Menudas historias de la Historia (23 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

El Sorteo de Navidad no llegaría hasta seis años después, en 1818, y para entonces la lotería era un juego al que casi nadie se sustraía. Los españoles no hemos dejado de jugar ni un solo año, ni siquiera durante la Guerra Civil; lo que ocurre es que cada bando hacía su propio sorteo y tocaban dos gordos. Malos tiempos, por mucho gordo que hubiera.

En los últimos años, con o sin crisis, los españoles siguen gastándose más de 2.500 millones de euros en lotería de Navidad, y luego nos pondremos tan contentos cuando nos toquen un par de terminaciones. La mala noticia es que de un par de Navidades a esta parte ha desaparecido el calvo del gabán negro dando soplidos y repartiendo décimos premiados. Pero peor lo lleva él, que dejó de cobrar los 120.000 euros que se llevaba por cada campaña. A él sí que le tocaba la lotería cada Navidad.

Señorita España

Elegir a la chica más guapa de España viene de antiguo, pero no nos lo inventamos nosotros. Se lo copiamos a los franceses, que a su vez se lo copiaron a los americanos. El 2 de enero de 1929 España se sumó, a través del periódico
ABC
, a la iniciativa de dos diarios franceses para buscar a la mujer más mona de toda Europa. Los galos copiaron al diario
The Chicago Tribune
, que cada año buscaba a la americana más bella. O sea, que ojo con criticar desde la seria prensa escrita los certámenes de belleza, porque fue precisamente la prensa escrita la que puso en marcha el invento.

Torcuato Luca de Tena, fundador del
ABC
, fue el principal impulsor del concurso y se convirtió en el primer mánager de la primera
Miss
España. Y como la tradición manda, ahora se entiende por qué Luis María Ansón no se pierde un jurado de Miss España ni con gripe.

Para buscar a la europea más maja, antes cada país tenía que aportar la suya propia, y antes, por lógica, elegía cada región. La primera guapa oficial de España fue la valenciana Pepita Samper, que había sido seleccionada como «Señorita Valencia», porque eso de llamarlas
misses
vino después. Antes se elegía a «Señorita España».

Pero el título de Señorita España no fue el único que consiguió Pepita Samper. Y esto es curioso. La bella Pepita fue elegida aquel mismo año de 1929 imagen de las Fallas de Valencia, cuando todavía no existía la figura de Fallera Mayor. Al año siguiente, 1930, coincidió que otra valenciana, Elenita Pla, salió elegida Señorita España, y también fue imagen de las Fallas. Pero como al otro año, 1931, Valencia no se llevó el título, la ciudad tuvo que buscarse a una valenciana para vestirla de fallera aunque no fuera la más guapa de España. Acababa de nacer la figura de la Fallera Mayor al rebufo de Señorita España.

En todos estos años de idas y venidas de
misses
, España sólo ha aportado una Miss Universo, que no es mucho, pero al menos somos el único país con una baronesa hipermillonaria en el ránking. Carmen Cervera se llevó el título en el 61 porque desfiló con mucho arte. Ahora tiene mucho más arte que antes, aunque sea un poco menos mona.

Los mil goles de Pelé

Fue de penalti, fue en el estadio de Maracaná y fue el 19 de noviembre de 1969. Jugaba Pelé con el Santos frente al Vasco de Gama, y en el minuto treinta y tres del segundo tiempo el árbitro pitó la máxima pena. Pelé metió la pierna derecha, disparó y anotó su gol número mil. Mil goles. Lloros, abrazos, el estadio que se viene abajo… pero qué pasa con el pobre arquero que encajó el gol. El argentino Edgardo Andrada pasó de ser un gran guardameta a ser recordado como el portero al que Pelé le coló su gol número mil. Pero estas cuentas tienen un pelín de trampa.

Pelé, «o rey do gol», como todos los reyes, se apunta tantos dudosos. El jugador llevaba una muy particular cuenta de sus goles. Es decir, contabilizaba los goles en partidos oficiales, en amistosos, contra amiguetes y en los entrenamientos, con lo cual, según él, llegó a anotar 1.282 goles en toda su carrera. Pero aquí las estadísticas que cuentan son las oficiales, y para contar como es debido y no hacer la cuenta de la vieja está la Federación Internacional de Historia y Estadística del Fútbol, que ya ha dejado claro que los goles que cuentan son los que se hacen jugando en Primera División. Según este organismo, Pelé sigue siendo el mayor goleador de todos los tiempos, pero los tantos oficiales que metió se quedan en unos seiscientos, que no son moco de pavo.

Lo que sí disgustó a Pelé fue enterarse de que un compatriota, el delantero Romario, también alcanzara el número mil. Y curiosamente Romario logró la hazaña jugando con el Vasco de Gama, el equipo al que «o rey» le marcó su milenario gol.

Pelé querría haber sido el único en llegar a esta cifra extraoficial, pero tuvo que aguantarse con que Romario también se contara los goles fuera de Primera División. Eso sí, para dejar constancia de su rabieta, Pelé porfió y recordó a todo el mundo que él había metido el gol número mil con veintinueve años, y que Romario lo hizo con cuarenta y uno. Lo dicho, se enfadó.

