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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (46 page)

Le dijo que lo abriera cuando él ya no estuviera, y que entonces sabría qué hacer con él. En el paquete había una plancha de mármol blanco con la siguiente inscripción: «Aquí yacen Carmen y Severo Ochoa, unidos toda una vida por el amor. Ahora, eternamente vinculados por la muerte». El día 1 murió Severo Ochoa en la Clínica de la Concepción de Madrid. El día 3, ya estaba otra vez junto a su mujer. Pasen a saludarle si van por Luarca, porque allí está enterrado un genio. Y díganle, de paso, que gracias en parte a su enzima de nombre interminable, el genoma humano ha sido un éxito.

François, el ilustrado

Casi todos tenemos la obligación de saber quién era Voltaire, porque sin saberlo no había forma de aprobar filosofía y literatura del bachillerato. Ahora sabemos que Voltaire fue un gran pensador, un gran escritor y un gran especialista en incordiar a nobles y eclesiales; uno de los que abrió el siglo XVIII a las luces de la Ilustración. Pero el 21 de noviembre de 1694 Voltaire no era nada de eso… acababa de nacer.

Voltaire no se llamaba así. Sus padres le pusieron François para que no cupiera la menor duda de que era francés. Pero él, en cuanto le dio la ventolera de la escritura se lo cambió por Voltaire, igual de francés, pero más exclusivo.

Los estudiosos aún no se ponen de acuerdo en concluir poiqué François pasó a llamarse Voltaire y, como este filósofo escribir, escribía mucho pero casi nunca sobre él, ahí sigue la duda. François, de ingenio maligno y lengua ácida desde pequeñito, no dejó títere con cabeza, porque se empeñó en revisar la historia y contar las cosas tal como eran, no como los mandamases querían que fueran y para lo que contaban con historiadores prácticamente a sueldo que sólo cantaban alabanzas.

Fue Voltaire el que dijo aquello de que la verdadera utilidad de la historia es prevenir nuevas calamidades, y si para eso había que revolcar a reyes, papas y pueblos… si había que separar las fábulas de la realidad y si había que dejar en ridículo a los historiadores franceses que sólo peloteaban al poder, lo hacía. El coste fue estar entrando y saliendo de la cárcel cada dos por tres.

No es que Voltaire no metiera la pata, porque la metió, a veces hasta el corvejón, pero puso los cimientos de la historia moderna y defendió ante todo la razón humana sobre la divina. Su frase favorita era: «Ni supongo, ni propongo: expongo». Pero insisto en que todo esto fue posterior, porque el 21 de noviembre de 1694 el arrapiezo François sólo daba gritos ilustrados.

Poliintelectual Jovellanos

Asturias no ha dado un tipo más listo que Jovellanos. Fue de todo y casi todo lo hizo bien: magistrado, ministro, literato, orador, poeta, jurisconsulto, filósofo, economista… En resumen, un ilustrado, un pozo de sabiduría, una enciclopedia con patas. Los padres le destinaron al sacerdocio, pero Jovellanos no podía encerrar su inquietud intelectual en un monasterio y se echó al mundo para aprender, para enseñar y para compartir. El 27 de noviembre de 1811 una pulmonía mató a Baltasar Melchor Gaspar María de Jovellanos, un hombre bautizado con los tres nombres de los Reyes Magos porque nació el 5 de enero. Se desconoce por qué extraña razón las enciclopedias siempre obvian el nombre del negro.

Jovellanos tuvo una cabeza privilegiada. Tan pronto reformaba la ley agraria como fomentaba la marina o promovía el libre ejercicio de las artes. Aconsejaba cómo impulsar la minería de una provincia a la vez que pegaba la nariz al suelo para estudiar con entusiasmo la botánica de una zona aprovechando que le habían desterrado. Cada minuto de su vida lo empleó en aprender y en promover la cultura en beneficio del país.

Su legado escrito aún lo tenemos, pero se nos ha perdido el artístico. Verán cuándo y por qué: poco antes de la Guerra Civil, el Colegio de los Jesuitas de Gijón guardaba el famoso legado artístico de Jovellanos, ahora de un valor incalculable porque estaba compuesto por unos setecientos bocetos de Rembrandt, Goya, El Greco y Velázquez.

Durante la guerra, el Colegio de los Jesuitas se reconvirtió en cuartel del ejército de tierra, el famoso cuartel de Simancas, que acabó incendiado y destruido. Desde entonces se desconoce qué ocurrió con el legado artístico de Jovellanos. Hace cinco años hubo una falsa alarma porque un anónimo aseguraba que ese legado estaba oculto en un nicho del cementerio de Ceares, en Gijón, y la que se montó fue considerable.

Hubo que contratar seguridad privada en el cementerio para evitar que alguien se sintiera tentado por el jugoso botín, exhumar al ocupante del nicho y comprobar que allí no había nada. Jovellanos duerme su sueño ilustrado en la capilla de los Remedios de Gijón y la sabiduría que nos dejó es tan suculenta que el legado material da exactamente igual.

