El 2 de octubre de 1968 se produjo la irracional matanza en la plaza de las Tres Culturas de Ciudad de México. La plaza de Tlatelolco, si prefieren el nombre azteca. ¿Cifras oficiales? Pues nada, que murieron veintinueve y otros ochenta salieron descalabrados. ¿Datos reales? No menos de trescientos cincuenta muertos, miles de heridos y cientos de desaparecidos. El ejército mexicano no ha levantado cabeza desde entonces y el PRI, el Partido Revolucionario Institucional, inició un lento, lentísimo declive, que le hizo perder el poder en el año 2000, después de siete décadas gobernando a sus anchas.
El presidente Gustavo Díaz Ordaz gobernaba el país. Aunque, más que gobernarlo, es que se lo había quedado. Controlaba absolutamente todo, desde lo más obvio hasta medios de comunicación, sindicatos, patronales… todo. Pero como dicen las historietas de Astérix, ¿todo? Nooo… Una universidad poblada por irreductibles estudiantes resistía al PRI. No aceptaban que el 80 por ciento de la riqueza de México estuviera en manos de un 10 por ciento de la población.
Pero México y sus gobernantes eran en aquel año 1968, gracias a la inmediata celebración de los Juegos Olímpicos, un escaparate al mundo para mostrar la paz social del país y la bonanza económica conseguidas por el PRI. Así que, no iban a permitir que unos cuantos miles de estudiantes les aguaran la fiesta.
Los universitarios, que ya habían sufrido en septiembre ataques del ejército en el propio campus, convocaron una manifestación pacífica en la plaza de las Tres Culturas, pero no calcularon que los accesos eran muy fáciles de bloquear. Allí había concentradas entre cinco mil y doce mil personas cuando el encargado de arengar con el primer discurso no tuvo tiempo ni de dar las buenas tardes. Vehículos blindados, helicópteros, tropas uniformadas y unidades especiales del ejército abrieron fuego indiscriminado contra estudiantes, familias con niños y simples civiles que habían acudido a la protesta.
Al día siguiente la sangre se borró con agua, el presidente le dijo al mundo «aquí no pasa nada», los Juegos Olímpicos se inauguraron una semana después y España no se trajo ni una de bronce.
Primero de Mayo, Día Internacional de los Trabajadores y casi siempre, puente. El origen de la fiesta se remonta ciento y pico años atrás, cuando el 1 de mayo de 1886 las organizaciones sindicales de Estados Unidos convocaron una huelga general para que se cumplieran las ocho horas de trabajo que estipulaba la ley y que los empresarios se saltaban a la torera un día sí y otro también. El lema de aquella primera manifestación fue «ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas de educación».
Porque, efectivamente, existía una ley que marcaba una jornada laboral de ocho horas, la Ley Ingersoll, pero en los contratos laborales, los empresarios añadían una letra pequeña que obligaba a los obreros a trabajar catorce o dieciséis horas si la empresa lo requería. Y lo requería a diario. Los trabajadores se inflaron, especialmente los de Chicago, la ciudad que sufría condiciones laborales más duras. Y fue en Chicago donde los obreros se llevaron la del pulpo, en concreto los de la empresa McCormick, que continuaron con la huelga durante los siguientes días al primero de mayo y que acabaron masacrados por la policía. Cinco de ellos, incluso, ejecutados meses después tras una pantomima de juicio.
La prensa puso su magistral granito de arena en apoyo de los trabajadores; los llamó «lunáticos antipatriotas», «rufianes rojos comunistas», «truhanes» y «brutos asesinos». Pasados tres años de aquellos sucesos, la Segunda Internacional Socialista, la de 1889, instituyó el Primero de Mayo como jornada para perpetuar la memoria de aquellos trabajadores, y desde entonces hasta hoy no hay comienzo de mayo sin manifestación en casi todo el mundo. Salvo, por supuesto, en Estados Unidos, lugar del sucedido, porque como a ellos les gusta ir por su cuenta, celebran el Día del Trabajo, no de los Trabajadores, el primer lunes de septiembre. Y, por cierto, si usted, lector, disfruta de una jornada laboral máxima de siete u ocho horas mondas y lirondas, felicidades.
En la noche del 30 de mayo de 1906 un joven de veintiséis años se revolvía en su cama sin poder conciliar el sueño. Tenía una misión importante que cumplir la jornada siguiente: matar al rey Alfonso XIII. Pero cumplió malamente su tarea, porque dejó decenas de víctimas, pero al rey no le hizo un rasguño. Era Mateo Morral, el anarquista que arrojó una bomba camuflada en un ramo de flores al paso del carruaje que llevaba a los recién casados Alfonso XIII y Victoria Eugenia por la calle Mayor de Madrid.
