El fin del sueño imperialista de Napoleón se llama Waterloo, porque el 18 de junio de 1815 el emperador de Francia agachaba definitivamente las orejas frente a ingleses y prusianos en las llanuras de Waterloo, cerca de Bruselas, daba media vuelta y se largaba a Francia. Pero se rindió con la boca pequeña, porque no hizo más que llegar a París y ya la estaba armando otra vez para reunir las tropas y volver a la carga. Menos mal que los franceses ya estaban hasta el gorro de sus obsesiones invasoras y le dijeron, mira Napo, hasta aquí hemos llegado.
Desde que Napoleón quedó exiliado en la isla de Elba, en el Mediterráneo, Europa estaba más o menos tranquila. Pero cuando se escapó y retomó el poder, las naciones se pusieron de uñas y sacaron del cajón un tratado firmado un año antes por el que todas se obligaban a ser beligerantes con Francia mientras Napoleón estuviera en el poder. El Bonaparte, en realidad, no tenía muchas ganas de guerra, pero Europa no aceptaba ningún acuerdo con él. O se retiraba de inmediato o a la porra la paz: los aliados invadirían Francia.
Como no hacía falta pincharle mucho para que se animara, Napoleón reunió las tropas y dijo, vale, pues antes de que me invadáis vosotros, vuelvo a invadir yo, y primero se fue a por los ingleses. Pero, claro, invadir Inglaterra siempre ha sido muy difícil porque los ingleses están atrincherados en una isla, así que no quedó más remedio que pegarse en tierra firme, en Bélgica. Y en Bélgica esperaban a Napoleón ingleses y prusianos bastante cabreados. Las otras potencias no fueron a Bélgica porque estaban preparando sus ejércitos para invadir Francia el primero de julio. Pero tampoco se las echó de menos.
A Napoleón le dieron la del pulpo en Waterloo y luego el propio Parlamento francés lo remató cuando le obligó a abdicar por haber perdido. Fue entonces cuando le mandaron a otra isla, a la de Santa Elena, donde da la vuelta el aire en mitad del Atlántico y a 2.000 kilómetros de la costa más cercana. La única tierra que conquistó a partir de entonces fue la de su tumba.
La épica catalana tiene mucho que ver con lo sucedido el 26 de enero de 1641. Se produjo la batalla de Montjuïch, en la que el ejército del rey Felipe IV recibió un varapalo estrepitoso que le obligó a retirarse de Cataluña, no sin antes haber provocado que los catalanes se arrojaran en los brazos de Francia. No es que se sintieran más franceses que españoles, ni mucho menos, es que el rey de España les instaló en Cataluña un ejército de miles de hombres y les dijo, hala, los mantenéis vosotros. Y una cosa es dar un bocata a un soldado y otra muy distinta que se empadrone en casa.
Orígenes de la algarada: España estaba enfrascada en la Guerra de los Treinta Años, una sangría de dinero y de hombres. Las arcas del Estado estaban tiritando y la plebe hasta el gorro. Pero decirle a un Habsburgo español, acostumbrado a tener medio mundo en sus manos, que se ocupara más de España que de guerrear fuera era pedirle peras al olmo.
Y especialmente hastiados estaban los catalanes, porque el nefasto conde duque de Olivares convenció al manejable Felipe IV para atacar Francia desde Cataluña y que fueran los catalanes los que pusieran los recursos para mantener a los tercios. Ahí empezó el cabreo de los segadores, hartos ya de abrir sus casas y aportar sus escasos recursos para mantener una guerra sin sentido.
Una cosa llevó a otra, y el rechazo al ejército se amplió a los funcionarios reales y a los nobles. La bola creció, las relaciones se agriaron y ahí estaba Francia para aportar su interesada solución. Le dijo a los catalanes: «¿Queréis que os echemos una manita contra Felipe IV? Eso sí, a cambio de que Cataluña se ponga bajo soberanía francesa…». Y Cataluña, con tal de quitarse de encima al conde duque de Olivares y al rey, aceptó el trato. Por eso las fuerzas francesa y catalana vencieron de manera incontestable en la batalla de Montjuïch de aquel 26 de enero, y durante los siguientes doce años Cataluña fue francesa. Para entender cómo empezó una bronca, a veces hay que irse siglos atrás.
El orgullo es lo único que le puede quedar a una nación derrotada en una guerra, y el día 21 de junio de 1919 la vencida Alemania tras la Primera Mundial dio señales de ser un país más que orgulloso: hundió todos sus barcos antes que entregarlos a las naciones vencedoras. Casi todos se fueron a pique y todos a la vez. En total se auto hundieron cincuenta y un barcos entre acorazados, destructores y cruceros de batalla. Se salvaron veintitrés, pero porque estaban varados. Fue el fin de la marina imperial alemana. Años después Hitler tuvo que empezar de cero porque no tenía ni una barquita.