Galileo: el precio de la sabiduría

Hubo un tiempo en el que todos estaban convencidos de que la Tierra estaba inmóvil en el centro del universo. Algunos insensatos defendieron que no, que la Tierra giraba sobre sí misma y que el único centro universal era el Sol. Entre aquellos insensatos estaba Galileo Galilei, que el 8 de enero de 1642 abandonó este mundo aburrido de tanto ignorante con sotana. Tuvo que renegar de su propia teoría para salvar el cuello, y admitir que si las Sagradas Escrituras decían que la Tierra era el ombligo del universo, eso iba a misa. Pero Galileo dijo sólo lo que la Iglesia quería oír. ¿Que la Tierra es el centro de la creación? Pues muy bien. ¿Que no gira? Pues también. Pero Galileo murió en posesión de una verdad más grande que una catedral.

El geocentrismo era una verdad religiosa indiscutible, luego afirmar que eso era una patraña se convirtió en herejía. El hereje Galileo defendió la teoría de Nicolás Copérnico, la que decía que el centro del universo era el Sol y que los terrícolas, incluidos los que habitaban el Vaticano, dábamos vueltas a su alrededor como todo hijo de vecino de cualquier otro planeta. Esta afirmación de Galileo, argumentada y calculada, sentó fatal a la Iglesia, especialmente a unos chivatos inquisidores que la tomaron con Galileo y lo denunciaron al Santo Oficio. Estos acusicas gustaban de llamarse dominicos, del latín
domini canes
, que traducido viene a ser «los perros del Señor».

Pese a que el matemático acabó dando la razón a cardenales, inquisidores y papas… pese a que demostró ser un fiel cristiano… pese a que suplicó benevolencia y perdón, Galileo murió cumpliendo su pena y no fue rehabilitado por la Iglesia hasta tres siglos después de su muerte. En 1992, Juan Pablo II reconoció en una solemne declaración oficial que Galileo fue un físico genial; que tenía razón, caray, que la Tierra no está quieta y no es el centro del universo conocido, aunque disculpó a los teólogos cazurros que lo condenaron porque lo hicieron sin mala fe. Menos mal. Trescientos cincuenta años tardaron en reconocer que Galileo tenía razón y sólo entonces Roma comenzó a girar alrededor del Sol. El Vaticano, sin embargo, se mueve.

Carlo Broschi, sin un par

Carlo Broschi nació el 24 de enero de 1705. Y cómo chillaba el condenado niño, qué pulmones. Nació con todos sus atributos, con un par, pero no se hizo famoso hasta que los perdió a cambio de quedarse para los restos con voz de soprano. Lo rebautizaron como Farinelli
il castrato
, porque era un protegido de los hermanos Farina. Este hombre sin testosterona fue el más famoso de los
castrati
, de los castrados, unos señores a quienes les cortaban los testículos cuando eran niños para que continuaran conservando una voz delgada. Mi ignorancia me decía que eso de cantar dependía de la garganta. Pero no. Resulta que la voz sale de otro sitio.

La historia de los
castrati
es de sobra conocida. Y también sobradamente cruel. Extirpar a un niño de seis, siete u ocho años los testículos para educar su voz como la de una soprano e intentar hacerle famoso en los escenarios operísticos era una práctica muy extendida. En los siglos XVII y XVIII llegaron a castrarse a cuatro mil niños al año, y encima sólo triunfaba el 10 por ciento. Las consecuencias físicas eran tremendas. Se volvían gordos o muy larguiruchos, pero, además, se les satinaba la piel, les desaparecía el vello, se les retraía el pene (es de suponer que porque se habían llevado a sus dos mejores amigos), sufrían enfermedades vasculares, sabañones… En fin, una calamidad. Y a todo esto hay que añadir que mucha gente los trataba con desprecio. Les llamaban capones, huevazos, elefantes sonoros…

Farinelli, al menos, fue uno de los que triunfó. También en España, donde fue contratado por la reina Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, para curar la melancolía del rey. Cuentan que la primera vez que Felipe V oyó la voz de Farinelli, lloró a moco tendido; o sea, que la melancolía no se le curó, pero a cambio consiguió un gran amigo. Pero es que si la pérdida testicular de Carlo Broschi ya no tenía remedio, menos aún lo tenía el trastorno bipolar de Felipe V.

El sambenito de Sade

No hay nada peor que pasar a la historia con mala fama. No hay forma de sacudírsela de encima. El marqués de Sade no es que fuera un bendito, pero tan, tan, tan malo, tampoco. Era un crápula viciosillo, pero no peor que muchos de sus colegas de época, lo que pasa es que unos cardaban la lana y el marqués de Sade se llevó la fama. Sea como fuere, el 2 de diciembre de 1814 el marqués de Sade murió y legó al mundo un sinónimo de perversión sexual: sadismo. Menudo sambenito le cayó encima. Se llamaba Donatien Alphonse François, y Sade era el apellido. El panorama que se le presentó en la vida fue el siguiente: el padre tan pronto estaba corriendo tras las faldas de madame de Pompadour, como le tiraba los tejos al mismísimo Voltaire; la madre se desentendió del crío; el tío, encargado de su educación, era sacerdote, pero impartía misa por la mañana con el mismo desparpajo que utilizaba por la noche para montarse juergas con las parroquianas. La esposa del marqués era una puritana y la suegra cumplía todos los tópicos: era más mala que un dolor, así que se la juró a su yerno y usó todas las influencias de la corte para no dejarle a sol ni a sombra. Con un ambiente familiar tan sugerente, el marqués se dio a las orgías y, como era muy imaginativo, se lió de más.

