Todo este lío armó Parmentier. Adivinen qué tipo de ofrendas dejan en su tumba los estómagos agradecidos que pasan por el cementerio Père-Lachaise de París. Eso mismo.
Pommes de terre.
José Rodríguez Losada, puede que así, a bote pronto, no suene a nadie digno de mención. Pero gracias a este leonés nos tomamos puntualmente las uvas con las campanadas de fin de año que retransmite Televisión Española. El 6 de marzo de 1870 moría en Londres José Rodríguez Losada, probablemente el mejor relojero del siglo XIX. No sólo construyó el reloj de la Puerta del Sol, también hizo el de la catedral de Málaga y el del Ayuntamiento de Sevilla. Pero, sobre todo, era un maestro requerido por reyes, ministros, marinos, generales y ricachones europeos para fabricar relojes de sobremesa, de bolsillo, de viaje, de bitácora, cronómetros de marina, reguladores astronómicos… Fabricó 6.275 relojes.
La especialidad de Rodríguez Losada eran los cronómetros para la marina, porque la precisión aquí es fundamental. Con que un cronómetro de marina atrasase un segundo en aquel siglo XIX, ya la habíamos liado, porque suponía una desviación en la longitud geográfica de casi medio kilómetro. El relojero Losada acabó desarrollando su profesión en Londres, porque tuvo que salir por pies de España por sus ideas liberales. Vamos, que Fernando VII se la tenía jurada.
Su huida de España fue curiosa. Sucedió en 1828. El superintendente de Madrid tenía como distracción favorita disfrazarse de lo que fuera y colarse en reuniones clandestinas de liberales para espiarlos y denunciarlos. Pero los liberales le tenían perfectamente fichado, así que un día que el superintendente acudió disfrazado de fraile, le cogieron y le obligaron a firmar un salvoconducto que permitiera salir del país a Rodríguez Losada.
Todo este episodio lo contó el dramaturgo José Zorrilla. Lo sabía de buena tinta porque el superintendente era su padre. El relojero consiguió huir a Francia, donde estuvo dos años, y luego se instaló en Londres, ciudad en la que se casó, se hizo rico y famoso, y murió. Fue desaparecer Rodríguez Losada de la escuela de relojería británica y empezar a hacerse famosos los suizos. Si no, de qué.
La noche del 20 de marzo de 1727 fallecía en mitad de un cólico nefrítico y frenético uno de los más grandes científicos que ha dado la historia, sir Isaac Newton. Listo como él solo, despistado como no ha habido otro… y también vanidoso y tirando a antipático, pero tan lúcido en sus deducciones y tan observador que no ha habido nadie que hiciera tal cantidad de aportaciones a la ciencia. Lo que pasa es que la fecha de su muerte tiene trampa, porque Inglaterra se regía por el calendario juliano; o sea, que el 20 de marzo inglés era en realidad 31 de marzo en España. Quiere esto decir que a los ingleses se les murió once días antes que a nosotros. Chincha.
Newton trabajó todos los campos posibles: la óptica, la dinámica, la teología, la alquimia, las matemáticas, la geometría, la filosofía y la astronomía. Allá donde hubiera algo incomprensible, allá estaba él para intentar descifrarlo. Hasta se metió en política, probablemente el político más callado que también ha dado la historia. Jamás intervino en el Parlamento, y un día que pidió la palabra fue para rogar que alguien cerrara una ventana porque había corriente. Como buen científico, Isaac Newton fue un obsesivo de la experimentación, y experimentaba con todo, hasta con un huevo para dar con el punto exacto de cocción. Precisamente el experimento con un huevo dio lugar a uno de sus más famosos despistes: con el reloj en una mano y el huevo en la otra, puso a cocer el reloj y se quedó mirando el huevo.
Pero si algo dejó Newton fueron dos cosas: la famosa ley de la gravitación universal y un interminable epitafio en su tumba de la Abadía de Westminster, en Londres, ante el que cualquier humano que lo contemple se siente a la altura del betún. Lo resumo mucho: «Aquí descansa sir Isaac Newton, caballero que con fuerza mental casi divina demostró el primero, con su resplandeciente matemática, los movimientos y figuras de los planetas, los senderos de los cometas y el flujo y reflujo del océano. Dad las gracias, mortales, al que ha existido así, y tan grandemente como adorno de la raza humana». El que lo escribió se quedó a gusto.
Nicolás Maquiavelo es ese señor que cuando nos obligan a estudiarlo en la escuela resulta ser un peñazo insufrible. Por eso a Maquiavelo se le coge mucha manía desde el principio, mucha más cuando su apellido encima ha quedado para definir a la gente retorcida, astuta y con mala leche. Maquiavélicos los llamamos. Pobre Maquiavelo, si sólo fue un adelantado a su tiempo, un gran político de la época y un cerebrito de ideas muy claras. Hasta que las ideas se le secaron el 22 de junio de 1527. Se murió sin ver publicada la obra que le dio cruel fama mundial,
El Príncipe.
