Menudas historias de la Historia (18 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

La Vicalvarada

Nadie crea que las corruptelas en España son asunto de nuestro tiempo. Los casos que ahora nos abofetean desde los medios de comunicación son pantuflas chinas comparados con los pelotazos que se daban a mediados del siglo XIX con el beneplácito de su oronda majestad Isabel II. Los desmanes de aquella corte de los milagros financieros para un grupo de corruptos con levita y chistera acabaron provocando lo que sucedió el 28 de junio de 1854: «la Vicalvarada».

La Vicalvarada fue un pronunciamiento militar para apear del gobierno a un tipo que no se iba ni con agua caliente: Luis José Sartorius, un individuo que llegó a presidente gracias a que lo nombró Isabel II, pero sin que nadie conociera sus méritos. Su trabajo era tapar las corruptelas de gentes como la madre de la reina, María Cristina de Borbón, y de su marido, Fernando Muñoz, duque de Riánsares; pero sobre todo las del marqués de Salamanca, que con sus turbios negocios se hizo con el monopolio del ferrocarril en España. Y aquí estuvo el detonante de la Vicalvarada.

Sartorius quiso rectificar la ley de ferrocarriles en el Senado para que las subvenciones fueran más transparentes, pero con la condición de que no se tocara lo hecho hasta entonces. Es decir, que se confirmaran las concedidas y que no se investigara ni a quién ni cómo se habían concedido. El Senado contestó que nones, y ¿qué hizo Sartorius? Cerró las Cortes y destituyó a los que habían votado contra su ley. Con un par. El escándalo fue de órdago, pero Isabel II mantuvo en el poder a su «favorito imbécil», como ya conocía el populacho a Sartorius.

El ambiente se fue calentando y el ejército acabó pronunciándose para derrocar al gobierno en el pueblo madrileño de Vicálvaro, de ahí lo de «Vicalvarada». Aquello quedó en agua de borrajas en un primer momento, porque los sublevados no derrocaron al gobierno ni el gobierno sofocó la sublevación, pero fue el principio del fin de la década moderada y corrupta, y el principio del bienio progresista. La España del pelotazo, quede claro, viene de antiguo. Cómo sería aquella época que hasta el director del Banco de España acabó en la cárcel.

Franco abandona Tenerife

¿Qué hacía Franco en Tenerife el 15 de julio de aquel fatídico 1936? Pues pasar la última noche tranquila con doña Carmen, porque al día siguiente el militar golpista abandonó la isla camino de Gran Canaria para iniciar su aventura guerrera, subirse al
Dragon Rapide
y organizar la marimorena en Marruecos. Fue el principio del fin de las libertades en España.

El
Dragon Rapide
esperaba a Franco en Gran Canaria para llevarle a Tetuán, junto a sus tropas leales y con las que emprendería el golpe de Estado contra la República. Pero el militar tenía muy difícil salir de Tenerife, porque desde el gobierno ya se olían que tramaba algo. Pero se produjo un hecho providencial: el gobernador militar de Las Palmas murió cuando se le disparó su pistola mientras hacía prácticas de tiro, y el entierro iba a ser el día 17 de julio. Era la excusa que necesitaba para trasladarse a Gran Canaria sin levantar sospechas. Nunca ha quedado claro si la muerte del gobernador fue, efectivamente, un accidente o si alguien provocó ese accidente para que Franco pudiera acudir al funeral.

Porque resultó que todo estaba perfectamente organizado. Aquel 16 de julio, antes de embarcar para Gran Canaria, Franco confesó y comulgó, fue absuelto de sus pecados presentes y futuros, metió a su mujer y a su hija en un barco francés, encarceló al gobernador civil, cerró las comunicaciones con la Península y dio por comenzada la guerra. Cuando Franco desembarcó el día 17 en Gran Canaria, el entierro de su supuesto amigo pasó a segundo plano, porque la sublevación ya era evidente. Allí le estaba esperando la Guardia de Asalto para impedir que subiera al
Dragon Rapide
, y de hecho éste fue el primer combate de guerra. Queda claro que ganó Franco.

El siguiente paso que dio Franco fue afeitarse el bigotito hitleriano para no ser reconocido, vestirse de civil y emprender el vuelo en aquel avión que consiguió gracias a sus amigos Juan de la Cierva, Juan March, el duque de Alba y Luca de Tena. En Tetuán le esperaba otro aliado de apellido famoso: Eduardo Sáenz de Buruaga. Era el 18 de julio de 1936.

Horatio Nelson, héroe pero manco

Aunque sólo sea por meter el dedo en el ojo bueno del más celebrado héroe inglés, conviene recordar que el almirante Horatio Nelson también tuvo sus tropezones. Y uno de ellos fue el 25 de julio de 1797, cuando perdió primero un brazo y luego la batalla por la bravura de los tinerfeños. Le estuvo bien empleado, por intentar quitarnos las Canarias. No está de más recordarlo, porque cada vez que se habla de Nelson es para cantar sus victorias ante Napoleón o para insistir en que nos dio la del pulpo en Trafalgar. Pues no siempre ganaba, y en Tenerife las cuentas le salieron mal.

