Menudas historias de la Historia (48 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Indulto a Dostoievski

Cómo se le debe quedar el cuerpo a uno cuando, ante un pelotón de fusilamiento, espera oír los disparos de los fusiles y lo que escucha es que le acaban de indultar. Exactamente esto le ocurrió al escritor ruso Fiodor Dostoievski el 22 de diciembre de 1849. Con la capucha de los condenados puesta y hecho un flan, supo que el zar Nicolás I había conmutado su pena de muerte por la de trabajos forzados en Siberia. A Dostoievski sí que le tocó el gordo.

Dostoievski consiguió un gran éxito literario con su primera novela,
Pobres gentes
, pero las siguientes recibieron unas críticas demoledoras. Se deprimió y buscó salida a su inconformismo social y personal en unas reuniones clandestinas de jóvenes intelectuales rusos. En una de aquellas reuniones se les coló un topo y se cayeron con todo el equipo. Dostoievski, un joven de veintiocho años, delgaducho, desgarbado y pecoso, se vio envuelto en un proceso que le condenó a él y a sus amigos a la pena de muerte.

Aquel 22 de diciembre, el grupo de condenados llegó escoltado por los cosacos. A los tres primeros, entre los que estaba Dostoievski, les ataron a tres postes y justo antes de que les vendaran los ojos tuvieron tiempo de ver, apilados en un carro, los ataúdes que esperaban inquilino. Cuentan que el escritor murmuró al compañero condenado: «No me puedo creer que me vayan a fusilar». Y tenía razón, porque en ese instante irrumpió un cosaco a caballo con la orden del zar que conmutaba las penas de muerte por cuatro años de trabajos en Siberia. Al escritor le dio allí mismo un ataque epiléptico, una enfermedad que ya no le abandonaría el resto de su vida.

Pero hasta con epilepsia incluida, Fiodor Dostoievski se convirtió en uno de los más grandes escritores del siglo XIX. Y menos mal que la sentencia de muerte no se cumplió, porque con Dostoievski habrían muerto fusilados el joven Raskolnikov de
Crimen y castigo
; el príncipe Myshkin de
El idiota
, todos los hermanos Karamazov y cientos de personajes más que aún estaban por salir de su atormentada pluma. A ellos también los indultó el zar Nicolás I, pero fue sin querer.

El celosón Lope de Vega

Mala Nochevieja la que pasó Lope de Vega aquel año de 1587, porque sólo un par de días antes, el 29 de diciembre, y mientras asistía a una representación teatral en el Corral de la Cruz, fue detenido y tomó camino del penal de la Villa y Corte. De allí no saldría hasta meses después, y sólo para iniciar un destierro de varios años bajo amenaza de muerte si incumplía la sentencia. ¿Qué había hecho el Fénix de los Ingenios para merecer tal condena? Pues ser un bocazas.

Lope de Vega se metía en líos de faldas cada vez que podía, y si esas faldas eran de dama no casadera sino casada, tanto mejor. El escritor le echó el ojo a Elena Osorio, una joven muy mona, hija del famoso empresario teatral Jerónimo Velázquez. En el siglo XVI, ninguna familia decente quería un escritor para su hija, pero los padres de Elena Osorio consintieron la relación con dos condiciones: que el escritor siguiera facilitando comedias que el empresario pudiera estrenar en su teatro y que Lope no se opusiera a que la niña se casara con un noble o alguien de posibles si se presentaba la ocasión.

Y la ocasión se presentó. Elena Osorio inició tratos de matrimonio con el sobrino de un cardenal, y Lope de Vega comenzó a soltar de todo por su boca en forma de soneto:

Una dama se vende a quien la quiera

en almoneda está. ¿Quieren compralla
?

Su padre es quien la vende, que, aunque calla
,

su madre la sirvió de pregonera.

