Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–Me alegro de que estés despierta –dijo Ayla–. Necesito quitarte el cabestrillo y aflojar las vendas y las tablillas, pero estabas moviéndote mientras dormías; es necesario que mantengas quieto el brazo. Prepararé una nueva cataplasma que alivie la inflamación, pero deseo que primero se alivie el dolor. ¿Permanecerás inmóvil un momento?
–Sí, haz lo que sea necesario. Dolando puede quedarse aquí y conversar conmigo –propuso Roshario, mirando por encima del hombro de Ayla a uno de los dos hombres que estaban en pie detrás de la joven–. Jondalar, ¿no deberías ayudar a Ayla?
Él asintió. Era evidente que Ayla deseaba hablar con Dolando a solas y a Jondalar le complacía alejarse de ellos. Trajo más leña para el fuego y después más agua, y unos pocos guijarros grandes alisados por el roce de las aguas del río, empleados para calentar el líquido. Una de las piedras de cocinar se había resquebrajado cuando la trasladaban del fuego ardiente al agua fría que Dolando había traído para la infusión. Mientras observaba a Ayla, que preparaba sus calmantes medicinales, Jondalar oyó el murmullo grave de las voces que provenían del fondo de la vivienda. Le complacía no enterarse de lo que se estaba diciendo. Cuando Ayla terminó de tratar a Roshario y de ponerla más cómoda, todos estaban fatigados y deseaban dormir.
El agradable sonido de las risas y los juegos de los niños y el hocico húmedo de Lobo despertaron a Ayla por la mañana. Cuando la joven abrió los ojos, Lobo miró hacia la entrada, de donde provenían los sonidos. Después volvió la mirada hacia ella y gimió.
–Quieres salir y jugar con esos niños, ¿verdad? –dijo Ayla. El lobo gimió otra vez.
Ayla apartó las mantas y se sentó; vio que Jondalar dormía profundamente a su lado. La joven se estiró, se frotó los ojos y miró en dirección a Roshario. La mujer aún dormía; necesitaba compensar muchas noches de vigilia. Dolando, envuelto en una piel, dormía en el suelo, junto a la cama de Roshario. También él había pasado muchas noches de insomnio.
Cuando Ayla se levantó, Lobo se abalanzó hacia la entrada y permaneció allí esperándola, todo el cuerpo estremecido de expectativa. Ayla apartó la cortina y salió deprisa, pero dijo a Lobo que permaneciera en su lugar. No deseaba que asustara a nadie abalanzándose en medio del grupo sin previo aviso. Miró alrededor y vio a varios niños de diferentes edades en el estanque formado por la cascada; había también varias mujeres; todas tomaban su baño matutino. Caminó hacia ellas, seguida de cerca por Lobo. Shamio se alborozó cuando vio al animal.
–Vamos, Lobito. Tú también debes bañarte –dijo la niña. Lobo gimió y miró a Ayla.
–Tholie, ¿alguien protestará si Lobo entra en el estanque? Parece que Shamio desea que juegue con ella.
–Yo estaba saliendo –dijo la joven–, pero ella puede quedarse y jugar con él, si los otros no se oponen. –Como nadie objetó nada, Ayla hizo una señal a Lobo.
–Adelante, Lobo –ordenó. El lobo se zambulló en el agua, provocando un sonoro chapoteo, y nadó directamente hacia Shamio.
Una mujer que salió del agua junto a Tholie sonrió y después dijo:
–Ojalá los niños obedecieran como ese lobo. ¿Cómo consigues que haga lo que deseas?
–Lleva su tiempo. Hay que insistir, obligarle a repetir muchas veces lo que uno desea; y a veces es difícil, al principio, conseguir que comprenda, pero cuando aprende algo no lo olvida. Realmente es muy inteligente –dijo Ayla–. He estado enseñándole todos los días mientras viajábamos.
–Es como enseñar a un niño –comparó Tholie–, pero ¿por qué a un lobo? No sabía que tú podías enseñarle algo, pero ¿por qué lo haces?
