Los ingenieros de Mundo Anillo (24 page)

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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Parecía tan real, pensó, y dos o tres años más tarde, todo se habría desvanecido, como la pesadilla de un loco.

Sacó del chaleco la traductora.

—Llamando al Ser último. Llamando al Ser último…

—Hola, Luis. Tu voz tiene un temblor extraño.

—Viaje accidentado. ¿Alguna novedad para mí?

—Chmeee sigue sin contestar a las llamadas, y tampoco los habitantes de la ciudad flotante. He sumergido la segunda sonda en un lago, sin mayores problemas. Dudo que nadie la descubra allá en el fondo. Dentro de un par de días, «La Aguja Candente de la Cuestión» quedará repostada a tope.

Luis renunció a contarle nada al Inferior acerca de las criaturas del lago. Cuanto más tranquilo estuviera el titerote, menos pensaría en abandonar el proyecto y dejar plantados al Mundo Anillo y a sus pasajeros.

—Una cosa quiero preguntarte. Tienes discos teleportadores montados en las sondas, ¿verdad? Si enviaras una adonde yo estoy, podría servir para trasladarme a la «Aguja», ¿no?

—No, Luis. Estos discos sólo conectan con los depósitos de la «Aguja», a través de un filtro que únicamente deja pasar los átomos de deuterio.

—Pero desmontando el filtro, ¿no podría pasar un hombre?

—Aun así, te verías dentro de un depósito de combustible ¿Por qué lo preguntas? En el caso más favorable, sólo te serviría para ahorrarle a Chmeee una semana de viaje.

—Quizá valiera la pena. Quizá se descubra algo.

¿Por qué ocultaba Luis Wu la desaparición del kzin? Luis se veía obligado a confesarse a sí mismo que el incidente le preocupaba. En realidad, no deseaba mencionarlo… el titerote podía ponerse nervioso.

—Procura elaborar un procedimiento de emergencia, sólo por si hiciera falta.

—Lo haré, Luis. He localizado el módulo a sólo un día de distancia del Gran Océano. ¿Qué espera encontrar allí Chmeee?

—Signos y maravillas. Lo nuevo y lo diferente. ¡Nej! ¡No iría si ya supiera lo que iba a encontrar!

—Es natural —dijo el titerote en tono de incredulidad. Y desconectó.

Luis sonrió. ¿Qué esperaba encontrar Chmeee en el Gran Océano? ¡Amor, y un ejército para él! Si el mapa de Jinx estaba habitado por bandersnatchi, ¿no era posible que ocurriese algo similar con el mapa de Kzin?

Necesidad sexual, afán de supervivencia o de venganza: cualquiera de estos motivos podía valer para que Chmeee quisiera visitar la reproducción de Kzin. Para Chmeee, la supervivencia y la venganza iban unidas, porque, si no dominaban al Inferior, ¿cómo lograrían regresar al espacio conocido?

Pero, incluso contando con un ejército de kzinti, ¿qué planeaba Chmeee contra el Inferior? Si se figuraba que sus congéneres dispondrían de naves, iba a sufrir una decepción, según pensaba Luis.

En todo caso, no faltarían hembras kzinti.

Una cosa sí podía hacer Chmeee con el Inferior, pero seguramente a él no se le ocurriría, y Luis no estaba en condiciones de decírselo, ni lo deseaba, de momento. Era algo demasiado drástico.

Luis frunció el ceño. El tono escéptico del titerote le preocupaba.

¿Habría intuido algo? El alienígena era un excelente lingüista pero, por lo mismo que se trataba de un no humano, los matices no se deslizarían en su voz involuntariamente, sino en tanto que él quisiera ponerlos de manera deliberada.

El tiempo lo diría. Mientras tanto, el chaparral se espesaba lo suficiente como para ocultar a un humano acuclillado. Luis miraba a todas partes, atento a las acumulaciones de vegetación y a las lomas de los alrededores. Su coraza de impacto detendría la bala de un francotirador, pero, ¿y si disparaban contra el vehículo? Podía uno verse atrapado entre hierros retorcidos y combustible en llamas.