Cuando Nelson surcaba los mares, la verdad es que iba un poco sobrado, y más de una vez se confió con eso de que era un gran estratega. Aquel verano de 1797 se empeñó en anexionar las Canarias a la corona británica y pensó que sería pan comido. Atacó Santa Cruz de Tenerife con nueve barcos y casi dos mil hombres. Pero el general español Antonio Gutiérrez había armado a todos los paisanos y el ataque sorpresa que esperaba dar Nelson se volvió del revés. El almirante inglés replegó sus tropas y volvió al ataque días después, y esta vez, aunque llegaron un poco más lejos, porque la pelea se extendió a las calles de Santa Cruz, otra vez Nelson perdió la batalla.

Y no sólo la batalla, porque un cañonazo medio le arrancó el brazo derecho, que luego hubo que amputarle. Si a esto añadimos que tres años antes había perdido un ojo en otra ofensiva, tenemos como resultado que Nelson quedó un poco perjudicado. Pero es igual, manco y tuerto, nos ganó en Trafalgar.

Lo que sí hay que reconocer en aquella batalla canaria es que el combate acabó de forma muy caballeresca. Los tinerfeños trataron muy bien a los heridos ingleses y Nelson se lo agradeció al general Antonio Gutiérrez enviándole un queso y cerveza. El militar español agradeció el detalle del almirante inglés y respondió enviándole vino, y recordándole su promesa de no volver a poner los pies en las islas Canarias, a no ser que fuera en plan turista.

Septiembre Negro

El polvorín de Oriente Próximo sufrió el 16 de septiembre de 1970 un estallido devastador. Un punto de no retorno. Los palestinos instalados en Jordania iniciaron una huelga general que terminó de inflar al rey jordano Hussein. Aquello ya era el colmo. La lucha armada palestina contra Israel había instalado un feudo dentro de Jordania y, pese a la necesaria solidaridad entre los países árabes, Hussein no dejó que los palestinos le pusieran el país patas arriba. Los masacró en aquel Septiembre Negro. La verdad es que todos se pasaron por el lado que les tocaba. Los israelíes, por lo que todos sabemos; los palestinos, por haberse creído que Jordania era suya; y los jordanos, por haber reaccionado con un ataque tan desproporcionado. Pero cuando un asunto se sale de madre, ya no se sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina.

Civiles y organizaciones armadas palestinas encontraron refugio en territorio jordano, pero comenzaron por aceptar la mano y acabaron por tomarse el pie. Se instalaron sin miramientos: regulaban hasta su propio tráfico de vehículos, gestionaban su aeropuerto e incluso emitieron sellos oficiales. Crearon una especie de Estado dentro del Estado. Y Hussein dijo, caray, que a este paso se van a quedar con mi reino.

Aquella huelga general palestina del 16 de septiembre colmó el vaso jordano, y al día siguiente Hussein ordenó una represión brutal. Murieron cientos de civiles y las aldeas palestinas en Jordania fueron arrasadas con napalm. La OLP y el Frente para la Liberación de Palestina, en otros tiempos enfrentados a cara de perro, olvidaron sus diferencias y se unieron contra Jordania en una lucha que duró una semana; una lucha desigual, pero encarnizada. En el recuerdo popular, aquel enfrentamiento quedó como «Septiembre Negro». Fue el mismo nombre que luego adoptó un grupo terrorista para reivindicar la matanza de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich.

Comienza la Gloriosa

Discretamente, a la chita callando, el 17 de septiembre de 1868 el almirante Topete y el general Prim subieron a la fragata
Zaragoza
en aguas gaditanas. Su plan, revolucionar España de sur a norte. El objetivo, apear a Isabel II del trono, deshacerse de los Borbones y recuperar la soberanía nacional. El grito común de aquella revolución, de la Gloriosa, fue: «¡Viva España con honra!». Lo raro es que dos de los tres partidos que se aliaron en esta revolución eran monárquicos. Ni siquiera los realistas soportaban a la oronda e ineficaz Isabel II.

La Gloriosa fue la revolución más facilona de conseguir. Y lo fue por varias razones. Primera y fundamental, porque los dos partidos liberales involucrados tenían en sus filas a militares, luego era fácil arrastrar al ejército al pronunciamiento. Segunda, porque el tercer partido, el de mayoría republicana, no tenía mano con los militares pero sí con la población civil, así que animó fácilmente el alzamiento. Ya saben, el ejército se pronuncia y el pueblo se alza.

Y la tercera razón que ayudó al triunfo de la Gloriosa fue, inexplicablemente, la propia Isabel II. No hizo nada. Se quedó más parada que una señal de tráfico. Comprensible por otra parte, porque la Gloriosa la pilló de vacaciones.

La reina, a esas alturas de septiembre, continuaba su descanso estival en el norte de España, con toda su prole y su numerosa servidumbre. Acostumbrada como estaba a ser reina desde que tuvo uso de razón, ni se le pasó por la cabeza que aquella bronca revolucionaria pasara a mayores. Ni fue a Madrid a tomar las riendas ni se dirigió al pueblo diciendo, hombre, estaos quietos, que soy yo. Lo único que se le ocurrió fue hacer las maletas, tomar un tren en Irún y pedir asilo político en Francia.