Pero el marqués de Sade también fue un gran escritor, buen dramaturgo y aceptable actor. No hacía nada que no estuviera de moda en la época entre los nobles, el clero, los profesionales de alto
standing
y los varones de alta alcurnia: frecuentar los prostíbulos parisinos con señoritas especializadas en prácticas… eso, especiales. Pero el foco se centró en él y fue él quien se largó a la tumba con cargo de conciencia por haber sido un mal bicho. Por eso escribió que sobre su tumba se plantaran semillas para que la espesura la tapara y se borrara entre los hombres el recuerdo de su existencia. Pobre, no era tan malo.

Madame Pimentón

Les hablo de un personaje muy desconocido ahora, pero que dio mucho juego en el Madrid castizo de principios del siglo XX. Al parecer se llamaba Timotea Conde, pero esto es lo de menos porque todo Madrid la conocía como madame Pimentón. Era un ejemplar castizo y estrafalario, admirado por escritores de la época y recurrente en las crónicas periodísticas, que murió el 6 de febrero de 1918. ¿Su curriculum? Ex prostituta, mendiga, borracha conocida más que alcohólica anónima y con la única habilidad de cantar a los transeúntes y frente a las terrazas retazos de conocidas óperas y zarzuelas con la mano extendida. Un personaje tan pinturero, que la intelectualidad de la época celebró un banquete en su honor.

Poco o nada se sabía de madame Pimentón. Salvo eso, que cantaba ópera, seguramente mal, que era una excéntrica vestida del color del pimentón de los pies a la cabeza, que no hacía daño a nadie y que malvivía de las monedas que le daban por sus gorgoritos. En el año 1910, el cotarro periodístico y literario del momento decidió que madame Pimentón, a su manera, era un personaje de éxito, y en aquella época era habitual celebrar banquetes para testimoniar admiración, madame Pimentón era más conocida que la Chelito, y justo era que tuviera su homenaje con discurso a los postres.

Escuchen los versos que leyó el escritor José López Silva al final del banquete homenaje a madame Pimentón:

Deja que tu mano estreche
,

fenómeno de mujer
,

y ojalá que te aproveche

la ensalada de escabeche

que te acabas de comer.

Aquel reconocimiento era merecido, porque madame Pimentón inspiró a muchos escritores costumbristas, incluso años después de fallecer. Camilo José Cela, por ejemplo, menciona a madame Pimentón en
La colmena
. Los trinos de la madame se apagaron cuando cumplió los setenta y cuatro años, pero al menos tuvo donde caerse muerta. Una actriz se ocupó de arreglarle el entierro para evitar que sus huesos fueran a una tumba de caridad aquel frío febrero. Ya se acabaron los personajes pintorescos. Sólo nos quedan
frikis
que venden sus miserias en televisión y encima no se saben ni un párrafo de
Doña Francisquita.

Monsieur Parmentier

La ONU declaró 2008 como el año internacional de la patata y apenas alguien hizo puñetero caso a ese tubérculo tan socorrido. Así que, como sentido homenaje a la patata, recordar que el 17 de diciembre de 1813 murió el principal impulsor de las papas para el consumo humano, Antoine-Augustin Parmentier. Si no llega a ser por él, aún estábamos echándoselas a los cerdos.

La patata la trajimos los españoles de América, pero allí ya llevaban consumiéndola los peruanos desde hacía ocho mil años. Aquí en Europa, como éramos muy finolis, decidimos que, como mucho, la patata servía para dar de comer al ganado y a los pobres. Y en este plan estuvimos tres o cuatro siglos, hasta que, llegados al XIX, a la academia de la ciudad francesa de Besançon se le ocurrió hacer un concurso de ideas para saber cuáles eran los vegetales más nutritivos en tiempos de hambruna. Varios presentaron la patata, aunque esto no era nuevo, porque miles de pobres habían confirmado a lo largo de siglos que la patata quitaba el hambre.

Pero fue Antoine Parmentier quien presentó la tesis más convincente y el que demostró no sólo que la patata era apta para el consumo humano más allá de estómagos necesitados, sino que con ellas se podían hacer verdaderas virguerías en la cocina.

Cuando los gastrónomos se percataron del filón que tenían en sus fogones, ya está, la patata se convirtió en la reina, sola o en compañía de otros. Por servir, sirve hasta para salir sonrientes en las fotos siempre y cuando se diga patata, no
pomme de terre
, que es como la llaman los franceses. Y más rebuscados fueron los alemanes, que la llamaron falsa trufa y de ahí derivó a
kartofel
. Huevos fritos con
kartofel
. Suena raro pero saben bien.

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