Esta y otras lindezas poéticas comenzaron a circular por Madrid, y nadie dejó de enterarse de los amoríos de Lope con la joven, de los de la joven con el sobrino del cardenal y de los tejemanejes familiares para casar a la niña. Jerónimo Velázquez denunció a Lope de Vega por difamación, la justicia condenó al escritor y el escritor, camino del destierro, aún tuvo tiempo de buscarse nuevos líos y secuestrar a la que sería su primera esposa.

Luego vendrían más casamientos y muchos más amoríos extramatrimoniales, y hasta tuvo tiempo Lope de Vega, entre esposa y amante, de ordenarse sacerdote. Aquel trueno vestido de nazareno.

Calderón, el ilustre gamberro

No hay que fiarse de ese aspecto tan formal con el que siempre aparece don Pedro Calderón de la Barca en sus retratos. No se dejen engañar por los hábitos franciscanos o por ese pedazo de cruz de Santiago estampada en su pecho… Calderón fue un libertino, un pendenciero. Se bebió la mitad de la herencia de su padre y la otra mitad se la jugó, pero esto es lo de menos. Lo de más es que el 17 de enero del año 1600, para fortuna de las letras españolas, vino al mundo en Madrid el que iba a ser la última gran figura del Siglo de Oro. Un dramaturgo excepcional. Gamberro, pero excepcional.

Llevar la cuenta de los años con Calderón de la Barca es muy fácil. Como nació en 1600 y murió en 1681, está claro que fue longevo. Conoció tres reinados, porque vio la luz durante el de Felipe III, vivió y triunfó en el de Felipe IV y murió con el de Carlos II. A Calderón le impuso su padre ser sacerdote, pero de mozo le gustaba echar antes mano de la espada y el vino que de los Santos Evangelios, así que la carrera religiosa la dejó para la madurez, casi la ancianidad, y antes se dedicó a vivir, a escribir, a luchar en cien batallas y a recolectar laureles literarios en plena juventud que otros sólo disfrutaban cuando ya peinaban canas. Hasta tuvo tiempo de entrar y salir de la cárcel, de verse envuelto en un homicidio, de enemistarse con Lope de Vega…

Para Calderón, toda su vida fue un frenesí, y ni siquiera a punto de alcanzar su definitivo sueño soltó la pluma. Estaba escribiendo los últimos pliegos de
La divina Filotea
cuando murió, y dada la ajetreada vida que había llevado, lógico es que tuviera una muerte igual de activa. Siete entierros tuvo el autor de
La vida es sueño
en los siguientes doscientos años, y en uno de estos cambios de tumba tuvo Calderón el honor de inaugurar el Viaducto de Madrid. Pero con tanto ir y venir, con tanto trajín, se entiende que en una de éstas los huesos acabaran en paradero desconocido.

De haber podido, Calderón habría rematado su extensísima obra, cinco veces superior a la de Shakespeare, con un último drama titulado
El alcalde me zarandea.

Arthur Conan Doyle, más allá de lo elemental

Sir Arthur Conan Doyle fue a lo largo de toda su vida un culo inquieto, y ese culete recibió el 22 de mayo de 1859 sus primeros azotes. Nació en Edimburgo, Escocia, en una familia de artistas. De casta le viene al galgo. El padre de Arturito era el menos artista de todos, el único que no prosperó, porque solo demostró mucho arte para empinar el codo. Pero esto no fue un inconveniente para que le saliera una lumbrera de hijo: polifacético, emprendedor, aventurero, patriota y padre del más famoso detective de ficción de la historia: Sherlock Holmes.

Rara vez la vida discurre por donde uno la planea, esto es elemental, y sir Arthur Conan Doyle tampoco consiguió su meta. El quería ser autor de novela histórica, pero el triunfo le vino con el género que más odiaba: el policíaco. Acabó tomándole tanta manía a su criatura, a Sherlock, que llegó un momento en que decidió acabar con él, aunque ocho años después tuvo que resucitarlo en
El sabueso de los Baskerville
para que dejaran de darle la tabarra sus incondicionales y su madre.