Alemania había perdido la Primera Guerra Mundial y las naciones vencedoras se reunieron en París para firmar el famoso Tratado de Versalles, con el que se impondrían las sanciones oportunas a los alemanes por haber liado la que liaron. A la espera de que se firmara el tratado se ordenó a toda la flota imperial alemana que se reuniera en la base británica de Scapa Flow, en las islas Orcadas, al norte de Reino Unido, donde se acaba Escocia. Los alemanes, muy obedientes porque habían perdido, reunieron allí sus setenta y cuatro buques a la espera de que el Tratado de Versalles decidiera cómo se los repartían los que habían ganado, aunque ya se sabía que la mayor parte de la flota se la iba a quedar Gran Bretaña.
Aquel 21 de junio, los ingleses que custodiaban la armada alemana se hicieron a la mar y, aprovechando la falta de vigilancia, el comandante en jefe alemán inició un plan previamente pactado con todos los oficiales de los buques: izó la bandera de su acorazado con una señal que preguntaba si estaban dispuestos a hundir sus barcos. Todos izaron sus banderas con la señal afirmativa, y el buque insignia volvió a izar otra con la orden inmediata de hundir los buques. En ese momento, todos a una, como Fuenteovejuna, abrieron las espitas y las válvulas, y se fueron a pique.
Fue el suicidio de la flota imperial alemana antes de entregarla a manos extranjeras. En aquel acto de honor, murieron nueve marineros. Las últimas víctimas de la Primera Guerra Mundial cuando ya nadie estaba en guerra.
Han pasado cuatrocientos veinte años y a los ingleses aún no se les ha cortado la risa. La Gran Armada, la conocida irónicamente como la Armada Invencible, partió tan contenta de España para invadir Inglaterra, y el día 31 de julio de 1588 se produjo la primera escaramuza a la entrada del Canal de la Mancha. Aquel primer encuentro no fue especialmente grave, porque sólo perdimos dos barcos, pero mejor hubiera sido dar media vuelta y volver, porque ya estaba claro lo que nos esperaba.
El objetivo de la Gran Armada era recoger en Flandes a treinta mil soldados y de allí partir para invadir Inglaterra y derrocar a la reina Isabel I. Pero, claro, para llegar a Flandes había que atravesar el Canal de la Mancha, y en los planes españoles estaba hacerlo con disimulo, como mirando para otro lado, para llegar a Flandes y embarcar a los soldados. Primer fallo: los ingleses no son imbéciles. Segundo fallo: es imposible que ciento veintisiete barcos en comandita pasen por el Canal de la Mancha sin ser vistos. Tercer fallo: los soldados de Flandes no estaban preparados.
Aquella aventura se planteó, en parte, por el dominio del Atlántico, y en parte, como una cruzada, porque en el trono de Inglaterra se había instalado una reina protestante y Felipe II la quería católica. Las tripulaciones de los barcos rezaban todos los días el rosario a bordo y en los mástiles ondeaban imágenes do Vírgenes y Cristos con el lema «Álzate Señor y defiende tu causa». Pero el Señor debía de tener mejores causas que atender, porque los ingleses nos dieron la del pulpo.
La mala pericia en la navegación (porque Felipe II puso al frente de la Armada al tipo más torpe del reino, a Alonso Pérez de Guzmán, séptimo duque de Medina Sidonia), una pésima planificación y unas cuantas borrascas inoportunas dieron al traste con la expedición. De ahí la famosa excusa que se le atribuyó a Felipe II diciendo que él «había enviado a sus naves a pelear contra los hombres, no contra los vientos y las olas de Dios».
Pero Felipe II nunca dijo esto, porque se percató de que ni teniendo como aliado al anticiclón de las Azores hubiera podido invadir Inglaterra.
Vaya susto se llevaron los alemanes el 15 de septiembre de 1916, en plena Primera Guerra Mundial, cuando vieron aparecer unos armatostes de hierro gigantescos que arrasaban todo lo que encontraban a su paso y con unos agujeritos de donde salían balas. Era la primera vez que veían aquel trasto infernal que se desplazaba sobre dos orugas y que pasaba por encima de las trincheras como Perico por su casa. Aquello eran tanques, los primeros carros de combate de la historia.
Fue idea de los británicos construir aquel artilugio que, además de disparar, servía de parapeto a los soldados que avanzaban a pie, aplastaba las barreras de alambre, sorteaba las trincheras y no se inmutaba ante las ráfagas de ametralladora. Eso sí, era más lento que el caballo del malo, porque avanzaba a tres kilómetros por hora. O sea, que los alemanes tenían tiempo de verlos venir.
El nombre, tanque, era en realidad una tapadera, porque se trataba de confundir a quienes los construyeron. Aquello era un arma de alto secreto y a quienes trabajaron en su fabricación, para que no se fueran de la lengua, se les dijo que eran tanques móviles para transportar agua a los soldados británicos en zonas de guerra. Así que con tanque se quedó.