Lo cierto es que Nicolás Maquiavelo fue un tipo muy listo, que sabía cómo funcionaba y cómo había que manejar la política en la Europa de los siglos XV y XVI. Lo que no se puede hacer, evidentemente, es aplicar aquellos métodos ahora, porque ni existe el contexto, ni mandan los Medici, ni viven los Borgia, ni la Iglesia domina el mundo. Bueno, un poco sí. En la Italia de Maquiavelo se jugaba con las cartas disponibles o no se jugaba.
La mala fama la arrastra Maquiavelo por su más libro más célebre,
El Príncipe
. Como los tipos más poderosos de la tierra aseguraban que éste era el libro que inspiraba sus gobiernos, pues le hemos cargado a Maquiavelo ser el culpable de las doctrinas que seguían Hitler o Napoleón. Todos nos hemos quedado con la frasecita «el fin justifica los medios», y se nos olvida que lo dijo refiriéndose a que si un gobernante quiere alcanzar un fin bueno para su pueblo, queda excusado de los medios empleados para conseguirlo.
Hace casi quinientos años que murió Maquiavelo, y que levante el dedo quien crea que su principal máxima es mentira: si un gobernante sólo se dirige por la prudencia, la justicia, la clemencia y la lealtad, nunca conservará el poder, porque a su alrededor siempre habrá injustos, imprudentes, desleales y crueles. O sea, que hay que aprender a ser un poco malo, a tener peor talante, para que no te tomen por el pito del sereno.
Si pasan por la Santa Croce de Florencia, saluden a Maquiavelo en su magnífico sepulcro. Por aquel entonces no era malo, era realista.
La peor publicidad para un adivino es morirse sin haber avisado de que lo iba a hacer. Y eso le ocurrió a Michele de Notredame (más conocido por su nombre latino de Nostradamus) el 2 de julio de 1566, que se murió sin avisar. Cada vez que el mundo está pendiente de un acontecimiento trascendental o sufre un suceso grave, siempre se descuelga alguien diciendo que Nostradamus ya lo advirtió. Nostradamus sólo fue un hombre del Renacimiento más listo que el hambre.
Nostradamus era un buen médico, avanzado a su tiempo, pero descubrió que hacer horóscopos para nobles era más rentable que curar a la plebe. La fama le llegó a Nostradamus cuando publicó las famosas
Profecías
y algunos quisieron ver que sus pronósticos se cumplían. Una de las más convencidas fue la reina de Francia Catalina de Medici, y, claro, al tener a la reina como principal cliente, lo demás le vino rodado. El truco de Nostradamus estaba en escribir sus supuestas profecías con un estilo enrevesado, incomprensible, construyendo mal las frases y comiéndose los verbos, de tal forma que su dificultosa lectura da lugar a infinidad de interpretaciones.
Escrutando sus textos del derecho y del revés muchos han llegado a ver que predijo el atentado a las Torres Gemelas, la guerra de Yugoslavia, el nacimiento de Hitler… Pero es que es muy recurrente buscar acontecimientos en quinientos años de historia, luego irse a una profecía de Nostradamus y decir, ¡albricias!, ¡coincide!
Lo gracioso es que la reina de Francia Catalina de Medici intentó usar a Nostradamus contra Felipe II para amedrentarle justo antes de que se produjese la batalla de San Quintín. La reina encargó a su profeta la carta astral de Felipe II y ordenó que se la entregaran en mano. Felipe, que no era tonto, supuso que allí dentro irían malos augurios para acobardarle e intentar hacerle desistir de plantear batalla, así que directamente la quemó sin mirarla. Y aquí se supone que Nostradamus patinó estrepitosamente, porque Felipe II ganó en San Quintín por goleada.
El 31 de octubre de 1926 moría en Estados Unidos el inigualable, el sorprendente, el más hábil de los escapistas: Harry Houdini. Del único sitio donde, al parecer, no ha podido escaparse es de la magnífica tumba que le custodia en el cementerio del barrio neoyorquino de Queens. Murió con sólo cincuenta y dos años, de una supuesta peritonitis; supuesta, porque nunca se demostró, y no se demostró porque no se hizo autopsia. El certificado de defunción se firmó veinte días después de haber sido enterrado. Raro, raro, raro…
Y tantas dudas hay en torno a la muerte de Houdini que no es extraño que parte de sus descendientes haya pedido la exhumación para estudiar los restos y determinar si se murió solo o le echaron una mano. Hay serias sospechas de que fue envenenado por espiritistas, porque Houdini les desmontaba su farsa cada dos por tres. Houdini fue un genio de la magia, pero él defendía que lo que hacía era eso, magia, que no había nada paranormal en el asunto.