Pero, al fin y al cabo, Sherlock Holmes sólo fue un agradable accidente en la vida del escritor, porque Conan Doyle fue mucho más allá y tuvo una vida desmesuradamente variopinta: fue médico, hizo incursiones en política, impulsó la creación de clubes de boxeo, se interesó por la aeronáutica, el automovilismo y la navegación, contribuyó a introducir el esquí en Suiza, viajó al Ártico y a África, y, además de cavilar las historias del detective y su fiel Watson, escribió también muchos cuentos, ensayos y novelas alejadas de la investigación.

En los huecos que le dejaba tan frenética actividad le dio tiempo a lo más excéntrico de todo: se hizo espiritista y pasó los treinta últimos años de su vida convencido y convenciendo de que se puede comunicar con el espíritu de los muertos. Y, hombre, no es por quitar mérito a sir Arthur Conan Doyle, pero se le dio mucho mejor trenzar tramas para luego desenredarlas a golpe de deducción científica que hablar con los espíritus. No le contestó ni uno.

Isadora Duncan, esa genial excéntrica

El 27 de mayo de 1878 vino al mundo en California (Estados Unidos) uno de esos personajes que merecerían haber nacido un siglo más tarde, aunque bien es cierto que quizás haya pasado a la historia precisamente por su anacronismo. Nació Dora Angela Duncan, la gran Isadora Duncan, la que vivió como quiso, bailó como nadie e hizo lo que le vino en gana… Pero también hubo malas noticias: vio morir a sus tres hijos y su propia vida se le quedó corta, ahogada por un delicado y traicionero fular de seda.

Isadora Duncan revolucionó el baile como ninguna otra. Mandó a freír espárragos los tutús, las zapatillas de puntas y las reglas de la danza clásica, con sus posturitas tan tiesas y sus delicados brinquitos. Ella bailaba de forma libre, dejando que fluyera el movimiento y la expresión corporal, cubriendo su cuerpo sólo con velos transparentes y evolucionando descalza. Así aprendió a bailar de niña, imitando el movimiento de las olas de la bahía de San Francisco, y ese peculiar arte danzarín fue el que mostró en los escenarios. Por supuesto, para el público no dejaba de ser una excéntrica, pero esa extravagancia fue la que la llevó a la cúspide de la danza.

Y con el mismo descaro que atacó el baile, atacó también su vida, saltándose de brinco en brinco la moral y los convencionalismos. Se guiaba por impulsos y amaba tanto a hombres como a mujeres. Jamás se casó porque jamás quiso casarse y tuvo hasta tres hijos de tres padres distintos. Su mayor golpe fue perder a dos de los críos ahogados cuando el carruaje que los llevaba cayó al río Sena, en París, y dar a luz a un tercero que murió a las pocas horas.

Isadora Duncan, que había nacido para bailar, acabó bailando para sobrevivir, aunque la vida nocturna, el alcohol y sus peculiares amantes no la ayudaron a centrar su vida. Una vida que terminó arrastrada por una carretera de la Costa Azul francesa, cuando un extremo de su chalina de seda se enredó en los radios de la rueda trasera del coche en el que viajaba, estrangulándola y arrancándola de su asiento. Isadora quedó desmadejada sobre el asfalto cincuenta años, tres meses y veintiún días después de haber nacido para la danza.