Por lo que no dejó de dedicar toda su atención a la labor de vigía.

En aquellos momentos valía la pena. Unos troncos verticales como de un metro y medio de talla soportaban en sus extremos unas corolas grandiosas. En una de ellas se posó un pájaro de gran tamaño, semejante a un águila excepto en el pico, que lo tenía largo y recto como una espada. La raíz acodada, especie que conocía de su primera visita, a unos ciento cincuenta millones de kilómetros de allí, crecía en aquellos lugares, formando unos huertos irregularmente distribuidos y rodeados de empalizadas, y lo mismo la planta en forma de embutido de que habían comido la noche anterior. De súbito, se levantó un enjambre de mariposas, que vistas de lejos parecían en todo iguales a las de la Tierra.

Aquello acentuaba la sensación de realidad. Los protectores de Pak no construirían nada caprichoso. ¿O tal vez sí? Los Pak tenían una confianza inmensa en sus obras, en su capacidad para arreglarlo todo o incluso para crear artilugios nuevos a partir de cero.

Y todas aquellas especulaciones se basaban en la palabra de un hombre fallecido setecientos años atrás: Jack Brennan, el minero, el que conocía a los Pak por mediación de un solo individuo. El árbol de la Vida había convertido al propio Brennan en un humano evolucionado a protector: la piel acorazada, el segundo corazón, la caja craneana ampliada, todo. Pero quizá se volvió loco. O tal vez Phssthpok no era un representante típico de su especie. Y Luis Wu, sin otro recurso sino las opiniones de Jack Brennan sobre Phssthpok el Pak, pretendía adivinar lo que habría pensado otro supuestamente más inteligente que él.

Sin embargo, era preciso que hubiese un modo de salvar todo aquello.

Hacia el giro, el bosque achaparrado cedía su lugar a las plantaciones de bulbos-salchicha; una cadena de colinas bajas cerraba el panorama hacia el antigiro. Enfrente, Luis distinguió su primera estación donde repostar. Era una factoría química bastante grande, alrededor de la cual había empezado a formarse un poblado.

Vala le hizo bajar de su observatorio y dijo:

—Cierra el techo, quédate en la plataforma y no te dejes ver.

—¿Soy un ilegal?

—Eres algo poco visto. Se admiten las excepciones, pero tendría que explicar por qué eres pasajero mío, y no se me ocurre ninguna explicación aceptable.

El vehículo se detuvo junto a un muro sin ventanas de la factoría. Por la ventanilla, Luis vio a Vala que charlaba con un grupo de gentes de piernas largas y pecho ancho. Las mujeres eran impresionantes, con grandes tetas en sus bustos voluminosos, pero Luis nunca diría que fuesen hermosas. A todas, el pelo largo y oscuro les enmarcaba la frente y las mejillas, dejando sólo un rostro menudo en forma de «T».

Luis se acurrucó detrás de la banqueta delantera, mientras Vala cargaba el vehículo por la puerta del lado opuesto. Pronto estuvieron en condiciones de reanudar el viaje.

Una hora después y lejos de todo lugar habitado, Vala sacó el vehículo de la carretera. Luis descendió de su puesto de tirador. Tenía un hambre canina. Vala había comprado comida: un ave de gran tamaño, ahumada, y néctar de las corolas gigantes. Luis hizo un destrozo con el ave y al cabo de un rato preguntó:

—¿Tú no comes?

Vala sonrió:

—Nada, hasta la noche. Pero beberé contigo.

Sacó de la trasera del vehículo una botella de vidrio coloreado y añadió al néctar un líquido transparente. Bebió y luego le pasó la botella. Luis bebió.

Alcohol, naturalmente. En el Mundo Anillo no existían los pozos de petróleo, pero cabía la posibilidad de construir destilerías dondequiera que hubiera vegetales capaces de fermentar.

