—Preferiría que no entrase en la ciudad —dijo Vala.
—¡Qué importa! Creerán que es sólo una tela, mientras no les diga yo que es otra cosa —dijo Luis.
Era casi una mentira, ya que se proponía utilizar el material superconductor.
Los chacales miraron con atención mientras él se quitaba los pantalones… para añadir detalles a su descripción, sin duda, con objeto de localizar el origen de su raza en el Mundo Anillo. Luego se endosó la coraza de impacto.
La mujer preguntó de improviso:
—¿Cómo pudiste convencer a una mujer del Pueblo de la Máquina de que no eras un loco?
Vala hizo el relato de lo sucedido, mientras Luis se ponía el chaleco y los binoculares, y se embolsaba el láser, cuya visión casi hizo que los chacales perdieran la sonrisa. La mujer preguntó:
—¿Crees que podrás salvar el mundo?
—No lo dejéis todo en mis manos. Buscad el Centro de Mantenimiento. Haced que corra la noticia. Tratad de interrogar a los bandersnatchi…, quiero decir, a esas enormes bestias blancas que viven en el gran pantano, a giro de aquí.
—Sabemos quiénes son.
—Muy bien. Vala…
—Voy a dar parte de la muerte de mis compañeros. Quizá no volvamos a vernos nunca, Luis.
Valavirgillin recogió su mochila vacía y se alejó con presteza.
—Hemos de darle escolta —dijo la mujer chacal, y le dejaron solo.
No le habían deseado buena suerte. ¿Por qué? Dado su estilo de vida… quizás imperaba entre ellos el fatalismo. ¿Qué podía significar la suerte para ellos?
Luis escrutó el cielo. Tuvo la tentación de subir enseguida, sin más espera. Pero valía más aguardar a que se hiciera de noche. Habló a la traductora:
—Hablo al Ser Último. ¿Estás ahí? —Por lo visto, el titerote no estaba.
Luis salió a gatas de debajo del hongo. El hedor parecía menos intenso a ras de suelo. Pensativo, sorbió un trago de la botella de alcohol con néctar que Vala le había dejado.
¿Quiénes eran en realidad aquellos chacales? Con una situación tan privilegiada en el sistema ecológico, ¿cómo lograron preservar su inteligencia? Quizá tuvieron que luchar de vez en cuando para defender sus prerrogativas, o para hacerse respetar. Por otra parte, el encendérselas con un millar de religiones locales también podía requerir una notable facilidad de palabra.
Luego se planteó una cuestión más práctica: ¿En qué le servirían de ayuda? Tal vez quedaba en algún lugar un enclave chacalero donde recordaran los orígenes de la droga de la inmortalidad. Fabricada, para continuar con la hipótesis, de la raíz del árbol de la Vida de los Pak.
Cada cosa a su tiempo. Lo primero era entrar en la ciudad.
Los pilares de luz palidecieron y acabaron por oscurecerse. Otras luces se manifestaban ahora en medio de la oscuridad opaca: centenares de ventanas iluminadas. Ninguna de ellas relucía sobre su cabeza, ya que nadie querría vivir de cara a un vertedero de basuras (a menos que tampoco tuviera dinero para pagar la luz).
La granja de las sombras parecía desierta. Luis no oyó sino el soplo del viento. Trepó a la cima del hongo y pudo atisbar el resplandor de ventanas lejanas, que titilaban como velitas: las viviendas de los campesinos, fuera del perímetro del vertedero.
Luis pulsó el mando de elevación de su cinturón y empezó a ascender verticalmente.
A poco más de trescientos metros el aire fresco predominaba, y se empezaba a entrar en la ciudad flotante. Rodeó el extremo redondeado de una torre invertida: cuatro pisos de ventanas a oscuras, seguidos de un garaje. El portón del garaje estaba cerrado. Luis voló en círculo, buscando una ventana rota, pero no había ninguna.