–Sé que puede asustar a la gente que no lo conoce y no quiero que atemorice a nadie –dijo Ayla. Mientras miraba a Tholie, que salía del estanque y se secaba, de pronto Ayla comprendió que estaba embarazada. Un embarazo todavía no muy avanzado. Cuando estaba vestida disimulaba la redondez de las formas, pero, sin duda, estaba embarazada–. Me gustaría lavarme, pero primero debo orinar.
–Si sigues ese sendero que arranca del fondo, encontrarás una zanja. Hay que trepar bastante; está al otro lado de la pared alta, de modo que el agua cae hacia el otro lado cuando llueve, pero está más cerca que si vas a buscar un lugar por ahí –señaló Tholie.
Ayla pensó en llamar a Lobo, pero después vaciló. Como de costumbre, él había alzado su pata hacia los matorrales; Ayla le había enseñado a evitar las viviendas, pero no a elegir determinados lugares. Ayla observó a los niños que jugaban con él y comprendió que el animal preferiría quedarse allí; pero no estaba segura de que eso fuese lo conveniente. Sabía que no habría problemas, pero ignoraba cómo reaccionarían las madres.
–Ayla, creo que puedes dejarlo un momento –dijo Tholie–. Lo he visto con los niños y tenías razón. Todos se sentirán desilusionados si lo alejas ahora.
Ayla sonrió.
–Gracias. Volveré.
Avanzó por el sendero que formaba una diagonal a través de la empinada pendiente que terminaba en una pared y después retrocedía hacia la otra. Cuando llegó a la pared más lejana, trepó sobre los peldaños construidos con troncos de reducida longitud. Se mantenían en su lugar por medio de estacas clavadas en el suelo por delante de ellos, de modo que no rodaran; y por detrás se habían rellenado los espacios con piedras y tierra.
La zanja y un espacio llano frente a aquélla, provisto de una empalizada baja de troncos redondos y lisos para sentarse, había sido excavada en la pendiente que arrancaba del lado opuesto de la pared. El olor y las moscas explicaban claramente su finalidad, pero la luz del sol que se filtraba entre los árboles y los cantos de los pájaros consiguieron que le pareciera agradable demorarse en ese lugar cuando descubrió que también deseaba mover el vientre. Vio una pila de musgo seco en el suelo, a corta distancia, y adivinó para qué lo usaban. No raspaba y era muy absorbente. Cuando Ayla terminó, advirtió que poco antes habían echado tierra excavada sobre el fondo de la zanja.
El sendero continuaba descendiendo por la pendiente y Ayla decidió avanzar un trecho. Mientras recorría el lugar, la región era tan parecida al entorno de la cueva donde había crecido que Ayla tuvo la sensación obsesiva de que antes había estado allí. Seguramente llegaría a una formación rocosa que le parecía conocida, o un espacio que se abría después de la cresta de un risco, o a una vegetación semejante. Se detuvo para recoger unas pocas avellanas de un arbusto que crecía junto a una pared rocosa, y no pudo resistir la tentación de apartar las ramas bajas para comprobar si detrás se ocultaba una pequeña caverna.
Encontró otro nutrido grupo de zarzamoras, con largos y espinosos vástagos que se extendían en diferentes direcciones, las plantas cargadas de racimos de frutos dulces y maduros. Se atiborró de moras y se preguntó qué habría sucedido con las moras que había recogido la víspera. Entonces recordó que había consumido algunas en el festín de la bienvenida. Decidió que volvería a buscar más para Roshario. De pronto, comprendió que tenía que regresar. Quizá la mujer estuviera despertándose y necesitaba que la atendieran. Los bosques le habían parecido tan conocidos que durante un momento había olvidado dónde estaba. Cuando recorría las laderas de las montañas se sentía de nuevo como una niña y se atrincheraba tras la excusa de que buscaba plantas medicinales de Iza para explorar el lugar.
