permitirnos que ninguna vaya a ayudar a los Wendigo del norte. —Dijo esto último con cierto grado de desprecio, como si la idea fuese repugnante aunque pudiera mandar guerreros. Evan habló.
—¿Te das cuenta de que los Danzantes de la Espiral Negra resultarán reforzados si no destruimos a la Garra? ¿Que vuestra expedición puede ser en vano?
—Pienso justo lo contrario, chico. Nuestra acción evita que los Danzantes vayan al norte a ayudar a esa cosa. Disminuye el poder posicionado contra vosotros. Tenéis suerte de que llevemos a cabo esta tarea.
Evan suspiró, al tiempo que levantaba las manos.
—Si así es como lo ves, no discutiré. No puedo negar que los Danzantes suponen una amenaza. No conozco su número. Sí sé que una Garra de Wyrm es uno de los mayores enemigos que jamás han caminado sobre la Tierra. Puede que todavía esté débil después de su larga cautividad. Eso nos da una oportunidad. La fuerza y la valentía de las Camadas podría ser lo que necesitamos para ganar. Los Wendigo pueden rastrearla y sujetarla, pero no puedo garantizar que podamos asesinarla sin los hijos de Fenris.
La mujer no dijo nada durante unos momentos y, cuando habló, parecía avergonzada de sus propias palabras.
—Tienes razón, Curandero-del-Pasado. Desearía poder luchar a vuestro lado, pero nuestros jefes han decidido nuestro camino. Es nuestro deber seguirlo, sin importar con qué fauces nos encontremos. La Vanguardia os dará prueba de su valor y así honrarán a toda nuestra tribu. —Volvió a sentarse y puso cara larga.
Entonces se levantó un hombre que estaba sentado a su lado, se quitó el polvo con unos golpecitos y avanzó. Era corpulento, tenía una barba larga y rubia atada con cinco trenzas y llevaba una falda escocesa ceremonial.
—Me rompe el corazón traer más malas noticias a vuestra asamblea, joven Curandero-del-Pasado —dijo—. Pero los Fianna no pueden mandar a ninguno de los suyos para ayudaros. Nos necesitan, a cada uno de nosotros, en las Cataratas del Niágara. Los guardianes de las pesadillas del norte no son los únicos que mantienen a raya a las bestias. Los Uktena del Niágara están pasándolo mal con estas bestias y hemos jurado ayudarlos. A menos, claro está, que ellos digan otra cosa. —Miró a su izquierda, al último heraldo, esperando alguna señal o indicación.
El hombre, un nativo americano de mediana edad, se levantó lentamente y se puso al lado del heraldo Fianna.
—Nuestra necesidad es imperiosa. Tres monstruos de antes de que las tribus europeas llegasen a estas tierras están luchando ahora contra los guardias que los atraparon hace siglos. Si vencen a esos guardias, nuestro clan necesitará a todos los Garou posibles para volver a atarlos. Pero también estamos comprometidos con el Hermano Pequeño, los Wendigo, y no podemos rechazar su adversidad. Nosotros no podemos ir, pero liberamos a los Fianna de su juramento y les permitimos que envíen una manada suya, si así lo deciden. —Dio un paso atrás y volvió a sentarse.
El heraldo Fianna sonrió.
—Es un gran placer para mí anunciar que los Fianna os enviaremos una manada. No puedo decir cuál será, eso depende de los jefes, pero la tendréis aquí mañana por la mañana, antes de que os marchéis.
—Es un gran alivio oírlo —dijo Evan, asintiendo solemnemente—. Con los Fianna a nuestro lado, mantendremos nuestro espíritu alto. Y gracias, Gran Cuerno —dijo, haciéndole una reverencia al Uktena—. Me apena escuchar los problemas de tu clan y siento que el Hermano Mayor no pueda luchar al lado del Pequeño de nuevo, pero vuestra generosidad nos ha dado a los Fianna. Gracias.