—Dime, Vala, ¿no ocurre a veces que alguna de las razas… ejem… vasallas… se acostumbre demasiado a este brebaje?

—A veces.

—¿Y qué hacéis entonces?

La pregunta la sorprendió otra vez.

—Aprenden. La bebida incapacita a algunos, y saben que deben vigilarse mutuamente.

Era como el problema de los cabletas, pero en miniatura, y con la misma solución: el tiempo y la selección natural. No parecía preocupar a Vala… y Luis no quería permitir que acabase preocupándole a él. Preguntó:

—¿Cuánto nos falta para llegar a la ciudad?

—Tres o cuatro horas hasta el puerto, pero allí nos detendrían. He pensado en tu problema, Luis. ¿Por qué no subes volando tú mismo?

—Dímelo tú. Estoy de acuerdo siempre que no me acribillen. ¿Dispararían contra un volador, o le dejarían explicarse?

Ella tomó un sorbo de la botella de alcohol con néctar.

—Las normas son estrictas. Los que no sean de la raza de los Ingenieros no pueden subir sin ser invitados. ¡Pero tampoco existen precedentes de que nadie haya intentado subir volando!

Le pasó la botella. El néctar era dulce, como un jarabe de grosella rebajado, pero el alcohol, de noventa y seis grados sin duda, era una coz en el estómago. Devolvió el frasco y se puso los binoculares para observar la ciudad.

Era un amasijo de torres verticales, de forma circular como de lirio de agua; las torres mismas presentaban una variedad de estilos alucinante: paralelepípedos, husos aguzados por arriba y por abajo, bloques traslúcidos, prismas poliédricos, cilindros, conos con el vértice invertido. Algunos edificios eran todos ventanas, otros parecían hechos de balcones. Estaban unidos entre sí, a los más variados niveles, por airosos puentes o por anchas rampas rectilíneas. Aun admitiendo que los arquitectos no eran del todo humanos, a Luis todavía le costaba creer que nadie se molestase en construir una cosa tan grotesca con alguna finalidad.

—Debieron de venir de todas partes y desde miles de kilómetros de distancia —dijo—. Cuando falló la energía, quedaron los edificios dotados de generadores autónomos. Y se reunieron aquí. La raza de Prill los fundió en una sola ciudad. Así es como sucedió, ¿no?

—Nadie lo sabe, Luis, pero tú hablas como si lo hubieras visto.

—Para ti es algo familiar, conocido de toda la vida. No lo ves con los mismos ojos que yo.

Siguió mirando, y se fijó en un puente que salía de un edificio bajo y sin ventanas, situado debajo de la ciudad flotante, para elevarse en una graciosa curva hasta la base de una especie de obelisco, donde empezaba, al lado opuesto, un camino de piedra hasta el edificio más alto, en la cima de una colina.

—Apuesto a que los invitados han de pasar por allí arriba tras cruzar el puente colgante.

—Como es natural.

—¿Y qué ocurre allí?

—Los registran, por si llevan objetos prohibidos. Son interrogados. Si los Ingenieros de las Ciudades son exigentes con los invitados a quienes permiten subir, nosotros no lo somos menos. A veces, algunos disidentes intentan pasar bombas de contrabando. En una ocasión, unos mercenarios contratados por los Ingenieros intentaron pasar las piezas de repuesto que necesitaban para reparar sus colectores mágicos de agua.

—¿Sus qué?

Vala sonrió.

—Algunos funcionan todavía. Condensan la humedad del aire. Aun con eso, no tienen agua suficiente. Nosotros elevamos el agua del río. Cuando tenemos alguna diferencia política, ellos pasan sed, y nosotros nos quedamos sin las informaciones que ellos recogen, hasta que se alcanza un arreglo.

—¿Qué clase de información? ¿Acaso tienen telescopios?

