Cinco días después de la heroicidad de María Pita la escuadra del almirante inglés se perdió en el horizonte camino de Inglaterra. Cuando la reina Isabel preguntó qué había pasado para perder una guerra ganada, sir Francis Drake debió de responder algo así como «es que María Pita nos quitó el banderín».
El 11 de junio de 1963, una tremenda calorina caía sobre Tuscaloosa, una ciudad de Alabama, cuando dos estudiantes negros pisaban con escolta política y policial, por primera vez, una universidad de blancos en Estados Unidos. Eran un chico y una chica, James Hood y Viviane Malone. Sólo querían estudiar en el mismo pupitre que los blancos, con los mismos libros que los blancos para sacarse el mismo título que los blancos. Pero los blancos no querían. Aunque no lo parezca, aquel paseo primaveral de camino a las aulas, atravesando un camino flanqueado por estudiantes rubios de ojos azules abucheando a los dos compañeros negros, fue uno de los mayores triunfos de los derechos civiles.
Una sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos había dejado claro que los afroamericanos tenían derecho como ciudadanos a cursar estudios universitarios. Y los dos primeros que se tiraron a la piscina fueron James y Vivian. Se matricularon con la ley en la mano y se fueron el primer día de clase guapos y aseados en busca de su sueño estudiantil. Pero tuvieron que esperar encerrados en un coche cuatro horas, porque todo el campus estaba soliviantado y porque hasta el propio gobernador del Estado de Alabama dijo que se plantaría en la puerta para impedir la entrada de dos negros. El presidente Kennedy tuvo que llamarle para que se reportara y ordenó a la Guardia Nacional que asegurara la entrada de los jóvenes.
Vivian entró segura y con la cabeza alta. James, no tanto. A cada insulto se hacían más fuertes, a cada paso aplastaban el orgullo blanco y con cada zancada hacia las aulas aseguraban el camino de miles de jóvenes negros que hasta ese momento tenían prohibido estudiar.
Los años de carrera fueron muy duros. Tanto, que James Hood no soportó la presión y tuvo que abandonar. Pero Vivian, no. Vivian continuó entrando cada mañana a clase, resistiendo ante la humillación y esquivando insultos. Hasta que tres años después salió orgullosa con su título de empresariales bajo el brazo. Tiempo después se llevó otra satisfacción: el gobernador de Alabama la llamó en su lecho de muerte para pedirle perdón. Vivian aceptó sus disculpas.
Eulalia de Borbón fue la hermana pequeña de Alfonso XII. Hija confirmada de Isabel II y sólo supuesta de Francisco de Asís, el rey consorte que gustaba de usar encajes en sus camisones. La infanta Eulalia salió rana a la familia real, porque era lista, respondona, feminista y divorciada. El 4 de diciembre de 1911 una imprenta de París escupía un libro firmado por la infanta Eulalia titulado
Au fil de la vie
(A lo largo de la vida), una obra escandalosa en la que defendía el divorcio, la independencia de la mujer y otra serie de asuntos que pusieron los pelos de punta a su sobrino Alfonso XIII, que ya reinaba por estos lares. El rey aplicó censura y prohibió la difusión del libro en España. Consecuencia inmediata: la obra llegó de contrabando y fue un éxito de ventas.
El nombre completo de la infanta era, tengan paciencia, María Eulalia Francisca de Asís Margarita Roberta Isabel Francisca de Paula Cristina María de la Piedad. Su problema, además del nombre, fue que pensaba por su cuenta, tenía ideas propias y, la muy insensata, las publicaba. Su inaceptable progresismo la convirtió en la oveja negra de la familia, porque ella rechazaba las apariencias, cuando las apariencias eran precisamente lo único que se mantenía en casa. María Eulalia de Borbón supo de la homosexualidad de su padre, el rey Francisco, y del gusto de su madre por alcobas ajenas. Y no es que lo supiera ella, es que lo sabía toda España.
La infanta Eulalia intentó evitar su matrimonio impuesto con Antonio de Orleans, un auténtico inútil salvo para dilapidar dinero y picar de burdel en taberna. En contra de su familia, consiguió divorciarse de él y se negó a hacer lo que hicieron sus padres: una separación disimulada.
El divorcio sentó fatal a Alfonso XIII y mucho peor le cayó la publicación del libro. La infanta continuó escribiendo y publicando en el extranjero sin que se le permitiera vender sus libros en España. Lo cierto es que la infanta fue consecuente hasta el final de sus días, y también lo fue Alfonso XIII, que vivió separado de su mujer, la reina Victoria, pero jamás se divorció. Su desprecio mutuo lo arrastraron hasta el mismo día de la muerte del rey en Roma, pero cristianamente casados. Olé.