Miró a todos los Garou congregados y vio que no quedaba nadie por hablar. Los cuatro heraldos, los únicos que habían respondido a la llamada, habían transmitido sus mensajes. Dio un paso atrás y se inclinó para sentarse y entonces Ojo-de-Tormenta, en su forma natural de loba, se levantó de un salto y comenzó a caminar alrededor de la hoguera.
—¡No bien! —gruñó; sus palabras en Garou eran bruscas y estaban limitadas por su forma de lobo, comunicadas y acentuadas por sus gestos, igual que un gruñido articulado—. Vamos a luchar gran mal. Solo cachorrillos con nosotros. ¿Dónde estar Contemplaestrellas? ¿Garras Rojas? ¿Por qué nada de su parte?
Evan volvió a dar un paso adelante.
—Entiendo tu frustración, Ojo-de-Tormenta, pero las tribus han hecho todo lo que han podido. Antonine Lágrima se ha ido, ha viajado al Lejano Oriente; aquí no tenemos ningún otro Contemplaestrellas que hable en nombre de su tribu. Las Garras, como sabes, son pocas aquí en Nueva York. Seguramente se nos unirán algunos de Canadá en el clan del Lobo Invernal.
Ojo-de-Tormenta no dejó de caminar. Volvió su mirada hacia Alani Astarte.
—¿Por qué no Furias? ¿Por qué no Hijos de Gaia?
Alani se levantó y miró a Ojo-de-Tormenta con una expresión dulce, sin ofenderse.
—Los Finger Lakes son un refugio. Y lo serán más aún en los próximos días, cuando los problemas empeoren. Es el túmulo más fuerte de la región, el único lo suficientemente fuerte para forjar puentes de luna al extranjero de forma habitual. Debemos defenderlo con todas nuestras fuerzas. No podemos prescindir de nadie.
Detrás de ella se levantó una Garou.
—Jefa. ¿Puedo hablar?
Alani pareció sorprendida y asintió. La Garou avanzó y dirigió sus pasos hacia los que estaban sentados enfrente de ella, hasta que penetró en la luz de la hoguera. Era de estatura normal, de pelo negro y ropa holgada y despedía un aura de arrogancia a su alrededor.
—Deseo ir con los luchadores de la Garra. Mi manada, el Escudo de Atenea, quiere ir. Nosotras cinco. Sabemos que nos necesitan aquí, Alani, pero que también nos necesitan allá. ¿No podemos decidir nuestra propia manera de ganar renombre?
Alani frunció el ceño.
—Sin tu fuerza, Delilah, y la inteligencia de tu manada, el túmulo podría no resistir un ataque.
—¿Y si la Garra llega hasta aquí, hasta el sur? ¿Podría aguantar entonces?
Alani no dijo nada.
—Entonces déjanos ir con ellos. Déjanos reforzar sus filas. Deja que Pegaso y Unicornio griten a los otros tótems que sus hijos no se asustaron al arriesgar sus hogares y sus vidas en la batalla contra el mal. ¡Déjanos clamar la victoria de Gaia juntos!
Alani no respondió, sino que cerró los ojos, pensando. Canturreó una melodía que nadie pudo oír claramente y luego volvió a abrir los ojos.
—Si tiene que ser así, que sea así. No rechazaré el Destino. Ve, Delilah, y llévate a todo el Escudo de Atenea contigo.
Delilah clavó una rodilla en el suelo delante de Alani, en un gesto silencioso de agradecimiento y respeto. Luego se levantó e indicó a su manada que se adelantara. Del grupo salieron cuatro Garou, todas mujeres vestidas con ropa moderna, pero cada una de ellas era claramente más que un cachorrillo, porque caminaban con la seguridad de un Garou que ya había presenciado la guerra. Delilah las llevó delante de Evan e inclinó la cabeza ante él.
—El Escudo de Atenea se compromete a ayudar a los Wendigo a matar a la Garra. En el nombre de Gaia.