Mateo Morral había llegado procedente de Barcelona un par de semanas antes de la boda real. En el propio tren encontró el anuncio que buscaba en las páginas de
El Imparcial
: «Cedo habitación para estas fiestas. Calle Mayor, 88. Cuarto derecha». Perfecto. Frente al balcón de esa habitación pasaría la comitiva con los recién casados. Lo malo es que la habitación ya había sido alquilada, pero Mateo Morral ofreció veinticinco pesetas diarias y pagando por adelantado a cambio de quedársela. Una pasta para el casero en aquel tiempo.
Los días previos al atentado Mateo Morral dejó todo organizado: compró el material necesario en una ferretería, preparó la bomba, encargó el ramo de flores… y en la víspera de la boda se acercó a tomar una horchata a la Puerta del Sol. Se sentó justo al lado de donde tenían su habitual tertulia Pío Baraja, Azorín, Valle Inclán y Gómez de la Serna. Estos cuatro grandes de la generación del 98 presenciaron la agarrada que tuvieron Mateo Morral y el pintor Leandro Oroz a cuenta del anarquismo. Oroz llamó, más o menos, muertos de hambre a los anarquistas, y Morral reaccionó de forma violenta. Se identificó como anarquista y remató la discusión diciendo a Oroz: «Usted se calla si no quiere que le rompa la cabeza». Y se fue. Nada más se sabe de él, salvo que durmió hasta las once de la mañana de aquel 31 de mayo. Después… Bum…
Veinticuatro muertos fue el saldo de aquellas bodas de sangre. Dos días después el propio Morral se descerrajaba un tiro en el pecho al ser descubierto por la Guardia Civil. Pero esto es otra historia.
Recuerden a aquel estudiante de camisa blanca y pantalón oscuro. Recuerden que llevaba un par de bolsas de plástico en las manos y que se plantó delante de una columna de tanques dispuesto a morir aplastado. Pero el primer carro de combate paró en seco a 2 metros de arrollarle. El tanque giró a la derecha y el estudiante volvió a ponerse en su camino. El tanque giró de nuevo a la izquierda y otra vez el joven volvió a cruzarse. Ocurrió el 4 de junio de 1989, y sólo era el principio de lo que se avecinaba: la masacre de Tiananmen.
Porque en aquella ocasión los tanques pararon, pero no lo hicieron horas después, cuando pasaron por encima de cientos de estudiantes acampados en la famosa plaza de Pekín, la más grande del mundo. Los concentrados en Tiananmen llevaban dos meses de protesta pacífica pidiendo, solamente, un poco más de libertad. Hasta que al gobierno chino se le inflaron las narices con tanta tontería demócrata.
Según las autoridades, hubo un puñado de muertos antipatriotas, necesarios según ellos para mantener el orden establecido. Fuentes menos frívolas, sin embargo, han cifrado en dos mil los estudiantes asesinados, sin contar a los ejecutados con posterioridad.
Por el chico del tanque, no pregunten. Nadie sabe qué fue de él. Tras protagonizar su plante, subirse al tanque y pedirle al conductor que diera la vuelta y no matara a estudiantes, fue sacado de la carretera por un grupo de civiles que se lo llevaron disimulado entre la multitud. Los testigos aseguran que eran miembros del ejército vestidos de paisano y que aquel joven de diecinueve años fue ejecutado en los días posteriores.
Lo único que se llevó de este mundo fueron aquellos tres minutos de maldita gloria y que la revista
Time
lo incluyera entre las cien personas más influyentes del siglo XX. Pero ahí lo tienen, el gobierno chino sigue diciendo que lo hecho bien hecho está y ha borrado del calendario aquel 4 de junio del 89. La única fecha que contaba para ellos fue el 8 del 8 de 2008, el día en que comenzaron los Juegos Olímpicos, organizados con el mismo arte y la misma diligencia que organizaron la masacre de Tiananmen.
Tremendo alboroto el que se montó en Madrid el 21 de junio de 1885. La Dirección General de Sanidad declaró oficialmente el cólera en la capital y, en consecuencia, el Círculo de la Unión Mercantil ordenó el cierre de comercios, bares y tabernas. Si a eso se añade que antes se habían cerrado talleres y fábricas y que el comercio y las transacciones se habían paralizado, los vecinos de Madrid, encolerizados, hambrientos y sin trabajo, se amotinaron y se echaron a la calle a montar bulla.
La culpable de todo era una bacteria muy puñetera y viajera llamada
vibrio cholerae
, un bicho que salta de humano en humano con una facilidad pasmosa, siempre que el humano sea pobre. Una bestia microscópica que meses antes había desembarcado en Alicante procedente de Argelia. Por el Levante andaban segadores y arrieros que habían ido a recoger las cosechas y que luego se trasladaron a Castilla, Aragón y Andalucía para buscar nuevos tajos en otras recolecciones. Y con ellos viajó la bacteria, que fue empadronándose a la chita callando en una cuarta parte de los municipios españoles. Las cuarentenas en las poblaciones provocaron el cierre de las fábricas y el aumento del desempleo, y, como dos y dos son cuatro, llegaron también el hambre y la desesperación.
