Los ingenieros de Mundo Anillo (22 page)

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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Te repito que son míos.

—Conduce.

Empezaban a aparecer oasis de verdor en el desierto. Cuando una de las pantallas de sombra dividía ya el disco solar por la mitad, Valavirgillin le ordenó que se detuviera. Se sintió aliviado, pues se hallaba exhausto después de soportar durante largas horas los baches de la carretera y la fatiga de mantener la dirección del vehículo.

Vala dijo:

—Vas a… la cena.

Estaban acostumbrados a las lagunas en la traducción.

—No he entendido esa palabra.

—Que si necesitas calentar los alimentos hasta que están en condiciones de consumirlo. ¿No sabes…, Luis?

—Cocinar.

No era probable que ella tuviese cazuelas sin fricción ni horno de microondas ni recipientes medidores ni azúcar refinado, mantequilla ni especia alguna que él conociese.

—No.

—Cocinaré yo. Enciende un fuego. ¿Qué comes tú?

—Carne, ciertas plantas, fruta, huevos, pescado. La fruta puedo comerla sin cocinar.

—Lo mismo que los míos, excepto el pescado. Bien. Sal y espera.

Le hizo apearse del vehículo, cerró por dentro y se metió en la parte de atrás. Luis estiró sus músculos doloridos. El sol era apenas un segmento deslumbrador; todavía no se podía mirar de cara, pero las sombras empezaban a extenderse por el desierto. Hacia el antigiro brillaba una ancha faja diurna. Estaban en medio de un matorral pardo y cerca de un grupo de árboles achaparrados, uno de ellos blanquecino, muerto por la sequía.

Ella asomó a gatas y le arrojó a los pies un objeto pesado.

—Haz leña y enciende una hoguera.

Luis lo recogió. Era un palo que llevaba en un extremo una cuña de hierro.

—No me gusta parecer estúpido, pero ¿qué es esto?

Ella le dijo el nombre.

—Se golpea un tronco con el filo, hasta derribar el árbol. ¿Lo entiendes?

—Un hacha.

Luis recordó las hachas de guerra que había visto en el museo de Kzin.

Contempló el hacha, luego el árbol seco… y de pronto decidió que estaba harto.

—Se está haciendo de noche —dijo.

—¿No ves bien en la oscuridad? Toma —dijo ella, arrojándole el láser.

—¿Bastará con ese árbol muerto?

Ella se volvió, dándole el perfil y apartando el cañón del arma. Luis ajustó el haz a máxima concentración y potencia. Lo puso en marcha. La espada de luz incidió cerca de la mujer y Luis cruzó con ella el arma, que explotó en una llamarada y se hizo pedazos.

Ella se quedó con la boca abierta y con los dos trozos de su arma en las manos.

—No me importa recibir sugerencias de una amiga y aliada —explicó él—. Pero estoy harto de recibir órdenes, empezando por mi peludo compañero. Quiero que seamos amigos.

Ella dejó caer los restos de su fusil y levantó las manos.

—Tienes más munición y más armas en la trasera del vehículo. Ve a por ellas.

Luis le volvió la espalda, y disparó el láser en zigzag contra el tronco muerto. Una docena de pedazos de madera cayeron ardiendo. Luis se acercó y los reunió a puntapiés hasta formar un montón alrededor de lo que restaba del tronco. Dirigió de nuevo el láser contra la leña hasta que hubo encendido la hoguera.

En aquel instante, recibió un golpe entre los omóplatos. La coraza se volvió rígida durante un segundo y oyó el estampido.

Luis aguardó unos momentos, pero no hubo ningún segundo disparo. Luego se volvió y se acercó al vehículo y a Vala, diciendo:

—Que no se te ocurra volver a hacer eso nunca más. ¡Nunca!, ¿me oyes?

Ella palideció, espantada.

—No lo haré.

—¿Te ayudo a llevar los útiles de cocinar?

—No. Puedo hacerlo yo… ¿He fallado?

—No.

—Pero… ¿cómo?

—Uno de mis aparatos me ha salvado. Lo he traído después de viajar mil veces la distancia que la luz recorre en un falan, y es mío, ¿te enteras?

Ella hizo un ademán como de abandono con el brazo y se volvió.

16. Estrategias comerciales

Por el suelo proliferaba una planta semejante a ristras de salchichones verdes y amarillos, de cuyas uniones salían unas raicillas. Valavirgillin echó unas cuantas rodajas de ella en un pote, añadió agua y vertió, además, un puñado de judías que tomó de un saco. Luego puso el pote al fuego.

Luis pensó que ¡nej!, para eso habría cocinado él mismo. La cena iba a ser algo insípida.

La claridad había desaparecido por completo. Un cúmulo de estrellas, a babor, correspondía sin duda a las luces de la ciudad flotante. El Arco se elevaba en medio del cielo negro, formando recuadros de azul cobalto y blanco. A Luis le parecía estar dentro de una especie de juguete descomunal.

—Ojalá tuviéramos algo de carne —dijo Vala.

—Dame los binoculares —replicó Luis.

