El episodio ocurrido en aguas de Algeciras entre dos navíos españoles el 12 de julio de 1801 es de esos que mejor tachar de los libros de historia, aunque sólo sea por vergüenza torera. Porque aquella madrugada, dos barcos de la armada española, el
Real Carlos
y el
San Hermenegildo
estuvieron disparándose mutuamente como descosidos creyendo que el otro era el enemigo inglés. Cuando amaneció y vieron que habían estado cañoneándose entre colegas, no daban crédito.
El
Real Carlos
y el
San Hermenegildo
eran buques gemelos, de unos 60 metros de eslora y con 112 cañones cada uno. Los más grandes construidos por la marina española. Discurrían ellos en paralelo por aguas de Algeciras la noche de aquel 12 de julio con otros buques, cuando una fragata inglesa que navegaba sin luces se coló entre las líneas de nuestra gloriosa armada. El barco inglés lanzó una andanada por babor y otra por estribor, e inmediatamente salió pitando sin que nadie lo viera.
El
San Hermenegildo
, uno de los acometidos, contraatacó en la dirección de la que procedían los disparos, pero como la fragata inglesa ya había hecho mutis por el foro, al único que dio fue a otro buque español, al
Real Carlos
. Éste, al recibir el primer cañonazo, respondió a su vez, y disparó al
San Hermenegildo
creyendo que atacaba al enemigo inglés. Y así se pasaron la madrugada, hasta que llegó la clarita del día y los dos descubrieron que el supuesto enemigo era en realidad un colega.
Cuando los capitanes Ezquerra y Emparán se percataron de que habían estado disparándose recíprocamente, ya era tarde. Los barcos estaban para el arrastre. El capitán navarro José Ezquerra voló su navío, y el capitán guipuzcoano Manuel Emparán vio cómo las llamas consumían el suyo. La historia hubiera dado para un monólogo telefónico de los de Gila, del tipo «¿está el enemigo?, que se ponga», si no hubiera sido porque en aquel gran error murieron dos mil hombres. Un desastre naval en el que ni siquiera quedó el consuelo de echarle la culpa al enemigo.
Hay un cuadro muy famoso, muy trágico, colgado en el museo parisino del Louvre. Se titula
La balsa de la Medusa
y lo pintó Gericault, que se hizo célebre sólo por este cuadro. La pintura se convirtió en emblema del Romanticismo, pero no sólo por la calidad de la obra, sino por el drama real que encerraba la imagen: la odisea de la balsa en la que intentaron sobrevivir ciento cincuenta náufragos de la fragata
Medusa
, una fatal aventura que duró trece días y que terminó el 17 de julio de 1816. De aquellos ciento cincuenta infortunados sobrevivieron sólo diez.
La fragata francesa
Medusa
embarrancó en aguas poco profundas de la bahía de Arguin, a la altura de Mauritania, con cuatrocientas personas a bordo. El barco no llevaba botes salvavidas para todos, así que se decidió construir una gran balsa que sería remolcada por los botes hasta llegar a la costa. En la balsa se hacinaron ciento cincuenta personas, mientras que oficiales y viajeros de alto postín se acoplaron en los botes. Pasa dos sólo unos días, cuando el hambre y la sed apretaron, los que iban en los botes comenzaron a ponerse nerviosos. Arrastrar la balsa era un lastre para alcanzar pronto la costa y, además, temían que los balseros se amotinaran y acabaran asaltando los botes. Solución, cortar las cuerdas y abandonar la balsa a su suerte. La orden la dio el propio capitán.
Trece días tardaron en encontrar la balsa. Trece días en los que se sucedieron a bordo los suicidios, los asesinatos y el canibalismo. Sólo encontraron a quince náufragos y cinco de ellos murieron días después. Los otros ciento treinta y cinco fueron arrojados al mar o devorados.
Se descubrió con posterioridad que el capitán era un navegante sin ninguna experiencia, pero su irresponsabilidad le costó sólo tres años de prisión. El naufragio de la balsa de la
Medusa
se convirtió en la obsesión de un pintor llamado Gericault, porque en aquella pintura plasmó no sólo el drama de ciento cincuenta náufragos. El lienzo iba cargado de simbolismo por el nefasto momento político que vivía su país entre el loco Napoleón y el arbitrario Luis XVIII: aquella balsa era Francia y Francia iba a la deriva.
Una de las mayores tragedias humanas, demográficas y económicas que ha vivido España fue la expulsión de los moriscos, de los musulmanes bautizados. Comenzó en 1609 y se prolongó durante cinco años, pero el 12 de enero de 1610 se produjo una de las más masivas y dramáticas. Se cumplía así la real orden de Felipe III, una decisión que no se atrevieron a tomar los anteriores monarcas, porque supieron calcular mejor las nefastas consecuencias que tendría la expulsión de cientos de miles de españoles. La historia tiene un principio: la capitulación de Granada.
En 1492 los Reyes Católicos aceptaron en las capitulaciones de Santa Fe respetar la forma de vida de los mahometanos, pero lo hicieron por las prisas de anexionarse Granada, no porque tuvieran intención de respetar los acuerdos. Se los saltaron a la primera de cambio y la Inquisición obligó a conversiones masivas. O eso, o abandonaban el país.