Aquellas ventanas habían sobrevivido mil cien años. Seguramente no conseguiría romper ninguna de ellas aunque lo intentase, y en todo caso no deseaba presentarse en la ciudad como un ladrón.
Prefirió seguir el recorrido de la tubería de evacuación, pensando que así sería más fácil pasar desapercibido. Se vio rodeado de rampas, pero no observó alumbrado público en ninguna parte. Tras localizar una acera, empezó a seguirla. Ahora ya no llamaría tanto la atención.
La ciudad estaba como desierta. La ancha cinta de piedra artificial contorneaba los edificios, a izquierda y derecha, arriba y abajo, y derivaba de vez en cuando a calles secundarias. Pese a la altura de trescientos metros, no había barandilla ni defensa alguna; la raza de Halrloprillalar debía de sentirse mucho más próxima de sus antepasados arborícolas que los oriundos de la Tierra. Luis anduvo en dirección hacia la zona iluminada, temeroso, procurando no apartarse del centro de la acera.
¿Dónde estaba la gente? La ciudad producía una sensación de agorafobia, pensó Luis. Había muchas viviendas, y rampas entre las zonas residenciales, pero ¿dónde estaban las tiendas, las salas de espectáculos, los bares, los centros comerciales, las cafeterías? No había anuncios, y todo se ocultaba detrás de los muros.
Era preciso que encontrase a alguien, para presentarse, o de lo contrario continuar a escondidas. ¿Y aquel bloque de vidrio con las ventanas a oscuras? Si entrase por arriba podría asegurarse de si estaba desierto.
Un individuo se acercaba por la misma acera.
Luis exclamó:
—¡Eh! ¿Entiendes mi idioma?
Y oyó al mismo tiempo sus palabras traducidas a la lengua del Pueblo de la Máquina.
El desconocido respondió en el mismo idioma:
—No le aconsejo que ande por la ciudad a oscuras. Podría caerse.
Estaba más cerca ahora. Tenía grandes ojos y no era de la raza de los Ingenieros de las Ciudades. Llevaba un chuzo casi tan largo como él mismo. Como se hallaba a contraluz, Luis no pudo distinguir más detalles.
—A ver el brazo —dijo.
Luis se descubrió el brazo izquierdo. Por supuesto, no llevaba ninguna identificación. Entonces, dijo lo que pensaba decir desde el principio:
—Sé reparar vuestros condensadores de agua.
El bastón fue a golpearle.
Le rozó la cabeza con un destello; Luis esquivó el golpe echándose hacia atrás. Hizo una voltereta y se halló de nuevo sobre sus pies, acuclillado, ágil, funcionando perfectamente los bien entrenados reflejos. Pero levantó los brazos demasiado tarde y no pudo parar el golpe siguiente. El chuzo le acertó en el cráneo. Vio centellas delante de los ojos y perdió el sentido.
Se hallaba en caída libre. Notó el azote del viento. Incluso para un hombre semiinconsciente, la situación estaba clara. ¡Perforación en una nave espacial! ¿Dónde estoy? ¿Dónde están los parches contra meteoritos? ¿Y mi traje presurizado? ¿Y el mando de la alarma?
El mando. Recordó a medias. Sus manos acudieron al pecho, palparon los mandos del cinturón, pulsaron con fuerza el botón de elevación.
El cinturón, con empuje tremendo, frenó en seco la caída y le hizo dar la vuelta de campana en el aire, hasta quedar con los pies colgando. Luis intentó despejar la neblina de sus sentidos. Miró hacia arriba. A través de un hueco en la oscuridad adivinó la corona del sol oculto tras una pantalla de sombra; vio que la negrura opaca bajaba a toda velocidad para aplastarle. Redujo el mando de ascensión para frenar su rápida subida.
Salvado.
