Aparecieron más Garou en la colina, todos en sus formas de batalla y se alinearon a izquierda y derecha de la portadora de la lanza. Miraban al lobo terrible amenazadoramente.
—¿Qué les vas a decir? —preguntó la portadora de la lanza en tono malhumorado.
—La verdad —dijo el lobo terrible, con una voz más articulada de lo normal para la forma de lobo terrible—. Que la Manada del Puño de Piedra se ha vuelto contra sus hermanos y hermanas, que los han asesinado en lugar de aceptar su justa sumisión.
—Volverás a los demás contra nosotros —dijo la portadora de la lanza.
—Harán lo que tengan que hacer —contestó el lobo terrible.
—Entonces no podemos permitir que tu aullido llegue a sus oídos.
El lobo terrible se agachó, entornando los ojos.
—¿Os atreveríais a matar a vuestro rey?
Dio la impresión de que la portadora de la lanza vacilaba y miró las caras nerviosas de sus compañeros Garou. Gruñó y se giró para mirar directamente a los ojos del lobo terrible.
—¡No necesitamos más reyes! —Le arrojó la lanza, que le perforó el hombro izquierdo.
El lobo blanco aulló de rabia y de dolor y cargó contra los Garou, que se desperdigaron como cachorrillos ante un alfa cabreado. La portadora de la lanza se arrojó hacia él con la cabeza por delante, lo golpeó y ambos cayeron al suelo. Gruñeron y empezaron a intercambiarse golpes, rodando adelante y atrás sobre las agujas de pino cubiertas de nieve, infligiéndose terribles heridas el uno al otro.
Luego la mandíbula de la portadora de la lanza se cerró sobre la garganta del lobo blanco y se negó a dejarlo marchar. El lobo terrible tiró de ella con toda su fuerza, pero no pudo hacerla caer. Su sangre se esparció por todas partes, manchando su pelaje de rojo. Se tambaleó y cayó y respiró superficialmente mientras se le iba la vida. Gimió y se quedó quieto.
La portadora de la lanza lo soltó y soltó un aullido de victoria. Los otros Garou se reunieron a su alrededor y le presentaron los cuellos. Ella los frotó todos con su hocico, toscamente, y luego cogió el cristal negro que el lobo muerto llevaba alrededor de la garganta.
—La Piedra Vinculante —le susurró Pájaro Atroz a Evan—. Él era el último Guardián de la Garra, antes de que existieran tribus.
La portadora de la lanza olisqueó la piedra, sonriendo. La giró con su garra, mirándola desde todos los ángulos.
—Así que este es su poder…
Uno de los Garou, el más pequeño, gimoteó y dio un paso atrás.
—Es la magia del rey. Déjala estar.
La portadora de la lanza gruñó al Garou y dio un paso hacia él. Él retrocedió, apartándose de ella, con la cabeza gacha. Ella le puso la piedra delante para que la viera.
—¿Cómo me hago con su poder, Luna Creciente?
—Nunca debe invocarse su poder. Muchos murieron para apresarlo; muchos más morirán si queda libre.
La portadora de la lanza ladró de furia y golpeó al chamán, que esquivó la zarpa y corrió hacia el bosque.
—¡La magia del rey! —gritó ella—. Yo he matado al rey. Su magia muere con él.
La portadora de la lanza tiró la piedra al suelo y cogió una roca. La levantó bien alto y la lanzó contra la piedra con todas sus fuerzas. La piedra crujió y estalló, arrojando a la portadora de la lanza contra un árbol, con la fuerza suficiente para hacer explotar el tronco, que fue a parar al bosque que había detrás de ella.
Una neblina verde se escurrió del cristal reventado y las vetas de color púrpura se convirtieron en zarcillos a medida que se propagaba por el suelo del bosque, rodeando a los confusos y asustados Garou, que gimoteaban al lado del cuerpo caído e inconsciente de la portadora de la lanza. La neblina se apelotonó a su alrededor y entró arrastrándose por sus fosas nasales. Los ojos de la portadora de la lanza se abrieron y miró fijamente a sus subordinados Garou.
Se levantó y fue a buscar su lanza, que estaba al lado del rey muerto. Sus pupilas brillaban con un color verde a la creciente luz del amanecer; el blanco de sus ojos tenía vetas moradas. Silbó a los Garou y les hizo un gesto para que avanzaran por el camino, por la dirección que había tomado el rey.
La neblina los siguió, pegándose a sus pelajes. Mientras se alejaban, Evan pudo ver una cosa roja, que latía y se movía entre los pies de los Garou, pero estaba cubierta de niebla. Desaparecieron enseguida en el bosque primitivo.
—La primera regicida —dijo Zarpa-de-Hierro.
Evan se estremeció. La niebla era la misma que había visto en la Penumbra.
—La neblina. Es la Garra, ¿verdad?
Pájaro Atroz asintió.
Evan tragó saliva, dándose aliento a sí mismo.
—Está a nuestro alrededor. No está a un día de viaje. Ya está aquí.
—Poseyéndolos a todos —dijo la Hija de Gaia muerta. Evan hubiera querido saber su nombre—. Marcándolos con su violencia.