Los musulmanes aceptaron bautizarse porque ésta era su patria, la única que conocían desde hacía ochocientos años. Muchos moriscos mantuvieron a escondidas las normas musulmanas, a otros les daba exactamente igual Alá o Dios Padre, y otros se convirtieron en cristianos convencidos. Pero dio igual. Al final fue Felipe III el que metió a todos en el mismo saco y en las mismas galeras camino del exilio.
España, que apenas contaba con 5 millones de habitantes, perdió de golpe entre 500.000 y 900.000 ciudadanos. El país quedó despoblado; los campos, sin brazos; los comercios, cerrados; los nobles, sin criados. La economía se hundió. Con los moriscos nunca quedó claro qué fue antes, si el huevo o la gallina. Los expulsaron por ser enemigos o acabaron siendo enemigos por las constantes amenazas de expulsión.
Diego Clemencín lo definió muy bien: «Como forzados, fueron malos cristianos; como malos cristianos, perseguidos; como perseguidos, se hicieron enemigos, y como enemigos, se les exterminó». Luego, llegó la paradoja. España no les quiso por ser malos cristianos y Berbería los rechazó por estar bautizados y proceder de la España cristiana. Enhorabuena Felipe III. Ya lo dijo tu padre, el segundo de los Felipes: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos».
Chile conmemoró el 21 de diciembre de 2007 uno de los episodios más vergonzosos de su último siglo. Habían pasado cien años desde que miles de obreros con sus hijos y esposas fueron masacrados por el ejército chileno cumpliendo órdenes del nefasto presidente Pedro Montt. Los trabajadores estaban en huelga, en lucha contra unas condiciones de trabajo infrahumanas a cambio prácticamente de nada. Murieron más de tres mil personas. Fue la matanza de la escuela de Santa María de Iquique.
Los salitreros que trabajaban en la zona norte del país, una región desértica de donde se extrae el famoso nitrato de Chile, ya no podían con su alma. El trabajo era insano, agotador y mal pagado. En Iquique se concentraron miles de obreros que arrastraron con ellos a sus familias, y allí, en las salitrerías, trabajaban, sobrevivían y morían a cambio de un sueldo mísero. Tan mísero, que ni siquiera era un sueldo. Les pagaban con fichas de cambio que sólo podían gastarse en los comercios de las propias compañías salitreras, y así no había familia que ahorrara ni un peso. En diciembre de aquel año 1907 el vaso se colmó y se produjo la primera y más grande reivindicación obrera de Chile.
Los salitreros iniciaron una huelga… primero en una mina… luego en otra… y en otra… y en otra. Hasta que la manufactura se paró. Las empresas salitreras eran inglesas, apoyadas sin condiciones por el gobierno de Pedro Montt. Cuando las compañías vieron disminuir la producción, pidieron ayuda al presidente y el presidente no lo dudó. Envió al ejército con orden de disparar a quien se negara a volver a su puesto de trabajo. Por eso mataron a tres mil. Porque los obreros, sus esposas y sus hijos, atrincherados en la escuela de Santa María de Iquique, se negaron a moverse de allí. Ahora, un siglo después, todavía los arqueólogos buscan las fosas que ocultaron aquella matanza para devolver a Chile parte de su memoria obrera. Una memoria vergonzosa, pero a la que los chilenos del siglo XXI no están dispuestos a renunciar.
Las bravas aguas gallegas tienen un largo historial de naufragios, porque cuando el Atlántico se enfurruña no para en prendas. El 2 de enero de 1921 se produjo uno de esos desastres que ya casi nadie guarda en la memoria. Se hundió el buque
Santa Isabel
y se llevó con él la vida de 213 pasajeros y tripulantes. En la noche de aquel nefasto principio de año, el capitán Esteban García Muñiz intentaba con desesperación alcanzar el puerto de Villagarcía en mitad de un fuerte temporal. No pudo ser. A la una y media de la madrugada, en la entrada de la ría de Arosa, una roca truncó el rumbo.
En aquella última travesía, el
Santa Isabel
regresaba de Bilbao haciendo varias paradas en los puertos del norte para recoger a emigrantes que luego embarcarían en Cádiz camino del sueño americano. En Villagarcía debían embarcar los últimos pasajeros, pero un viento y una lluvia de mil demonios impidieron que el buque llegara a puerto. En la isla de Sálvora, a la entrada de la ría de Arosa, el barco encalló en una roca y quedó recostado de estribor. El capitán ordenó que se desalojara el barco y que los telegrafistas comunicaran la posición, pero en apenas quince minutos el barco quedó a oscuras, se desató el pánico y la radio enmudeció.
Las últimas palabras de auxilio del radiotelegrafista Ángel González Campos decían «estamos en Salvo…», y ahí se cortó la comunicación. Algunos entendieron que ese «salvo» indicaba que el barco no corría peligro, pero la realidad fue que el tripulante no pudo rematar la palabra Sálvora. Otros buques, pese a la falta de datos sobre su posición intentaron localizar al
Santa Isabel
, pero el temporal del suroeste impidió cualquier intento.