Sentía revueltas las tripas y dolorida la cabeza. Necesitaba ganar tiempo para pensar. Evidentemente, su primera aproximación había sido errónea. Pero si el vigilante le había precipitado de la acera abajo… Luis se palpó los bolsillos. Estaba todo allí. ¿Por qué no le había robado antes?
Luis medio recordaba la solución: él había saltado, pero no alcanzó al guardián y luego, en la voltereta hacia atrás, había perdido el sentido. Lo cual cambiaba todo el aspecto de la cuestión. Habría sido mejor esperar. Demasiado tarde ahora.
Quedaba sólo el otro procedimiento.
Voló por debajo de la ciudad, dirigiéndose hacia la periferia, pero sin llegar hasta allí, porque había en ella demasiadas ventanas iluminadas. Cerca del centro vio un doble cono sin luz alguna. El vértice inferior estaba truncado, con una plataforma de piedra artificial que servía de puerto. Luis pasó volando la entrada.
Aumentó la ganancia de sus binoculares, censurándose por no haberlo hecho antes. Como si el golpe en la cabeza le hubiese privado de su sentido común.
Recordó que los congéneres de Prill, los Ingenieros de las Ciudades, tenían vehículos volantes. Pero allí no había ninguno. Vio unos carriles Oxidados que cruzaban el suelo, y al fondo una silla mal entablada, sin brazos, y un graderío, con tres filas de bancos a cada lado del carril. La madera estaba mohosa y el metal carcomido por el orín.
No fue sino después de examinar la silla con detenimiento cuando comprendió. Estaba construida para deslizarse por los carriles y volcarse al llegar a la salida. Luis se hallaba en una cámara de ejecución, en donde se había previsto la asistencia de espectadores.
¿Encontraría tribunales en los pisos de encima, o una cárcel? Luis había casi decidido probar fortuna en otra parte, cuando una voz cavernosa, hablando desde la oscuridad, dijo en una lengua que no había escuchado desde hacía veintitrés años.
—Enséñame el brazo, intruso. Y muévete despacio.
Una vez más Luis dijo:
—Sé reparar vuestros condensadores de agua.
Y oyó que la traductora hablaba en la lengua de Halrloprillalar.
Debía de tenerla programada de antemano.
Su oponente se encontraba bajo el dintel de una puerta, al fondo de una escalinata. Su estatura era como la de Luis y tenía los ojos fosforescentes. Llevaba un arma parecida a la de Valavirgillin.
—No hay nada en tu brazo. ¿Cómo has entrado aquí? ¡A menos que hayas venido volando!
—Sí.
—Asombroso. ¿Es un arma eso?
Sin duda se refería a la linterna láser.
—Sí. Ves muy bien en la oscuridad. ¿Quién eres?
—Soy Mar Korssil, una hembra de los Cazadores Nocturnos. Arroja tu arma.
—No quiero.
—No me gustaría tener que matarte. Lo que has dicho antes podría ser cierto…
—Lo es.
—No deseo despertar a mi ama, y no te dejaré pasar por esta puerta. Depón tus armas.
—No. Ya me he visto atacado una vez esta noche. ¿No podrías cerrar esta puerta de manera que ninguno de los dos consiga abrirla?
Mar Korssil corrió alguna especie de cerrojo que rechinó en el momento de echarlo.
—Vuela para mí —dijo con su voz de bajo profundo.
Luis se elevó como medio metro y volvió a posarse en el suelo.
—Asombroso.
Mar Korssil bajó por la escalera con el arma en ristre.
—Tenemos tiempo para hablar. Cuando amanezca vendrán a abrir. ¿Qué ofreces y qué pretendes?
—¿He acertado cuando he supuesto que vuestros condensadores de agua no funcionan? ¿Se estropearon cuando la Caída de las Ciudades?
—Que yo sepa, no han funcionado nunca. ¿Quién eres tú?
—Soy Luis Wu, macho de la especie que podríamos llamar el Pueblo de las Estrellas. Vengo de otro mundo, de una estrella tan tenue que ni se ve. Llevo material para reparar por lo menos algunos de los condensadores de agua de la ciudad, y tengo mucho más en depósito. Y creo que podré daros luz también.