—Estoy confuso. ¿Fue la causa de que el rey muriese?
—No —dijo Habladora Rápida—. La rabia Garou fue la que mató al rey. El acto del regicidio le dio forma, le dio una forma nueva al espíritu desatado.
—No lo cojo. Es una Garra. Se supone que es un monstruo o algo, al menos de acuerdo con las leyendas.
—Las Garras son nuestros monstruos —dijo Pájaro Atroz—. El Wyrm les da vida, pero la forma que toman y los poderes que poseen son modelados por el miedo Garou. En cada era, siempre que una Garra queda libre, toma la forma de lo que la liberó. En todas las épocas, esta forma ha sido la de la traición y la desconfianza. El poder de matar.
—Eso no tiene sentido. La que está libre ahora, ella mató esta vez a Garou, los guardianes de las pesadillas Uktena. No se mataron unos a otros para soltarla.
Pájaro Atroz meneó la cabeza.
—Ha estado en libertad desde el regicidio que acabas de contemplar. Los Uktena solo capturaron su corazón. Sus zarcillos siempre han tocado a los descendientes de quienes participaron en ese asesinato.
—¿Entonces ha afectado a los Garou todo este tiempo? ¿Desde cuándo? ¿Cuándo ocurrió este regicidio?
—Antes de la Asamblea Pangaiana. Antes de la Letanía. Es la Astilla-de-Corazón, la herida que no se curará, la cicatriz que separa a los hermanos. Pudre todos los corazones Garou, escondida detrás de la rabia. No puede causar odio, pero lo fortalece y convierte unas disputas insignificantes en venganzas.
Evan sintió que le flaqueaban las piernas con la enormidad de la revelación.
—No puedo luchar contra esto. Nadie puede.
—Eres el Curandero-del-Pasado. Debes rectificar las cosas. Debes expiar los errores de tus ancestros.
—¿Pero cómo? ¿Cómo luchas contra una neblina incorpórea?
—Golpéala en el corazón.
Evan gimió de angustia. Se volvió para dirigirse a las apariciones, pero se habían marchado. El paisaje nevado de la Penumbra, ahora sin pinos, se extendía hasta el horizonte monótono en todas direcciones. Una neblina verde estaba suspendida a lo lejos, inmóvil, esperando a que él se marchase.
Mari corría como un rayo por la tundra, ignorando el creciente dolor de la fatiga en sus miembros. A lo lejos, vio la diminuta manchita del fomor, que se alejaba rápidamente de ella. A juzgar por la cantidad de humanos que había reunido, Mari se imaginó que la base de Pentex debía de estar en las cercanías. Tenía que alcanzar al fomor antes de que pudiera pedir refuerzos.
La manada del Río de Plata seguía detrás de ella, a unos cuatrocientos metros de distancia, con Ojo-de-Tormenta a la cabeza. La Garou nacida lobo estaba más acostumbrada que los demás a correr largas distancias, pero incluso ella empezaba a sentir la extenuación; Mari podía saberlo por los ocasionales pasos vacilantes que daban ella y los otros. No se permitió especular sobre lo que sucedería si fueran atacados en masa antes de que se pudieran recuperar.
Muy por delante, la silueta que se movía a toda velocidad se paró. Mari sintió que un escalofrío le recorría los nervios mientras cogía más velocidad. Con sus ojos mejorados de lobo, pudo ver que pataleaba, que le daba golpes a algo. La motonieve. Se había averiado o se había quedado sin gasolina. El fomor se giró, vio a los Garou que lo perseguían y entonces echó a correr, en la misma dirección que antes, pero ahora a pie.
Era solo cuestión de tiempo. Si antes había sido el fomor el que había ganado velocidad y se había alejado de ellos lentamente, ahora eran ellos quienes se le aproximaban, y más rápido esta vez. Las cuatro patas y el físico de los lobos, diseñados para la persecución, superaban ampliamente las dos piernas del fomor. Además, las heridas estaban empezando a hacer mella en él; aflojó el paso enseguida, jadeando.
Entonces el horizonte se encendió. Una enorme bola de fuego estalló desde la tierra, soplando en el aire y su temperatura envió una oleada de aire caliente que incluso Julia, la rezagada del grupo, pudo sentir en la piel.
La fuerza de la explosión derribó al fomor. Mari parpadeó y siguió corriendo.
La enorme nube de fuego y humo se hinchó, oscureciendo el cielo. Mari olfateó el aire. Aceite quemado. La base debía de estar delante; probablemente fuera una refinería de petróleo. Algo la había hecho explotar.
Mari estaba tal vez a unos doscientos metros del fomor. Este se levantó tambaleante, echó a correr otra vez y de repente desapareció de la vista. Mari se dio cuenta de que el suelo que tenía por delante descendía abruptamente y creaba un valle que no había visto desde lejos. Siguió corriendo y acortó la distancia en unos segundos.
Resbaló al borde de la pendiente y aflojó el paso lo justo para estudiar el paisaje antes de entrar en él. Luego se deslizó por la cuesta, siguiendo las pisadas del fomor.