Quizá porque, de todos modos, era en ella una segunda naturaleza o porque, cuando emprendía el camino de regreso, siempre se afanaba especialmente en recoger plantas para tener algo que mostrar que justificase sus exploraciones, Ayla prestó mucha atención a la vegetación. Casi gritó, excitada y aliviada, cuando vio las pequeñas enredaderas amarillas de minúsculas hojas y flores entrelazadas alrededor de otras plantas que estaban muertas y secas, estranguladas por los zarcillos de hilos dorados.
¡Eso es! Pensó: «Es el hilo dorado, la planta mágica de Iza. Es la que necesito para mi infusión de la mañana, porque de ese modo no iniciaré la formación de un niño. Y aquí hay mucho. Mi provisión ya era tan escasa que no sabía si me duraría durante todo el viaje. Quizá por aquí también haya raíz de salvia. Tiene que haberla. Será necesario que regrese y observe».
Descubrió una planta de hojas basales anchas y las entretejió para formar un recipiente improvisado; y después recogió la mayor cantidad posible de esas pequeñas plantas, sin limpiar por completo el lugar. Iza le había enseñado hacía mucho tiempo que siempre debía dejar algunas, que permitieran la aparición de la cosecha del año siguiente.
En el camino de regreso siguió un pequeño desvío a través de un área boscosa, más densa y sombreada, para recoger más ejemplares de la planta blanca serosa que aliviaría los ojos de los caballos, a pesar de que parecía que ya estaban mejorando. Exploró cuidadosamente el terreno bajo los árboles. Con tantas especies conocidas, eso no hubiera debido sorprenderla, pero cuando vio las hojas verdes de ese tipo específico de planta, contuvo la respiración y sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Ayla se dejó caer sobre el suelo húmedo y, allí sentada, miró fijamente las plantas, aspirando el perfumado aire del bosque, mientras le asaltaban los recuerdos. Incluso en el clan el secreto de aquella raíz era poco conocida. Ese conocimiento había pertenecido al linaje de Iza, y sólo los que descendían de los mismos antepasados –o aquel a quien ella se lo había enseñado– conocían el complejo proceso que era necesario seguir para obtener el resultado final. Ayla recordaba que Iza le había explicado el peculiar método que consistía en secar la planta, de manera que sus cualidades se concentraran en las raíces, y recordó ahora que esas propiedades en realidad se acentuaban con el almacenamiento prolongado, si se evitaba la exposición a la luz.
Aunque Iza le había explicado, cuidadosamente y en repetidas ocasiones, cómo debía preparar la bebida con las raíces secas, no permitiría que Ayla practicase la preparación antes de asistir a la Asamblea del Clan; la bebida no podía tomarse sin el ritual apropiado, e Iza había destacado que era una sustancia demasiado sagrada como para ser desperdiciada. Ésa era la razón por la cual Ayla había bebido las heces que había hallado en el antiguo cuenco de Iza, después que ésta preparó el brebaje para los mog-ures, y eso a pesar de que estaba prohibido para las mujeres, de modo que nada justificaría que se desaprovechara ese resto. En aquel momento su pensamiento carecía de lucidez. Sucedían muchas cosas. Otros brebajes le habían enturbiado la mente y la bebida de raíces era tan poderosa que incluso lo poco que ella había llegado a ingerir mientras la preparaba le produjo un fuerte efecto.
Ayla había errado por estrechos corredores a través de las cavernas y sus intrincados vericuetos; cuando vio a Creb y a los restantes mog-ures, no hubiera podido retirarse ni aun intentándolo. Y sucedió lo siguiente. Por alguna razón, Creb supo que ella estaba allí, y había hecho retroceder, junto a los demás, a los recuerdos. Si no lo hubiese hecho, ella se habría perdido para siempre en ese vacío negro, pero esa noche sucedió algo que lo cambió. Después ya no fue el Mog-Ur; ya no tuvo deseos de serlo, hasta esa última vez.