Antes de ponérselos, se volvió de espaldas a la hoguera. Puso en marcha el intensificador de luz. El par de ojos que había estado espiándoles desde fuera del círculo de claridad de la hoguera se divisaba ahora perfectamente. Luis se alegró de no haber disparado al buen tuntún. Los dos bultos grandes y el otro más pequeño eran una familia de humanoides chacales.

En cambio, la otra sombra de ojos brillantes era pequeña y peluda. Luis le cortó la cabeza con el haz luminoso de su láser. Los chacales se echaron atrás e intercambiaron unos susurros entre ellos. La hembra quiso ir hacia el animal muerto, pero luego se detuvo respetando la primacía de Luis. Éste recogió la pieza y se quedó mirando la prudente retirada de los demás.

Los chacales parecían medrosos, aunque ocupaban un nicho ecológico seguro. Vala le había contado lo que ocurría cuando una raza se tomaba la molestia de enterrar o de quemar a sus muertos. Los chacales atacaban entonces a los vivos. Eran los amos de la noche, y se concentraban en ellos supersticiones de tantas religiones locales, que incluso se les suponía dotados de la facultad de hacerse invisibles. Incluso Vala lo creía.

Pero no eran ellos quienes preocupaban a Luis. ¿Para qué? Luis se comería la caza, y algún día tendría que morirse y entonces los chacales reclamarían su parte.

Mientras ellos le vigilaban a él, él contemplaba la pieza: un lepórido de rabo largo y aplanado, y desprovisto de patas delanteras. Menos mal que no se trataba de un humanoide.

Cuando alzó los ojos divisó a lo lejos, hacia babor, un débil resplandor violeta.

Luis contuvo el aliento, procuró mantenerse inmóvil y dio máximo aumento e intensificación de luz al mismo tiempo. Aunque en tales condiciones, incluso el batir de su pulso en las sienes bastaba para difuminar la imagen, supo lo que veía. La llama, aumentada, tenía un tono violáceo que hería los ojos, y se proyectaba como la llama de un cohete en el vacío. La base del chorro era invisible, oculta detrás de una línea recta de oscuridad: el borde del muro de babor.

Se alzó los binoculares. Una vez acomodada la visión, la llama violeta seguía siendo visible, aunque con dificultad. Tenue, pero tremenda, Luis se acercó a la hoguera y echó la pieza a los pies de Vala. A continuación, se alejó de la claridad mirando a estribor y volvió a ponerse los binoculares.

A estribor, el chorro parecía bastante más grande, aunque, por supuesto, aquel muro era con mucho el más cercano.

Vala despellejó el animalillo y lo echó en el pote sin sacarle las vísceras. Cuando hubo terminado, Luis la tomó del brazo y la llevó hacia lo oscuro.

—Espera un ratito, y dime luego si ves una llama azulada a lo lejos.

—Sí, la veo.

—¿Sabes lo que es?

—No, pero creo que mi padre sí lo sabe. La última vez que vino de la ciudad no quiso ni hablar de ello. Hay más. Vuelve la vista hacia la base del Arco, hacia la dirección del giro.

Una banda horizontal azul y blanca, correspondiente a una zona diurna, le obligó a cerrar los ojos. Luis hizo pantalla con la mano. Y entonces, ayudándose con los binoculares, pudo divisar otras dos luces en el borde del Arco, a manera de velitas, y dos aún más pequeñas, un poco más arriba.

Valavirgillin dijo:

—La primera apareció hace siete falans, cerca de la base del Arco, hacia el giro. Luego, hubo más en la misma dirección, y éstas más grandes a babor y estribor, y por fin otras más pequeñas en el Arco a contragiro. Ahora son veintiuna en total. Aparecen sólo durante dos días seguidos, cuando el brillo del sol arrecia.

Luis soltó un tremendo suspiro de alivio.

—No entiendo qué quieres decir cuando haces eso, Luis ¿Estás enfadado, o asustado, o aliviado?

—Tampoco lo sé. Digamos que aliviado. Tenemos más tiempo del que me figuraba.

—Tiempo, ¿para qué?

Luis rió.

—¿Aún no estás harta de mis locuras?

—Al fin y al cabo, puedo elegir entre aceptar lo que digas o no —se engalló ella.

Luis se puso furioso. No le desagradaba Valavirgillin, pero tenía mal carácter y ya había intentado matarle una vez.

—Muy bien. Si esa estructura en forma de anillo en la que vivís quedase abandonada a sí misma, terminaría por chocar contra las pantallas de sombra…, que son esas cosas que tapan el sol cuando se hace de noche…, dentro de cinco o seis falans. Con lo que todo el mundo moriría. Nadie quedará con vida cuando entréis en contacto con el sol mismo…

—¿Y esto te produce alivio? —gritó ella.

—Calma. Tómalo con tranquilidad. El Mundo Anillo no está abandonado a sí mismo. Esas llamas son de unos reactores que lo mueven. Estamos casi en el punto de mayor proximidad al sol, y ellos lo frenan…, proyectan su haz hacia dentro, hacia el sol. De esta manera.

Hizo un esquema de la situación en el polvo, con un palo.

—¿Lo ves? Corrigen la posición.

—Entonces, ¿dices que no moriremos?