Se utilizaron por primera vez en la batalla del Somme, un río que circula por el norte de Francia, para romper las líneas enemigas alemanas. Los tanques, no es que cambiaran el curso de la Primera Guerra Mundial, porque, lo dicho, eran lentos, eran pocos y tenían una mecánica poco fiable, pero psicológicamente dieron en la línea de flotación a los alemanes. Como dijo Gila, «no mataban mucho, pero deprimían».
Ahora bien, cuando se les pasó el susto, los alemanes cavilaron qué hacer contra aquellos cacharros de hierro para que dejaran de saltarse las trincheras a la torera. Ya está, las hicieron más anchas, de tal forma que los tanques ya no podían pasarlas por encima. En cuanto llegaban a una trinchera más amplia, la parte delantera perdía contacto con el suelo y se hincaba de morros en el fondo. Lo alemanes eran eso, alemanes, pero no tontos.
La situación entre España y Marruecos a mediados del siglo XIX estuvo especialmente revuelta. Cierto es que al reinado de Isabel II le venía muy bien, porque estaba en la cuerda floja y meterse en guerras en el exterior servía como maniobra para distraer a los españoles de la crisis interna. El 7 de noviembre de 1859 comenzó una de esas aventuras que tuvo a los españoles mirando a Marruecos en vez de a Madrid. El presidente del Gobierno Leopoldo O'Donnell acudió a palacio para despedirse de la reina Isabel II y de su marido, Francisco de Asís. Se iba a Marruecos, al frente de treinta y ocho mil hombres, para defender Ceuta y Melilla.
Hacía años que las tribus beréberes cercanas a Ceuta y Melilla estaban revoltosas. España levantaba defensas para proteger las ciudades, pero venían los beréberes y las tiraban. España colocaba escudos patrióticos para señalar las demarcaciones, y los beréberes los echaban abajo. España se cabreó, pidió que restituyeran los escudos y que las tropas marroquíes los saludaran. Marruecos respondió con una pedorreta y les declaramos la guerra.
Hubo mucho voluntario para ir a luchar, porque España pagaba doscientos reales de enganche y noventa al mes, y eso era una pasta teniendo en cuenta que la mitad de los españoles estaba en paro y con pocas posibilidades de encontrar empleo. Y, por cierto, hubo una nutrida presencia vasca. Los «tercios vascongados» se fueron a luchar voluntariamente por España como un solo hombre.
Aquella guerra se ganó, aunque, paradójicamente, España perdió mucho. Murieron siete mil hombres y las arcas del Estado se vaciaron. Como dijeron algunos expertos, «fue una guerra muy grande y una paz muy chica». Lo más simpático que queda para recordar de aquella lucha en Marruecos fue precisamente los términos en los que se produjo la despedida de O'Donnell de la reina y su marido aquel 7 de noviembre. Dijo Isabel II:
—Si yo fuera hombre, te acompañaría.
Y dijo el rey Francisco: —Lo mismo te digo, O'Donnell. Lo mismo te digo.
Lo que hicieron los ingleses el 10 de noviembre de 1798 está feo, pero es comprensible. Se quedaron con Menorca. Afortunadamente fue la última vez que lo hicieron, porque hay que ver la tabarra que dieron con la isla. Su situación estratégica era inmejorable… ahí plantada, en pleno Mediterráneo. Y qué decir del clima, de las playas y de sus calitas. Menorca era una perita en dulce que quería todo el mundo. La peor parte la llevaron los menorquines, porque durante el siglo XVIII los pobres ya no sabían si hablar francés, inglés, español o catalán.
Durante aquel siglo XVIII, cada vez que España se metía en una guerra, alguien nos quitaba Menorca. Era como la moneda de cambio para firmar luego los tratados de paz. Primero la cedió amablemente el primer Borbón, Felipe V, a cambio de que los ingleses le reconocieran como rey de España. Y, por cierto, en aquella misma jugada perdimos Gibraltar. Luego llegó la Guerra de los Siete Años, y la isla la ocuparon los franceses, pero como Francia perdió la contienda, los ingleses volvieron a quedarse con ella. España, mientras, a verlas venir.
Llegó más tarde la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, y como también ahí estuvimos involucrados, entre lo poco que se pudo rascar estuvo recuperar Menorca. Pero sólo un rato, porque los ingleses la habían cogido llorona con la isla y volvieron a por ella. Por supuesto, nos la quitaron por tercera vez aquel 10 de noviembre de 1798.
El asunto comenzaba a ser cansino, así que, aprovechando los acuerdos de paz de otra guerra en la que se habían enfrascado los ingleses y Napoleón, España pudo meter cuchara y recuperar Menorca, otra vez, a principios del siglo XIX. Ahora sí, de forma definitiva. La riqueza cultural que Menorca ha ido acumulando con tanta ida y venida de unos y otros ya no hay quien se la quite y, aunque ya no hay quien la pretenda por las malas, sigue abierta a todo ciudadano de cualquier potencia extranjera. Eso sí, a ser posible con billete de ida y vuelta.