Al abandonar el clan, había llevado consigo algunas raíces. Estaban en su saco de medicinas, en el bolsito sagrado de piel rojiza, y Mamut se había mostrado muy interesado cuando ella le habló del asunto. Pero él no tenía el poder del Mog-Ur, o quizá la planta influía de distinto modo que en los Otros. Tanto ella como Mamut fueron atraídos al vacío negro, y por poco no regresan.
Sentada en el suelo, mientras miraba la planta en apariencia inocua que podía convertirse en algo tan poderoso, Ayla rememoró la experiencia. De pronto experimentó otro escalofrío y advirtió una sombra oscura, como si una nube pasara sobre su cabeza; entonces ya no estaba recordando, sino reviviendo ese extraño viaje con Mamut. Los bosques verdes se desdibujaron y enturbiaron, mientras ella descendía retrotraída al recuerdo de aquel sombrío refugio terreno. En el fondo de su garganta saboreó el limo frío y oscuro y los hongos que cubrían los bosques antiguos y primitivos. Sintió que se desplazaban muy velozmente hacia los mundos extraños que ella había recorrido con Mamut y experimentó el terror del vacío negro.
Y entonces, débilmente, desde muy lejos, oyó la voz de Jondalar, saturada de doloroso miedo y amor, llamándola, recuperándola, lo mismo que a Mamut, por la fuerza misma de su amor y su necesidad. En un instante retornó y se sintió helada hasta los huesos en el calor de finales de verano.
–¡Jondalar nos trajo de regreso! –dijo en voz alta. En aquel preciso momento no había tenido conciencia del hecho. Había abierto los ojos para mirarle, pero después desapareció; en cambio, allí estaba Ranec, que le traía una bebida caliente para reconfortarla. Mamut le había dicho que alguien les había ayudado a regresar. Ella no se había enterado que era Jondalar, pero de pronto lo supo, casi como si su destino hubiera sido saberlo.
El anciano había dicho que él jamás volvería a usar la raíz y la previno contra ello, pero también dijo que si alguna vez bebía el líquido, se asegurase de que allí hubiera alguien que la llevase de regreso. Le había dicho que la raíz era más que mortal. Podía anular su espíritu; quizá ella se perdería definitivamente en el vacío negro y jamás podría retornar a la Gran Madre Tierra. De todos modos, en aquel momento eso no le había importado. Ella no tenía raíces. Había consumido las últimas con Mamut. Pero ahora, allí estaba la planta frente a ella.
Pensó que el hecho de que estuviese allí no significaba que debiera apoderarse de ella. Si la dejaba, nunca tendría que preocuparse por la eventualidad de usarla de nuevo y perder su espíritu. Lo cierto es que le había dicho que esa bebida le estaba prohibida. Eran los mog-ures quienes se ocupaban del mundo de los espíritus, no las hechiceras, que sólo debían prepararles el brebaje; pero ella ya lo había bebido dos veces. Y además, Broud había descargado sobre ella su maldición; por lo que se refería al clan, ella estaba muerta. ¿Quién podía prohibírselo ahora?
Ayla ni siquiera se preguntó por qué estaba haciéndolo cuando cogió la rama rota y la usó como pala de cavar para extraer cuidadosamente algunas plantas sin dañar las raíces. Era una de las pocas personas en el mundo que conocía sus cualidades y el modo de preparar las raíces. No podía dejarlas allí, no era que tuviese la decidida intención de usarlas, lo cual en sí mismo no era desusado. Poseía muchos preparados de plantas que quizá nunca utilizaría, pero ésta era diferente. Las otras tenían posibles aplicaciones medicinales. Incluso el hilo dorado, la medicina mágica para rechazar las tendencias fecundantes, también útil para las picaduras y las mordeduras cuando se la aplicaba externamente; pero, por lo que ella sabía, esta planta no tenía otra aplicación. La raíz era la magia de los espíritus.