Malaventuras
Titanic

El puerto de Southampton, al sur de Inglaterra, vivía el 10 de abril de 1912 una fiesta sin precedentes. Prensa y fotógrafos no perdían ripio del embarque de cientos de personas, entre ellas ricachones, emigrantes y Leonardo di Caprio, en el más gigantesco e indestructible transatlántico jamás construido. El
Titanic
iniciaba su viaje inaugural y era el más lujoso, el más rápido y el más grande… tenía todo lo más, pero no hace falta describirlo porque todos hemos estado a bordo. Lo único que no tenía de más eran botes salvavidas. Sólo pusieron dieciséis en lugar de los cuarenta y ocho necesarios. Total, como aquello era imposible que se hundiera…

La compañía propietaria del
Titanic
se propuso batir dos plusmarcas: la de velocidad y la de mayor número de pasajeros. Había que llegar a Nueva York más rápido que nadie y con el pasaje hasta los topes. Incluso se robaron viajeros a otros buques para cumplir este segundo objetivo. En total: 2.224 personas. Se trataba de ser noticia de primera plana en todos los periódicos del mundo, y desde luego que lo fue. El
Titanic
no ha dejado de ser noticia en un siglo.

El buque partió de Southampton con destino a Cherburgo, en el norte de Francia; de allí, a Queenstown, en Irlanda, y tras esta segunda escala comenzó la fiesta y la verdadera travesía de aquel majestuoso transatlántico. Todo perfecto durante tres días. Sólo atentos por si en el Atlántico Norte aparecía alguno de los témpanos que anunciaba el radiotelégrafo. El capitán Edward John Smith ordenó desviar el curso del
Titanic
un poco hacia el sur, dobló la vigilancia y se fue a dormir tranquilo. Tampoco podría hacer mucho daño a aquel coloso un pedrusco de hielo flotando en el mar. A las doce menos cuarto de la noche del 14 de abril, el
Titanic
crujió. Dos horas y media más tarde, crujieron 1.517 almas. Días después aún se pavoneaba por el Atlántico Norte un iceberg más alto que el
Titanic
y con marcas de pintura. El iceberg más grande, más elegante y más majestuoso, de la historia de la navegación. Y sin prisas por llegar a ninguna parte.

La niña de Vietnam

Visualicen esta imagen: Vietnam, una niña desnuda corre por una carretera, con la cara desencajada por el llanto y los brazos abiertos. Corre hacia un fotógrafo que plasmó aquella imagen el 8 de junio de 1972. Aquel gráfico cambió con su foto la percepción de la lucha en Vietnam, porque por vez primera se veía el verdadero horror de la guerra. Ni soldados disparando ni aviones bombardeando. Una niña desnuda y aterrorizada dijo mucho más. Después de tomar la imagen, el fotógrafo colgó su cámara del cuello, agarró a la niña e inició una carrera desenfrenada hacia el hospital.

Aquella niña tenía nueve años, se llamaba Kim Phuc y vivía en una aldea de Vietnam del Norte. El 8 de junio, un responsable militar estadounidense coordinó el ataque que debían llevar a cabo aviones survietnamitas, y el plan incluyó el bombardeo de la aldea de la niña porque por allí pasaba una estratégica carretera que era la principal ruta de aprovisionamiento del enemigo. Pero no se lanzaron bombas convencionales, se lanzó napalm, una sustancia química cuatro veces más tóxica de lo que se dijo entonces. Pero, sobre todo, era muy difícil de apagar y causaba inimaginables sufrimientos. La niña de Vietnam ardió, pero echó a correr mientras sus ropas se iban consumiendo. Quedó desnuda, pero siguió corriendo. Su piel ardía, pero siguió corriendo. Hasta que se dio de bruces con el fotógrafo.

En el hospital no dieron ni un duro por su vida, porque la niña llevaba quemado el 65 por ciento de su cuerpo, pero el fotógrafo les convenció para que lo intentaran. El segundo problema fue distribuir la foto, porque no estaba bien visto mostrar un desnudo frontal y menos de una niña. Todos los periódicos del mundo la publicaron. Era la imagen del horror y había que verla. El fotógrafo de la agencia Associated Press recibió el Premio Pulitzer, y aquella niña de nueve años hoy es una mujer que ya disfruta de la cuarentena. Vive en Canadá con todo su cuerpo marcado por el fuego y hoy vuelca todos sus esfuerzos desde la UNESCO en ayudar a los niños víctimas de la guerra.

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