Se sienten… por favor

Las mujeres españolas de principios del siglo XX que aspiraban a algo más que a cuidar maridos, niños y cocidos fueron arañando derechos civiles muy poco a poco. Por ejemplo, el derecho a trabajar y ganar un salario, cuestión esta que se consiguió aunque no se viera con naturalidad que la mujer trabajase. Eran frágiles, débiles, flojas… por eso el 27 de febrero de 1912 se promulgó una de las leyes más tontas de este país: la ley de la silla. La Ley no era tonta en sí, lo que era tonto es el hecho de que se pensara sólo para las mujeres, no para los hombres.

La ley de la silla obligaba a los empleadores a proporcionar una silla a toda mujer que trabajara en la industria o el comercio. De los hombres no decía nada. Ellos podían seguir de pie.

En la ley de la silla estaba implícito el derecho de las mujeres a sentarse un ratito cada hora. La promotora de la ley fue María de Echarri, concejal del Ayuntamiento de Madrid e inspectora de Trabajo. Lo que ocurre es que la ley, aunque fuera buena, más que apoyar la incorporación de la mujer al trabajo lo que hacía era recalcar su debilidad. Lo lógico es que la ordenanza hubiera sido para empleados en general, no sólo para empleadas.

A quienes les vino muy, pero que muy bien, la ley de la silla fue a las operadoras de Telefónica de España, esas señoritas que sacaban y metían frenéticamente clavijas en un panel frontal repleto de agujeros. Telefónica las obligaba a ser solteras y a que la falda llegara muy por debajo de la rodilla; hasta les medían los brazos antes de contratarlas para asegurarse de que llegarían a los agujeritos más altos. Pero Telefónica las tenía de pie derecho. Cuando llegó la ley de la silla, las otras condiciones seguían inalterables, pero pudieron trabajar sentadas. Y también pudieron sentarse las que desplumaban pollos y las que clasificaban tornillos.

España no fue la primera en aplicar la Ley de la Silla. Fue Argentina, a la que después se unieron Chile, Uruguay, Colombia… y varios de estos países aún recogen la Ley de la Silla en sus actuales códigos de derecho laboral. Hay que ver lo que costó trabajar y lo que luego costó hacerlo sentada.

Primera venta de Coca-Cola

Hacía calor en Atlanta (
very hot
, que dicen ellos) aquel 8 de mayo de 1886, cuando un ciudadano entró en una farmacia y pidió algo para el dolor de cabeza. Le vendieron un producto nuevo inventado por el farmacéutico John Pemberton, un jarabe de sabor agradable realizado a base de planta de coca y nuez de cola. El ciudadano se fue tan contento y no hay datos de si se le quitó la jaqueca o si sólo se le quitó la sed, pero aquel hombre fue la primera persona del mundo que compró una Coca-Cola, aunque él nunca lo supo.

En la farmacia donde se realizó la primera venta de una Coca-Cola aquel 8 de mayo había unos empleados que también probaron el brebaje, y como por aquel entonces estaban muy de moda las fuentes de soda, unas máquinas que añadían dióxido de carbono a las bebidas para darles efervescencia, decidieron añadir a aquel jarabe de sabor dulce y agradable un poco de gas y enfriarlo, de tal forma que acabaron descubriendo que aquel líquido oscuro les quitaba la sed y les refrescaba sobremanera.

John Pemberton, el inventor, comenzó a percatarse de que, por mucho que se empeñara, su jarabe no servía ni para curar la impotencia ni la jaqueca ni la neurastenia, y que, en cambio, la gente se lo bebía por litros cuando estaba fresquito y con burbujitas. Así que fue y registró la marca Coca-Cola.

Y lo hizo en un momento en que Atlanta había votado a favor de prohibir la venta de alcohol, luego el nuevo brebaje fue bien aceptado. Vaya si lo fue. La receta de la Coca-Cola, ya saben, es medio secreta. La mayoría de los ingredientes siempre han sido de dominio público: azúcar, caramelo, cafeína, ácido fosfórico, zumo de lima y esencia de vainilla. El triunfo está en un saborizante codificado con el nombre 7X. Lo guardan con tanto celo que cuando el gobierno de la India exigió conocer la composición exacta, la compañía prefirió dejar de venderla en el país antes que revelar su secreto. Indios y cocacoleros llevan treinta años de tiras y aflojas por los ingredientes del refresco: tan pronto se prohíbe la venta como se vuelve a autorizar. Ahora bien, lo único que está claro que no contiene la Coca-Cola son precisamente los ingredientes que le dan el nombre: ni coca ni cola.

Absurdos límites de velocidad

La velocidad mata. De esto estaba convencido el Parlamento británico hacia mediados del siglo XIX, porque por algo aprobó el 5 de julio de 1865 la primera ley del mundo que limitaba la velocidad de circulación en carretera. Fue una ley muy severa. Ríanse de los puntos que se quitan ahora o de las sanciones económicas. Entonces fue mucho peor, y nadie se atrevía a pasar de los 6 kilómetros por hora de velocidad máxima permitida.