—Quizá los motores no tengan potencia suficiente para evitarlo. Pero tardará más tiempo en suceder. Quizá nos queden diez o quince falans.

—Confío de veras en que estés loco, Luis. Sabes demasiado. Sabes incluso que el mundo es un anillo, y eso es secreto. —Encogió los hombros como el que se dispone a levantar un gran peso—. Sí, estoy harta. ¿Me explicarás ahora por qué no me has propuesto hacer rishathra?

—Creí que tenías rishathra suficiente para los restos —se sorprendió él.

—No se trata de ninguna broma. ¡Las treguas deben sellarse con un rishathra!

—¡Ah, bueno! ¿Nos acercamos al fuego?

—Naturalmente, necesitaremos la luz.

Apartó un poco el pote de las llamas, para que hirviera más despacio.

—Es preciso discutir las condiciones. ¿Prometes no hacerme daño? —empezó, sentada en el suelo frente a él.

—Prometo no hacerte daño, siempre que no me vea atacado.

—Te concedo lo mismo. ¿Qué otra cosa quieres de mí?

Sus preguntas eran bruscas y objetivas; Luis le siguió el juego.

—Me transportarás tan lejos como puedas hacerlo sin apartarte de tu camino. Espero que, por lo menos, hasta… ¡ejem!… Recodo del Río. Respetarás mis aparatos, que no serán entregados, como tampoco mi persona, a ninguna autoridad. Me orientarás en la medida de tus conocimientos para permitirme entrar en la ciudad flotante.

—¿Qué ofreces a cambio?

Pero, ¿no se hallaba aquella mujer a merced de Luis Wu por completo? En fin, no importaba.

—Trataré de descubrir si tengo alguna posibilidad de salvar el Mundo Anillo —y cuando acababa de decirlo se dio cuenta, con sorpresa, de que lo deseaba de veras—. Y si puedo, lo haré, cueste lo que cueste. Si decido que el Mundo Anillo no tiene salvación, procuraré salvarme yo, y a ti también, si no te opones.

Ella se puso en pie.

—Una promesa sin valor alguno. ¡Ofreces tus desvaríos como si fuesen realidades!

—¿No has tratado nunca con locos antes, Vala? —se burló Luis, divertido.

—Nunca había tratado con alienígenas, ni locos ni cuerdos. ¡Soy sólo una estudiante!

—Tranquilízate. ¿Qué otra cosa podría ofrecerte? ¿Conocimientos? Estoy dispuesto a compartirlos gratis, valgan lo que valgan. Yo sé por qué fallaron las máquinas de los Ingenieros de las Ciudades, y quién lo hizo.

—¿Más locuras?

—Ya lo decidirás tú misma. Y…, te regalo mi cinturón volador y mis binoculares cuando ya no los necesite.

—¿Y cuando será eso?

—Cuando regrese mi compañero, si es que regresa.

El módulo llevaba otro cinturón de vuelo y otros binoculares, los que debían servir para Halrloprillalar.

—O cuando yo muera. Entonces serán tuyos. Y te doy ahora mismo la mitad de mi pieza de tela. Bastaría hacer tiras de ella para reparar algunas de las antiguas máquinas de los Ingenieros de las Ciudades.

Vala lo meditó.

—Me gustaría ser más sabia. En fin, acepto todas tus condiciones.

—Y yo las tuyas.

Ella empezó a quitarse sus ropas y adornos. Lo hacía despacio, como si quisiera excitar a Luis, pero éste comprendió, al cabo de un momento, que en realidad se proponía demostrarle que estaba prescindiendo de cualquier posible arma ofensiva. Él aguardó hasta que ella estuvo desnuda y entonces la imitó. Dejó caer el láser, los binoculares y las piezas de la coraza de impacto a cierta distancia de ella, e incluso añadió el cronómetro.

Luego hicieron el amor, pero no había amor en realidad. El delirio de la noche anterior se fue con los vampiros. Ella le preguntó con alguna insistencia cuál era su postura preferida, y él acabó eligiendo la del misionero. Fue todo como un formulismo, y tal vez lo era en realidad. Luego, mientras ella acudía a remover el guiso, Luis permaneció atento a que no se interpusiera entre él mismo y sus armas. La situación era de las que exigen tales medidas de prudencia.

Cuando se vieron de nuevo frente a frente, él explicó que los de su especie podían hacerlo más de una vez.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y Vala sobre su regazo y rodeándole a su vez las caderas con sus piernas, se acariciaron el uno al otro, se excitaron mutuamente, aprendiendo sobre la marcha. A ella le agradaba que le rascasen la espalda. La tenía musculosa, mucho más ancha que la de él, y recorrida por una franja de pelo espina dorsal abajo. Dominaba a la perfección la musculatura de su vagina. El collar de barba era muy suave, muy fino.

Y Luis Wu tenía un disco de plástico en la coronilla, oculto bajo el cabello.

Estaban el uno en brazos del otro, y ella aguardó.

—Aunque no tengáis electricidad, algo sabréis de ella —empezó Luis—. Los Ingenieros de las Ciudades la usaban para hacer funcionar sus máquinas.

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