Las cincuenta y seis personas que pudieron salvar la vida lo hicieron alcanzando a nado la isla de Sálvora y, sobre todo, ayudadas por tres mujeres que vivían en aquella aldea y que se hicieron a la mar en una pequeña barca para remolcar los botes salvavidas. Aquellas tres gallegas salvaron a cuarenta y ocho personas. Se llamaban Josefa, Cipriana y María, y fueron las heroínas de la tragedia del
Santa Isabel.
Todavía algunos dudan de que existiera el famoso oro de Moscú, aquel que sacó del Banco de España el gobierno de la República para, según unos, ponerlo a salvo de los franquistas y, según otros, para pagar la ayuda de la Unión Soviética a las tropas republicanas. Para una u otra cosa, existir, existió. En 2006, el Banco de España, en la exposición que conmemoraba sus ciento cincuenta años de existencia, mostró por primera vez el acta por la que se aprobó la salida del oro. Quinientas y pico toneladas de reluciente metal salieron del puerto de Cartagena el 26 de octubre de 1936 en cuatro buques soviéticos. Llegaron a Odessa el 2 de noviembre. Empezaron a contarlo a primeros de diciembre de 1936 y terminaron a finales de enero de 1937.
Stalin, tan contento, porque se encontró con dieciséis clases de monedas en oro: desde pesetas, que eran lo de menos, hasta francos franceses, belgas y suizos; marcos, florines, pesos mexicanos, argentinos y chilenos; libras esterlinas y una extraordinaria cantidad de dólares. Monedas que, al ser en oro, tenían más valor que el de curso legal. Aquel oro valdría ahora, más o menos, 8.200 millones de euros, pero mejor no echar cuentas.
La orden la dio el ministro de Hacienda, Juan Negrín, considerado un buen gestor hasta que este asunto le puso en la picota. Aquel dinero en manos de Stalin no iba a regresar, mucho menos cuando Franco avanzaba imparable. La Unión Soviética se cobró con aquel oro todos los envíos de material para ayudar a los republicanos. O sea, que lo que primero estuvo disfrazado de apoyo desinteresado para combatir al fascismo tuvo un precio. A finales de 1938 Stalin había cuadrado perfectamente las cuentas y ya no quedaba ni un céntimo. Tanto por los tanques… tanto por los víveres… tanto por esto… tanto por lo otro… Si por él hubiera sido, hasta le deberíamos dinero.
Cuando Franco ganó y abrió los sótanos del Banco de España se los encontró vacíos, así que tuvo que comprar oro a los nazis para rellenarlos; el mismo oro que tuvo que vender luego a Nueva York para afrontar los créditos contraídos con Estados Unidos tras la Guerra Civil. ¿Que dónde está el oro de Moscú? En Moscú. ¿Y el oro nazi? En Nueva York. Empate a uno.
En la madrugada del 18 de abril de 1906 los californianos de San Francisco se arrebujaban entre sábanas ajenos a la que se estaba fraguando en el subsuelo. En apenas unos minutos, un terremoto y los incendios posteriores les destruyeron más de media ciudad, les mataron a tres mil ciudadanos, dejaron a doscientos y pico mil sin sus casas y les metió un miedo en el cuerpo que todavía no se les ha ido. No hay día que no piensen en la que se les vendrá encima con el Big One.
El terremoto de San Francisco tuvo una magnitud calculada entre 7 y 8; no se pudo precisar en aquel momento porque el tipo que luego definió la famosa escala de Richter, y que casualmente se llamaba igual, sólo tenía seis años. Es más, en aquel 1906, ni sabían lo que era la magnitud, ni que por debajo de San Francisco pasa una de las fallas más activas del mundo, a la que luego pusieron nombre de apóstol, San Andrés; y ni mucho menos sabían qué era aquello de la tectónica de placas.
Al menos para eso sirvió el terremoto, porque aquel cataclismo fue el punto de partida para el estudio de las causas de los seísmos. Y las causas ya las tienen claras, y mucho más las consecuencias, pero la asignatura que aún está por aprobar es la de la predicción. Predecir un terremoto es, hoy por hoy, ciencia ficción.
Lo peor del terremoto de San Francisco no fue la sucesión de temblores, sino los incendios que se desataron y que estuvieron devorando la ciudad durante cuatro días. El cálculo de muertos fue muy optimista al principio. Cuatrocientos y pico, dijeron, pero es que se habían olvidado de contar a los cientos y cientos de víctimas de los barrios chinos. Las cifras revisadas en 2005 hablan de tres mil muertos, y lo peor es que murió mucha más gente en los incendios que por el terremoto. Porque al final resulta que los terremotos son prácticamente inofensivos. Hasta el más fuerte de los registrados, si nos pillara en mitad de un campo, como mucho nos sentaría de culo. Ya lo dicen los geólogos, el terremoto no mata, matan los edificios. De hecho, la falla de San Andrés provoca diez mil terremotos al año y ni se enteran.