La provincia de Madrid no fue de las más castigadas. Al fin y al cabo sólo murieron tres mil y pico en la epidemia de 1885, y la mayoría fuera de la capital. Pero a los castizos se les cruzaron los cables cuando les cerraron lo último que quedaba por cerrar, bares y tabernas. Ni siquiera podían ahogar las penas con un chato de vino.
Encima, el cólera no atacaba a todas las clases sociales, sólo a las más bajas, con lo cual llovía sobre mojado. Además de pobres y hambrientos, enfermos. El cólera y la cólera hicieron buenas migas y los madrileños organizaron la marimorena en las calles. Durante todo aquel 21 de junio se sucedieron las cargas de la Guardia Civil, pero la cosa no se calmó hasta que apareció el general Pavía con el ejército para repartir candela. Amotinados al general Pavía… si era el mismo que había dado el golpe de Estado para acabar con la Primera República.
El director Cayo Vela gobernaba con la batuta los compases que el maestro Alonso había compuesto para el sainete
La mejor del puerto
. Novecientos espectadores seguían el ritmillo con los pies desde el patio de butacas cuando a las nueve menos cinco de la noche del 23 de septiembre de 1928 un farolillo comenzó a arder. El tramoyista gritó fuego, se desató el pánico y ya no hubo escapatoria. El teatro Novedades de Madrid ardió y dejó entre las llamas sesenta y siete muertos.
Aquel viernes de hace ocho décadas, noche de comedia, acabó en drama, porque las condiciones del teatro y la escenografía ayudaron lo suyo. Cuando se inició el incendio había sobre las tablas un barco de madera adornado con luces. Un cortocircuito provocó que uno de los farolillos prendiera, las llamas alcanzaron el techo y, para remate, el fuego impidió llegar hasta el manubrio de madera que accionaba el telón metálico para separar el escenario del patio de butacas.
Surgió entonces el sálvese quien pueda, y las desesperadas carreras de espectadores provocaron que las muletas de uno de ellos atascaran las escaleras. Ni siquiera la orquesta, que en mitad del incendio intentaba calmar los ánimos tocando
Las lagarteranas
, transmitió un poco de cordura. Este hecho recuerda a la orquesta del
Titanic
tocando a Vivaldi mientras el transatlántico se iba a pique.
Mentes supersticiosas dicen que ése era el destino del teatro Novedades por haberse inaugurado un día 13, y lenguas viperinas añaden que el mal fario lo llevó Isabel II por ser la encargada de inaugurarlo. Pero la verdadera razón del incendio fue que el teatro estaba mal construido y con nulas medidas de seguridad. Al menos sirvió para que, a raíz de la desdicha, se aprobara la primera medida contra incendios en locales de pública concurrencia. Como en tantas ocasiones, la tragedia llegó antes que la norma.
A primeras horas de la mañana del 20 de octubre de 1982 los vecinos de las poblaciones ribereñas del río Júcar, en Valencia, amanecieron con el corazón en un puño. Sabían que el infierno estaba a punto de instalarse allí, y de hecho se instaló aquella tarde cuando el muro de contención de la presa de Tous cedió a la fuerza de las aguas. Fue la pantanada de Tous, y el resultado treinta y ocho muertos, cien mil evacuados, cosechas de cítricos y arroz inutilizadas, casas arrasadas, más de cincuenta pueblos devastados y trescientos millones de euros en pérdidas. Después de la tempestad no vino la calma. Vino la indignación, la rabia, el entierro de los muertos, la búsqueda de los desaparecidos… La paradoja, la gran broma de la naturaleza, es que en 1982 el embalse de Tous ahogó a una comarca de 100.000 almas y en 2006 estuvo a punto de matarla de sed, porque llegó al 11 por ciento de su capacidad. Asomaba hasta el campanario de la iglesia de uno de los pueblos que fueron anegados para su construcción.
Hasta el lugar del desastre fueron los reyes, fue el presidente Calvo Sotelo, fueron ministros, gobernaciones civiles; fue Felipe González, al que sólo le quedaban ocho días para alcanzar la presidencia del Gobierno; fue Carrillo, fue Fraga… Fue medio mundo, pero nadie llevaba la solución en el bolsillo. Después de un desbarajuste judicial que se dilató a lo largo de veinte años, con juicios que se suspendían, con jueces que renunciaban y con los afectados buscando culpables, por las vías penales unos y por la civil otros, al final se declaró al Estado responsable civil subsidiario.
Se han pagado en indemnizaciones unos doscientos cincuenta millones de euros, una cifra que se aproxima mucho a los trescientos en los que se valoraron los daños causados y que hubieran dejado satisfechos a los afectados de haberse pagado meses después de la catástrofe. Pero, claro, los euros de ahora no son las pesetas de entonces, y ahí está el IPC anual que puntualmente nos recuerda que lo que antes valía uno ahora vale cuatro.