Mar Korssil le escrutó con sus ojos azules, grandes como unos anteojos. Tenía unas garras formidables en lugar de dedos, y colmillos como navajas. ¿Sería por casualidad un carnívoro cazador de roedores?
—Si puedes reparar nuestras máquinas, me parece bien. En cuanto a lo de reparar las de otros edificios, mi ama lo decidirá. ¿Qué pides a cambio?
—Informaciones. Acceso a cuanto posea la ciudad en materia de conocimiento acumulado: mapas, historia, leyendas…
—No creerás que estamos en condiciones de enviarte a la Biblioteca. Si lo que has afirmado es verdad, eres demasiado valioso. Nuestro edificio no es rico, pero podemos adquirir informaciones a la Biblioteca si tienes algo concreto que preguntar.
Cada vez estaba más claro que la ciudad flotante no era una ciudad, lo mismo que la Grecia de Pericles no era una nación. Cada edificio era independiente, y él se había metido en el edificio equivocado.
—¿Dónde está el edificio de la biblioteca? —preguntó.
—A babor y hacia el giro de aquí. Es un cono puesto con el vértice hacia abajo. ¿Por qué lo preguntas?
Luis se llevó la mano al pecho, se elevó y echó a volar hacia la oscuridad exterior.
Mar Korssil disparó. Luis cayó pataleando, con el pecho en llamas. Gritó y se desprendió de la coraza, revolcándose para alejarse del fuego. Los mandos del cinturón de vuelo ardieron con llamaradas amarillas y pequeñas explosiones de azul y blanco.
Luis se encontró con el láser en la mano y apuntó a Mar Korssil. La Cazadora no pareció hacer caso.
—No me obligues a hacerlo otra vez —dijo ella—. ¿Estás herido?
Estas palabras la salvaron, pero Luis necesitaba disparar contra cualquier cosa.
—Suelta el arma o te parto en dos, como a eso —dijo, cruzando con el rayo del láser la silla de ejecución, que se hizo pedazos, envuelta en llamas.
Mar Korssil no hizo ningún movimiento.
—Sólo quiero salir de vuestro edificio. Por tu culpa estoy embarrancado aquí. Tendré que cruzar por el edificio, pero prometo abandonarlo a través de la primera rampa que vea. Deja caer el arma o morirás.
Una voz de mujer habló desde la escalera.
—Suelta el arma, Korssil.
La Cazadora Nocturna obedeció.
La mujer empezó a bajar por la escalera. Era más alta que Luis, y muy esbelta. La nariz era menuda, y los labios tan delgados que resultaban invisibles; tenía la frente calva, pero le flotaba abundante cabello blanco por detrás. Luis supuso que el cabello blanco sería síntoma de vejez. Ella no se mostró atemorizada lo mas mínimo por su presencia.
—¿Tú eres el ama? —preguntó él.
—Yo y mi compañero oficial somos los amos. Soy Laliskareerlyar. ¿Tú dices llamarte Luhiwu?
—Te has acercado bastante.
Ella sonrió.
—Hay una mirilla. Mar Korssil dio la alarma desde el garaje, lo que no es habitual. Vine a ver y escuchar. Lamento lo de tu artefacto volador No hay nada igual en toda la ciudad.
—Si reparo vuestro condensador de agua, ¿me pondréis en libertad? Además, necesito orientaciones.
—Considera tu posición negociadora. ¿Serías capaz de oponerte a mis guardias, que esperan afuera?
Luis estaba casi resignado a tener que abrirse paso matando. Hizo un nuevo intento. El suelo parecía hecho de la acostumbrada piedra artificial. Dibujó lentamente un círculo en el mismo con el láser, y una losa de un metro de grueso cayó hacia la oscuridad. Laliskareerlyar perdió la sonrisa.