Gran Bretaña se puso en este plan porque también fue el país pionero en contabilizar las primeras víctimas de tráfico. Ocurrió años antes, cuando la caldera de una diligencia con motor a vapor explotó y mató a cinco viajeros e hirió a otros muchos. Aquí le cogieron miedo al vehículo a motor, porque los tradicionales caballos no explotaban. Para evitar males mayores, se pusieron en marcha para elaborar una ley muy restrictiva en límites de velocidad y en la construcción de vehículos a motor. La llamaron la Locomotiv Act, estuvo vigente treinta años y frenó cualquier intento de los fabricantes de desarrollar vehículos autopropulsados.

Porque fíjense lo que hacían. No sólo limitaron la velocidad a 4 millas por hora, unos 6 kilómetros de velocidad máxima, es que, además, un tipo agitando un trapo rojo tenía que correr delante de cada coche alertando a los peatones del peligro que se les venía encima. Claro, los constructores de vehículos y los ingenieros se negaron a desarrollar la industria mientras el gobierno no quitara al tipo del trapo rojo, que, por supuesto, corría más que los coches. Pero nada, los del trapo rojo siguieron corriendo delante durante tres décadas.

Precisamente por ello, Gran Bretaña sufrió un parón en el desarrollo automovilístico y se le adelantaron en la industria Francia, Alemania y Estados Unidos. El propio Thomas Alva Edison, aquel que lo inventó casi todo, echó una bronca tremenda a los ingleses. Les dijo: «Ustedes tienen las mejores carreteras, los mejores ingenieros, pero también tienen tantos prejuicios estúpidos que siempre irán por detrás del resto de la industria». Y encima conducen por la izquierda.

Patentada la máquina de escribir

El 23 de julio de 1829 quedó marcado en el calendario de efemérides como una fecha reseñable. Pero lo cierto es que quien lo marcó lo mismo podría haber señalado el nacimiento de un sobrino, porque mérito, lo que se dice mérito, no tiene mucho. Aquel día, un señor llamado William Austin Burt patentó la máquina de escribir. Gran invento si no hubiera sido porque ya estaba inventada, porque no se parece en nada a la que todos hemos conocido y porque era más lenta que escribir a mano.

Lo que William Austin Burt patentó no servía prácticamente para nada. De hecho nadie compró la patente y nadie comercializó el invento. Hubo que esperar hasta principios del siglo XX para tener una máquina de escribir de teclas y rodillo, las mismas que comenzaron a vender como churros las empresas Remington y Underwood.

Ahora bien, todos nos hemos preguntado alguna vez, mirando el teclado del ordenador, a quién se le ocurrió distribuir el abecedario de forma tan anárquica. ¿Por qué la «ese» está junto a la «a» y por qué entre la «erre» y la «uve» doble está la «e»? Pues tiene su sentido. Porque se trataba de que las letras que formaban las combinaciones más comunes de palabras estuvieran alejadas lo más posible. Así se evitaba que las varillas que golpeaban el papel e imprimían la letra se amontonaran, provocando el atasco de la máquina.

Es evidente que esto ya no tiene sentido, porque como todo el mundo sabe la letra sale ahora del teclado y aparece milagrosamente en una pantalla de ordenador, pero la distribución del alfabeto es igual a la de hace siglo y pico. Y no es la única herencia de la máquina de escribir. Hay muchas, pero una especialmente simpática. Cuando escribimos un correo electrónico existe la opción de mandarlo con copia: es lo que en la pantalla aparece como «CC». Pues estas siglas CC significan, literalmente, copia de carbón; una clara referencia a aquel papel negro que poníamos entre dos folios en una máquina de escribir para tener dos textos por el trabajo de uno. Ahora somos todos muy modernos, pero gran parte de la jerga del ordenador se la debemos directamente a la abuelita, la máquina de escribir.

Anulada la ley del divorcio

El divorcio es una de esas leyes españolas que aparecen y desaparecen del panorama político según la amplitud de miras y el respeto a la libertad del gobierno de turno. En 1939, ya se sabe, las miras y las libertades individuales comenzaron una larga agonía que duró casi cuarenta años, y fue el 23 de octubre de 1939 cuando el gobierno de Franco anuló la ley del divorcio aprobada en la Segunda República. Si el dictador viera la cantidad de nietos que se le han divorciado, alguno varias veces, le daba algo.

La ley de divorcio aprobada durante la República era muy avanzada para su tiempo, porque contemplaba aspectos tan novedosos como la fórmula del mutuo disenso, la posibilidad de que la pareja acordara el destino de los hijos menores o la obligación mutua de pensión alimenticia. Hasta que en el 39 volvieron a insistir en eso de «hasta que la muerte os separe», pero no para quien lo eligiera. Para todos. Porque, dicho por boca de los falangistas y los franquistas, el divorcio fue uno de los ataques más violentos a España y a los católicos. De todos es sabido que la totalidad de los españoles era católica. Los que no lo eran, también, aunque ellos no lo supieran.

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