Evan también hizo una reverencia. Miró sonriente a Mari, que también sonreía, con una sonrisa atípicamente grande. Creyó ver una lágrima en su ojo y volvió a darse media vuelta antes de avergonzarla.
—Nos sentimos orgullosos de teneros, Escudo de Atenea.
La pandilla de cachorros estalló en un compañerismo alegre y lleno de orgullo, aliviados de no tener que combatir solos.
Ojo-de-Tormenta echó la cabeza hacia atrás y aulló, e inmediatamente se le unieron sus compañeros de manada y Evan. Mari también aulló, al igual que el Escudo de Atenea. Pronto, hasta Alani se unió, seguida del resto de los Garou presentes, incluidos los heraldos.
Si hubiese habido alguna criatura del Wyrm merodeando por las cercanías, seguramente habría huido ante aquella cacofonía victoriosa.
Un cuerno sonó a lo lejos. Evan, sentado a la orilla del lago, en la neblina que precedía al amanecer, ladeó la cabeza, escuchó, y esperó. El cuerno volvió a sonar, esta vez más cerca. Evan frunció el ceño y se levantó, echando una ojeada al grupo de cabañas donde vivía el clan. No había nadie más levantado, pero mientras miraba, varios Garou asomaron la cabeza por las puertas y ventanas al escuchar el cuerno.
El heraldo Fianna llegó corriendo por el sendero que conducía a las cabañas de invitados, con una sonrisa en el rostro. Cuando vio a Evan, giró para reunirse con él.
—¡Te lo dije! ¡Ahí vienen los Fianna, y vaya una manada que han mandado!
Evan sonrió y apretó la mano grande que el hombre le tendía.
—Ya oigo el cuerno. ¿Quién lo toca?
—Debe de ser Bramido Negro, el más duro de nuestros Galliard. Si viene, toda la manada vendrá con él: La Lanza del Jabalí, un poderoso grupo de cazadores. Debo decir, joven Curandero-del-Pasado, que estoy sorprendido. Los jefes te mandan a nuestros mejores miembros. A los Uktena no les alegrará perderlos, pero entonces también significa que quieren tener contentos a los Wendigo, supongo.
—He oído hablar de la Lanza del Jabalí —dijo Evan, con una sonrisa aún mayor—. Dejó atrás la Cacería Salvaje.
—Eso hicieron —dijo el heraldo—, eso hicieron. Con ellos, estás en buenas manos.
—No puedo decirte lo aliviado que me siento al saberlo. Tienes…
—Vamos, vamos —le cortó el hombre, al tiempo que levantaba las manos—. Nada de eso ahora. Ya lo sabemos. Hay cosas que no hace falta decir. Ahora, reunamos a tu grupo de guerra. La Lanza no querrá tener que esperar una vez haya llegado. A juzgar por el sonido del cuerno, estará aquí dentro de una hora.
Evan pudo ver que más Garou estaban saliendo de las cabañas, preparándose para el viaje.
—Entonces mejor voy a ver lo que puedo hacer para asegurarme de que todo el mundo está listo. —Estrechó la mano del heraldo una vez más y luego echó a correr por el sendero en dirección a su propia cabaña para coger su mochila.
Antes de llegar, vio a tres Garou saliendo de un camino secundario, el que conducía al aparcamiento. Reconoció a uno de ellos, un Hijo de Gaia vecino, uno de los ayudantes de Alanis. Los otros dos eran extranjeros, un hombre y una mujer. Él era fornido, alrededor de metro ochenta de estatura, pelo rubio, vaqueros, botas, una camisa caqui abrochada hasta arriba y un sombrero de ala ancha. La otra era más baja, alrededor de metro y medio, delgada y vestida con téjanos, camisa blanca y sandalias; su pelo era castaño y lo llevaba en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Le hicieron un gesto a Evan; él se acercó a saludarles.