La que se lió en Madrid el 23 de marzo de 1766 fue de órdago. El motín de Esquilache, esa revuelta popular producto del cabreo contra el gobierno de Carlos III por obligar a los hombres a cambiar la capa larga por la corta y el sombrero de ala ancha por uno de tres picos. Pero esto sólo fue la gota que colmó el vaso. El cambio de vestimenta reventó el ánimo popular, pero podría haberlo exacerbado cualquier otra cosa. El problema venía de antes y el marqués de Esquilache estaba en el punto de mira. Menos mal que no estaba en casa cuando fueron a por él.
Los españoles llevaban meses soliviantados contra Carlos III. Demasiados extranjeros en el gobierno y demasiadas reformas en muy poco tiempo. A la plebe no le gustaba que le tocaran sus costumbres y le subieran el pan; y a la nobleza y al clero les gustaba aún menos que les tocaran sus privilegios. Encima, los productos de primera necesidad estaban por las nubes. Había hambre y todos culpaban a un solo hombre de los males, al ministro Esquilache, al de Hacienda. Un día que Isabel de Farnesio, la madre del rey, entró con su carruaje en Madrid, se vio asaltada por un tumulto que reclamaba comida. La madre se fue muy sofocada a los brazos de su hijo, el rey la emprendió contra Esquilache, y Esquilache le dijo a Carlos III que no podía hacer más encaje de bolillos con los presupuestos generales del Estado… que las arcas estaban tiritando.
Meses después de este incidente, el gobierno tomó la medida de prohibir la capa larga y el sombrero de ala ancha para evitar que los ciudadanos fueran embozados y con la cara oculta. Fue el colmo, y todos señalaron a Esquilache como el culpable. Asaltaron su residencia, la casa de las Siete Chimeneas, hoy sede del Ministerio de Cultura, y si lo llegan a encontrar no sale vivo de allí.
Los motines se extendieron a toda España y las consecuencias fueron de lo más variadas: Carlos III se escondió en Aranjuez, su madre murió de los disgustos, Esquilache acabó exiliado y los jesuitas expulsados. Y todo por culpa de la moda.
Agustina de Aragón, que, como muy bien recoge su apellido, era catalana, se convirtió en la heroína por excelencia de la Guerra de la Independencia, en el símbolo de la resistencia contra la invasión napoleónica. Murió el 29 de mayo de 1857, ya mayorcita, con mucho vivido y lejos de la tierra que le dio fama. Así que, tenemos a Agustina, curiosamente apellidada Zaragoza, nacida en Cataluña, heroína en Aragón y muerta y enterrada en Ceuta. Qué mujer más inquieta.
La heroicidad le vino un poco de chiripa, aunque sin restar mérito a su valentía; una valentía que, por otra parte, demostraron todas las mujeres de Zaragoza en aquella guerra de 1808. Estaba Agustina, como todas, ayudando en lo que podía: con la munición, con los sacos terreros, llevando agua y comida, haciendo de enfermera… cuando allí mismo, a su lado, en el Portillo de San Agustín, los franceses se cargaron al último artillero que defendía aquella posición. Como no había nadie más para disparar el cañón, ella prendió la mecha y tumbó de golpe a un montón de franceses. A lo mejor cerró los ojos y miró para otro lado, pero el caso es que apuntó bien.
La fama le vino de golpe, fue condecorada por el general Palafox y Agustina le cogió el gustillo a la guerra. Participó en muchas batallas y se hizo tremendamente popular. Tanto, que Fernando VII la premió con el grado de subteniente de infantería. Si hubiera sido hombre seguro que la hubieran nombrado directamente teniente, sin el sub. Francisco de Goya también quedó impresionado, porque la inmortalizó en uno de sus grabados… y Lord Byron, que se acordó de ella en uno de sus escritos.
Pero a Agustina se le acabó la juerga en Ceuta con setenta y un años. Allí fue enterrada, en el cementerio de Santa Catalina, en el nicho número uno del departamento de San Cayetano, aunque sólo descansó durante veinte años. Los restos de Agustina volvieron a Zaragoza, a la iglesia de Nuestra Señora del Portillo, muy cerca de donde tumbó a los franceses. El propio Alfonso XIII fue a rendirle honores. No tengo a mano su discurso, pero le dijo algo así como, hija, cuánto vales.
El motín a bordo del acorazado ruso
Potemkin
y el uso que de él hizo la posterior Revolución bolchevique nos ha dejado a casi todos los profanos en historia un pastel mental que no nos deja diferenciar entre la realidad y lo que luego nos enseñó el cine de la mano del magistral y desmesurado Eisenstein. Fue el 14 de junio de 1905 cuando se inició el amotinamiento de la tripulación del
Potemkin
. Está más o menos aceptado, pero no confirmado a ciencia cierta, que el origen fue el hambre. Los soldados se negaron a comer un guiso de carne con gusanos. Con lo proteínicos que son.
¿Por qué derivó esto en una masacre en la ciudad de Odessa, que acabó con mil muertos y cuatro mil heridos? Pues, por nada, porque no derivó. Fueron hechos coincidentes que el cine reunió muy hábilmente. Es decir, si el
Potemkin
no hubiera llegado a Odessa, quizás los heridos y los muertos hubieran sido los mismos.