Se fue con lo puesto, aunque lo puesto eran tropecientos baúles y la corona. El triunfo de la Gloriosa fue un paseo militar y dio comienzo el sexenio democrático, que, la verdad, también tuvo lo suyo.

China invade Tíbet

Qué difícil se nos hizo a casi todos entender el lío que se montó en el Tíbet en marzo de 2008. Cargas policiales, manifestaciones, comercios ardiendo, los Juegos Olímpicos de Pekín encima, los medios de comunicación expulsados y venga fotos en los periódicos con monjes corriendo con las togas remangadas. Pero los sucesos de marzo tenían, evidentemente, un origen. El 7 de octubre de 1950, ochenta mil soldados del Ejército Rojo de Mao Tse Tung invadieron el Tíbet y se lo quedaron.

Desde entonces el Tíbet es un polvorín que estalla de tarde en tarde y cuya mecha, todo hay que decirlo, la encendieron los británicos. Las relaciones de chinos y tibetanos hasta principios del siglo XX no eran malas. Al contrario, porque el Dalai Lama era el consejero espiritual de los emperadores chinos. Es decir, la China imperial brindaba protección al Tíbet y los tibetanos, a cambio, rezaban por la China imperial. Todos contentos. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y en esta cordialidad vivían unos y otros cuando, en 1904, los británicos se encapricharon del Tíbet por su posición estratégica. Así que los ingleses invadieron el País de las Nieves.

Y ahí fue cuando China dijo, un momento, antes de que se lo queden los británicos, nos lo quedamos nosotros. Ingleses y chinos comenzaron a pegarse por el Tíbet, hasta que alcanzaron un acuerdo. Dijeron los británicos a China, vale, tú te quedas con el Tíbet y a cambio me firmas un jugoso acuerdo comercial. Por supuesto, sin preguntar a los tibetanos qué opinaban. Desde entonces Pekín consideró el Tíbet como propio, hasta que llegó Mao Tse Tung aquel 7 de octubre y puso la guinda al pastel. Envió al Ejército Rojo, se empeñó en acabar con el dirigismo religioso e impuso la Revolución Cultural. Y hasta hoy. Dice un proverbio tibetano que, aun sin armas, Buda puede derrotar al más grande enemigo. Lo que pasa es que se toma su tiempo.

Batalla de Trafalgar

Qué tremendo palizón nos dieron. Fue el 21 de octubre de 1805 en Trafalgar, frente a las costas de Cádiz. De un lado nosotros, luchando junto a los franceses, pero sin saber exactamente qué hacíamos allí; y del otro, los británicos, avanzando como posesos con cien cañones por banda y el almirante Nelson arengando a sus chicos con aquello de «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber». La batalla de Trafalgar, orgullo de los británicos y vergüenza de los franceses, lo único que nos sugiere a los españoles es qué demonios hacíamos metidos en aquel fregado.

En 1805 los españoles éramos aliados de los franceses. De mala gana, pero lo éramos. Así que cuando el Bonaparte nos pidió ayuda para enfrentarse a los británicos, allá que fuimos, aun sabiendo que nos iban a dar la del pulpo. No era nuestra guerra, no nos incumbía. El asunto andaba entre ellos, embroncados por los continuos intentos de Napoleón para que los británicos hablaran francés.

Trafalgar no fue una batalla al uso. Es decir, lo normal es que una flota se pusiera en línea y enfrente de la otra, y todos se liaran a cañonazos a ver cuántos navíos hundían. Pero el almirante inglés utilizó una estrategia que él llamaba el «toque Nelson» y que en realidad era un ataque a lo bestia. Hay que imaginar a la flota combinada franco-española colocada en línea y esperando un ataque de los de toda la vida de Dios, cuando vieron acercarse a la flota británica en plan kamikaze, dividida en dos columnas que avanzaban sin intención de pararse. La estrategia era romper la línea enemiga en tres partes y provocar el desbarajuste.

Un ataque así era suicida, porque durante el avance y antes de partir la flota enemiga, las dos escuadras inglesas estaban expuestas al cañoneo indiscriminado. Pero eso estaba dentro de los planes. Al final, ya saben, ganaron los ingleses, pero conste que Nelson fue un héroe a nuestra costa y que en Londres tienen Trafalgar Square gracias a nosotros.

Batalla de Milvio

El 28 de octubre de hace la tira de años, el romano Constantino, que aún no era el Grande, era Constantino a secas, tuvo un sueño. Vio en el cielo dos signos, una X y una P superpuestas, mientras una voz machacona le decía «con este símbolo vencerás». Cuando despertó el 28 de octubre del año 312, Constantino grabó aquel monograma en sus armas y se fue tan contento a entablar la famosa batalla del puente Milvio contra otro romano, Majencio. Y ganó. El imperio cristiano estaba a punto de pegarle un codazo a la Roma imperial.

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