—Mi padre me lo contó una vez. Tienen una habitación donde se ve todo lo que ocurre en el mundo, mejor que con tus binoculares. Al fin y al cabo, Luis, están arriba y pueden verlo todo mejor.

—Me gustaría hablar con tu padre de todo eso. ¿Cómo…?

—No creo que sea una buena idea. Está muy…, no ve…

—¿Acaso desagrada mi aspecto y mi color?

—Sí. El no creería que tú seas capaz de fabricar esas cosas que tienes. Intentaría quedárselas.

¡Nej, maldición!

—¿Qué ocurre cuando han pasado los admitidos?

—Mi padre siempre regresa con una inscripción en el brazo, escrita en un idioma que sólo conocen los Ingenieros. Las letras brillan como hilos de plata. No se borran al lavarse, pero acaban por desaparecer al cabo de un falan o dos.

Probablemente no sería un tatuaje, sino más bien algún tipo de circuito impreso. Seguramente los Ingenieros controlaban a sus invitados mejor de lo que éstos se figuraban.

—Okey, y ¿qué hacen los invitados allá arriba?

—Hablan de política. Entregan regalos, grandes cantidades de comida y algunos herramientas. Los Ingenieros les enseñan sus maravillas y hacen rishathra con ellos.

Vala se puso en pie súbitamente y agregó:

—Más vale que continuemos.

El peligro de los bandidos había quedado atrás. Luis se sentó delante, al lado de Vala. El ruido era una molestia casi tan grande como los baches, obligándoles a levantar la voz. Luis gritó:

—¿Rishathra?

—Ahora no, mientras conduzco —sonrió Vala mostrando todos los dientes—. Los Ingenieros son muy hábiles en el rishathra. Pueden hacerlo con casi todas las razas. Eso les ayudó a forjar su antiguo imperio. Utilizamos el rishathra para comerciar y para no tener hijos hasta que decidimos emparejarnos y formar familias propias, pero los Ingenieros no lo han dejado nunca.

—¿No conoces a nadie que pudiera conseguirme una invitación? Digamos, para enseñar mis máquinas.

—Sólo a mi padre, pero él no querrá.

—Entonces, tendré que subir volando. Bien, ¿qué más hay debajo de la ciudad? ¿Puedo acercarme y echar a volar sin más?

—Debajo está la granja de las sombras. Podrías hacerte pasar por un granjero, si abandonas tus utilajes. Los granjeros son de todas las razas. Es un trabajo sucio. Las cloacas de la ciudad desaguan sobre la granja y hay que esparcir los desperdicios para abonar los cultivos. Son plantas de las que crecen en las cavernas, que pueden vivir en la oscuridad.

—Pero… ¡Ah, claro! Ahora lo entiendo. El sol no se mueve, de modo que debajo de la ciudad están siempre a oscuras. ¿Plantas de caverna? ¿Champiñones y cosas así?

Ella le miraba con extrañeza.

—¡Luis! ¿Cómo se te ocurre decir que el sol podría moverse?

—Olvidaba dónde me encuentro. Lo siento —se disculpó él con una mueca—. ¡Cómo va a moverse el sol! No, claro. Son los planetas los que se mueven. Nuestros mundos son esferas que giran sobre sí mismas, ¿comprendes? Al que vive en un lugar, le parece que el sol sale por un lado del cielo y se pone por el lado opuesto; entonces se hace de noche, hasta que vuelve a salir el sol. ¿Para qué crees que pusieron las pantallas cuadradas los Ingenieros del Mundo Anillo?

El vehículo pareció perder la dirección. Vala estaba pálida y temblaba. Luis le preguntó con amabilidad:

—¿Demasiadas cosas extrañas para ti?

—No es eso —y se interrumpió con un estertor, como una risa ahogada—. Las pantallas de sombra. Evidente hasta para la raza más estúpida. Las pantallas de sombra imitan los ciclos del día y de la noche de los mundos esféricos. Yo confiaba sinceramente en que estuvieras loco, Luis. ¿Qué podemos hacer?

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