Después del amotinamiento en el
Potemkin
, que navegaba por el mar Negro, el acorazado llegó a la ciudad de Odessa, donde, vaya por Dios, había una huelga general y estaban a tiros los ciudadanos y huelguistas contra el ejército del zar. Se juntaron el hambre con las ganas de comer. Los amotinados del
Potemkin
, por un lado, y la huelga de Odessa, por otro.
Según el cine, el
Potemkin
, ya que estaba metido en faena, se unió a la lucha del pueblo contra los cosacos. Pero según los historiadores, los huelguistas pidieron ayuda a la marinería del acorazado, que lo máximo que hicieron fue disparar unos cuantos cañonazos sin mayores consecuencias contra el teatro donde estaban reunidas las autoridades militares zaristas. Después de esto, el
Potemkin
, cuando supo que venía por el mar Negro una flota para reducirlo, se largó de Odessa. Al parecer hubo una guerra silenciosa en el mar entre el
Potemkin
y la flota que fue a por él, pero no se disparó ni un tiro porque todos se consideraban camaradas marineros.
Al final, el
Potemkin
puso rumbo al puerto de Constanza, en Rumania, donde se rindió a las autoridades. Pero, ojo, que todo esto no quita que la película de Eisenstein sea una obra magistral. El cine es el cine.
Que los comuneros y Carlos V no hicieron buenas migas ya es sabido. Que los comuneros lo intentaron y Carlos V pasó de ellos, también. Y fue el 20 de octubre de 1520 cuando los comuneros hicieron una última intentona para acabar con las tiranteces: enviaron dos mensajeros a Bruselas para entrevistarse con el rey y explicarle sus peticiones. Pero el rey los echó con cajas destempladas sin ni siquiera escucharlos. Porque cuando los emisarios llegaron, el rey acababa de ser coronado emperador y a un emperador no se le tose.
Castilla se levantó contra Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico porque el rey le estaba echando un poco de rostro al gobierno de la nación. No vivía en el país, no hablaba español, les tenía fritos a impuestos, casi vació las arcas para financiar su postulado al imperio, y España estaba gobernada por flamencos que ni siquiera sabían arrancarse por bulerías. Flamencos de los de Flandes.
El cabreo en el país era general, pero los castellanos fueron los más batalladores. Puesto que el rey estaba más preocupado de su imperio germánico que de sus reinos españoles, los comuneros hicieron sus peticiones: que las Cortes fueran la primera institución del reino, que actuaran al margen del poder real y que los procuradores fueran elegidos por las ciudades, no por el rey. Lo que pasa es que esto no cuadraba con los planes de Carlos V.
Pero, sobre todo, pedían que el dinero que saliera de los castellanos se quedara en Castilla, que no se fuera a Alemania. Y que si el rey era rey de España, que viviera en el país, no a 2.000 kilómetros. Porque Carlos V se largó y dejó al frente del gobierno a Adriano de Utrecht, que encima era cardenal, con lo cual también manejaba la Iglesia. El gobernador se portó tan bien, fue tan obediente, que al final Carlos V lo enchufó para que acabara siendo papa, el papa Adriano VI. La lucha comunera no triunfó y ya sabemos todos dónde fueron a parar las cabezas de sus líderes Padilla, Bravo y Maldonado. Ya lo dijo Miguel Hernández: «Castellanos de alma, labrados como la tierra y airosos como las alas».
El 5 de diciembre de 1831 pagaron caros sus gritos el general José María Torrijos y cincuenta y dos de sus valientes. Fueron apresados por las tropas realistas de Fernando VII por empeñarse en derrocar el absolutismo. Les quedaban seis días de vida.
Andaba Torrijos dando guerra al absolutismo por Gibraltar, cuando, un supuesto amigo le atrajo con engaños hacia las costas de Málaga. Su falso aliado resultó ser el gobernador de la ciudad, que le tendió una trampa para capturarle aprovechando que habían sido antiguos compañeros en el ejército. Torrijos y los suyos se escabulleron como pudieron por Fuengirola, huyeron por Mijas y llegaron a Alhaurín de la Torre. Y aquí les pillaron. Se los llevaron a Málaga y allí estuvieron encarcelados cuatro días, hasta que el 9 de diciembre, el rey Fernando VII hizo llegar un mensaje de puño y letra que decía: «Que los fusilen a todos. Yo, el rey». Las cosas de palacio iban despacio, menos cuando se trataba de fusilar liberales.
El 11 de diciembre, sobre las arenas de la playa malagueña de San Andrés, cayeron Torrijos y los suyos al grito de: «¡Viva la libertad!». El general, más chulo que un ocho de canto, pidió una última voluntad: morir sin venda en los ojos y dar él mismo la orden de disparar. Este último deseo no se lo concedieron, porque si Torrijos llega a dar la orden, no hubiera sido una ejecución, habría sido un suicidio. Torrijos era listo, pero el jefe del pelotón lo era más.