Delante, esparcidas por lo que parecía un cráter de alrededor de kilómetro y medio de diámetro, numerosas naves arrojaban humo desde su interior y todas sus ventanas y puertas estaban rotas. Una gigantesca torre esquelética, en el centro del cráter, pareció fundirse ante los propios ojos de Mari; el violento fuego salía de un agujero debajo de la torre, en el suelo.
Pero aquella no era la imagen más impactante. La nieve estaba negra de hollín. Aquí y allá, en todos los puntos donde el hollín no se había asentado todavía, la sangre cubría todo el fondo del cráter. Cuerpos humanos, más empleados de Pentex, yacían esparcidos por todas partes, cortados en pedazos por alguna zarpa enorme. Mari pudo ver de un solo vistazo que la zarpa de cinco uñas que había causado aquellas heridas era más grande que cualquier zarpa Garou que hubiera visto nunca.
El fomor estaba parado al pie de la base, a menos de veinte metros de Mari, temblando de miedo o de rabia; Mari no podía saberlo desde detrás. Obviamente, no se había esperado aquello.
Mari cambió a la forma de batalla y se detuvo a unos pocos metros de distancia, levantó ambas manos y apuntó con las zarpas al fomor. La intención inicial de la persecución, detenerle antes de que pudiera avisar a la base ya no era en absoluto relevante, pero desde luego no tenía intención de dejarlo con vida.
El fomor se dio media vuelta y silbó, al tiempo que daba un paso adelante para pelear. Ella gruñó y lanzó las zarpas. Las uñas salieron de sus dedos como avispas y arremetieron contra el asombrado fomor, buscando las zonas blandas, donde su caparazón era débil. Entraron violentamente en su carne y se clavaron hasta el fondo.
El fomor jadeó, sorprendido e indignado y cayó muerto. Su cuerpo levantó una nube de cenizas y sangre al golpear el suelo.
La manada del Río de Plata trotó hacia Mari, mirando a su alrededor, buscando con el olfato a cualquier enemigo que siguiera con vida. Mari meneó sus dedos sangrientos mientras empezaban a crecerle uñas nuevas. El proceso picaba un poco, pero era una pequeña concesión a cambio de disfrutar de aquel poderoso favor de los espíritus de las avispas.
—¿Qué diablos ha ocurrido aquí? —preguntó Julia.
—Algo los ha atacado —dijo Mari—. Algo grande.
—¿Dónde? —dijo Ojo-de-Tormenta, mientras olfateaba intensamente el aire—. No puedo encontrarlo.
—Yo tampoco oigo ni huelo nada —dijo Mari—. Pero tengo una teoría. Vamos, agarraos a mí.
La manada del Río de Plata entendió de inmediato sus intenciones y cada uno de ellos estiró la mano para agarrarse a un brazo o a un mechón de pelo. Mari los arrastró con ella a través de la Celosía, al mundo espiritual.
El paisaje era la misma escena de carnicería, pero en lugar de humanos muertos, los restos efímeros de las pesadillas manchaban el suelo ennegrecido. El fuego todavía ardía, porque las naves y la torre tenían presencias en la Umbra.
—Esto no va bien —dijo Julia—. No es fácil hacer que los edificios nuevos se muestren en la Umbra. Normalmente se necesitan Arañas del Patrón para hacerlo.
—No veo ninguna señal del trabajo de la Tejedora —dijo John Hijo-del-Viento-Norte.
—Pero hay un montón de señales del Wyrm —añadió Grita Caos—. Por todas partes. Ese no es fuego natural.
El fuego brillaba con un color verde en la Umbra. Era más débil que en el mundo material, pero todavía se consumía en un cráter gigante.
—Fuego diabólico —escupió Carlita.
—No os acerquéis más —dijo Mari—. Es venenoso.
—Y radiactivo —añadió Julia—. Altamente mutagénico. Cuanto antes nos marchemos, mejor. No tenemos ninguna forma para apagarlo. Para eso necesitamos espíritus.
—De acuerdo, rastreemos el perímetro —dijo Mari—. Tal vez encontremos alguna pista de nuestro misterioso benefactor.
Todos asintieron y la siguieron mientras caminaba alrededor del complejo en un amplio círculo. Pudieron ver que los edificios salían de la torre central. Unas cañerías que salían de la torre entraban en todas las naves, algunas de las cuales eran evidentemente barracones, mientras que otras parecían edificios administrativos o laboratorios. El recinto parecía una explotación petrolífera, pero resultaba obvio que allí se estaba haciendo algo más.
—Están extrayendo Fuego diabólico —dijo Julia—. Lo están sacando de ese foso de la Umbra y lo están transfiriendo al mundo material utilizando algún tipo de tecnología.
—¿Y para qué diablos lo están haciendo? —preguntó Carlita.
—Para crear fomori, supongo. Tal vez algunas pesadillas especiales, también. Mirad estos cuerpos. —Julia dio una patada con la zarpa inferior a uno de los cuerpos de las pesadillas—. Normalmente se disuelven, se reforman en una cloaca en alguna parte. Pero estos no. Estos están muertos de verdad.