Les tenía declarada la guerra a los espiritistas y a sus supuestas comunicaciones con los muertos, les puso pruebas que jamás pudieron superar y les tendía trampas en las que caían como pipiolos. En resumidas cuentas, que se la tenían jurada porque el espiritismo estaba en boga por aquel principio del siglo XX, reportaba mucho dinero y Houdini les tiraba el negocio abajo cada vez que podía. Le amenazaron directamente, diciéndole que estaba acosando a los espíritus inmortales y que eso traería consigo «inevitables y terribles consecuencias». ¿Fue, pues, casualidad que muriera la noche de Halloween?
La causa oficial de la muerte del mago fue una peritonitis, producto a su vez de una apendicitis provocada, supuestamente, por un puñetazo en el estómago que recibió voluntariamente durante la realización de uno de sus espectáculos. Pero como fue enterrado muy rápidamente, cualquier evidencia de un posible asesinato fue sepultada con él. Si Houdini será o no finalmente exhumado aún no se sabe, pero estaría bien que cuando abrieran la tumba, Houdini, el gran escapista, no estuviera.
La noche anterior a aquel 15 de noviembre de 1906, María Curie no haría más que dar vueltas en la cama por la responsabilidad que la esperaba al día siguiente: sería la primera mujer en la historia docente de la Sorbona que pisaría un aula como catedrática. Meses antes, el consejo de la Facultad de Ciencias acordó que ya era hora de que las mujeres pudieran dar clases en la universidad, y la primera no podía ser otra que madame Curie. María Curie habría sacrificado de mil amores el honor de ser la primera profesora universitaria de Francia, la primera catedrática de Física, a cambio de que su esposo Pierre continuara vivo. Porque era él el titular de la cátedra, pero un mal día de abril de aquel mismo año de 1906, un pesado coche de caballos lo arrolló y lo mató en una calle de París. La Facultad de Ciencias tenía que sustituirle, y no era fácil encontrar a alguien de la altura de todo un premio Nobel de Física. A no ser que tuvieran a mano a otro premio Nobel de Física. Y lo tenían: María Curie. Porque la Academia sueca entregó el premio a los dos, al matrimonio, luego tanto montaba uno como otro.
El día que la catedrática ingresó en su clase por primera vez, la expectación era descomunal. El aula estaba a rebosar, con estudiantes sentados por los pasillos, por la escalera, con la puerta abierta porque no entraban todos, pero todos querían estar en la primera lección de la descubridora del radio. ¿Cómo empezaría su clase? Esa era la gran pregunta.
La costumbre exigía agradecer la distinción de la cátedra al ministro de Educación, al consejo de la Sorbona y a todo mandamás académico. A la una y media de la tarde la nueva catedrática entró en clase. Miró al frente, esperó que callaran los aplausos y dijo: «Cuando consideramos los progresos logrados en los dominios de la física durante los diez años últimos, nos sorprende el gran avance de nuestras ideas en lo concerniente a la electricidad y a la materia». María Curie había comenzado su clase con la frase exacta que pronunció su marido cuando dio por terminada su última lección, sólo minutos antes de que le arrollara aquel carruaje en París.
Pocas veces la concesión de un Nobel de Literatura fue tan criticada como cuando se le otorgó a José Echegaray, el primer español que conseguía el galardón sueco de las letras. El 12 de diciembre de 1904 la Academia de Estocolmo anunciaba que el dramaturgo español recibiría el premio, compartido con el francés Frédéric Mistral. Aquello cayó muy bien entre la oficialidad española, pero fatal en los círculos literarios. La generación del 98 le puso la proa.
Lo raro es que a Echegaray le dieran el Nobel de Literatura, porque distaba mucho de ser un dramaturgo de calidad excepcional. El de Matemáticas hubiera sido más acorde, porque como matemático no tenía rival. A no ser que sea cierto lo que se dijo en su momento: que la Academia sueca se vio obligada a cambiar su inicial veredicto por presiones del gobierno español, porque el galardonado elegido había sido Ángel Guimerà, el máximo exponente del resurgimiento de las letras catalanas.
Aquel premio trajo mucha cola, pero también mucho anecdotario. Lo más divertido que ha quedado para la historia literaria es la guerra que Valle-Inclán le declaró a Echegaray. Sólo por eso mereció la pena. El escritor gallego desplegó la mejor de sus retrancas contra el Nobel y no perdió oportunidad de provocarle y reventarle el estreno de sus obras. En el teatro Fontalba de Madrid, durante la representación de
El hijo del diablo
, con Margarita Xirgu en el principal papel, Valle-Inclán se levantó de su butaca en mitad de la ovación y gritó por tres veces: «¡Muy mal!». Un policía que había cerca intentó parar los improperios, Valle se resistió y acabó detenido. Salió del teatro gritando una frase que ha quedado para la historia: «¡Arreste a los que aplauden!».
Pero hay otra anécdota que ilustra mejor la inquina que tenía al Nobel: cuando Valle Inclán, a la espera de una transfusión sanguínea en un hospital, fue informado por el médico de que José Echegaray había ido a donar sangre para salvarle la vida. Valle se incorporó como pudo y dijo: «No quiero la sangre de ése… la tiene llena de gerundios».