Menudas historias de la Historia (10 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

La Noche Triste

La que tenían montada la noche del 30 de junio de 1520 las tropas de Hernán Cortés y los súbditos de Moctezuma. Luchaban a brazo partido en las afueras de Tenochtitlán. Los españoles y sus aliados intentando huir, y los aztecas empeñados en matarlos a todos para que no volvieran. Fue la famosa Noche Triste, la que comenzó el 30 de junio y no terminó hasta la madrugada del 1 de julio. Pasado lo peor, en el camino de Tacuba, Hernán Cortés se recostó en un árbol y lloró como un crío.

Las cosas estaban más o menos calmadas con los aztecas, siempre teniendo en cuenta que los españoles habían invadido el imperio y que tenían prisionero a Moctezuma. Pero bueno, ahí estaban. Calma tensa, que se dice. A Hernán Cortés, sin embargo, se le abrió un frente inesperado y tuvo que ausentarse un par de meses de Tenochtitlán. Resulta que el conquistador extremeño, cuando desembarcó en México, llevaba orden de explorar, sólo de explorar nuevas tierras, no de conquistar. Como él llegó y conquistó, su jefe, Diego de Velázquez, envió tropas desde Cuba para darle un escarmiento. Cortés salió al encuentro de sus camaradas españoles y dejó a un manazas a cargo de Tenochtitlán hasta su vuelta, a Pedro de Alvarado.

Qué liaría este hombre, que durante la ausencia de Cortés cabreó a los aztecas más de lo que estaban, ejecutó a varios, provocó que en la refriega muriera Moctezuma y que al final la cosa se liara de mala manera. Cuando Cortés regresó, se encontró Tenochtitlán boca abajo, y dijo mejor nos vamos sin que se enteren, y ya volveremos en mejor ocasión. Pero en los planes aztecas estaba que los españoles y sus aliados no regresaran nunca. Les montaron una emboscada durante su disimulada retirada, y allí fue masacrado el 80 por ciento de la expedición de Cortés, cuatrocientos españoles, además de cinco mil indios aliados y casi todos los caballos.

La Noche Triste de los españoles fue la más feliz de los aztecas. Por eso un árbol engullido ahora por la mastodóntica Ciudad de México recuerda hoy el lugar donde Cortés lloró la masacre. Aunque luego se secó las lágrimas y volvió a por ellos.

Arde Roma

Una tórrida noche de verano, en las tiendas que rodeaban el Circo Máximo de Roma, aquel por el que correteaban los aurigas ante doscientos cincuenta mil espectadores, se declaró un incendio. Era uno más de los que se producían en los barrios populosos de la ciudad imperial, pero el de aquella madrugada del 19 de julio del año 64 no hubo quién lo parara. Las callejuelas estrechas, las casas hacinadas y el fuerte calor propagaron las llamas a una velocidad endiablada. Roma ardió por los cuatro costados. ¿Fue Nerón? Pues ni sí ni no ni todo lo contrario.

Como culpar a Nerón del incendio de Roma es lo fácil, mejor acudir a las fuentes documentales. Tres cronistas contemporáneos sitúan a Nerón en lugares distintos la noche del incendio, y según de qué pie cojeara cada informador señalaba o no al locuelo emperador como el pirómano. Parece cierto que Nerón estaba fuera de Roma cuando se declaró el incendio y que de inmediato regresó a la ciudad para comprobar cómo ardía incluso su villa palaciega, luego no parece muy sensato afirmar que él provocó el incendio.

Otra cosa es que, una vez en Roma, Nerón, a la vista del espectáculo, sacara su lira y soltara unos gorgoritos, pero esto entraba dentro de lo previsible, porque estaba como una regadera. Dicen que cantó, mal, muy mal, los versos que emulaban la destrucción de Troya.

Ahora bien, lo que sí es posible, a decir del historiador Tácito, es que Nerón fuera responsable de un segundo foco del incendio. El primero arrasó parte de Roma durante seis días consecutivos, pero cuando fue controlado, el incendio se reprodujo en otra zona de la ciudad, con lo cual terminó de quemarse lo poco que quedaba. ¿Qué interés pudo tener Nerón en terminar de arrasar Roma? Pues reconstruirla a su gusto, con calles anchas, fuentes, edificios porticados y grandes espacios. Y eso fue lo que hizo.

Es cierto que Roma mejoró mucho, pero sobre todo mejoro el pisito de Nerón, porque se hizo una pequeña villa de recreo de medio millón de metros cuadrados. A los romanos, sin embargo, no les gustó la nueva ciudad. Decían que las calles estrechas guardaban mejor el fresquito. Nunca arde a gusto de todos.

El incidente del equinoccio de otoño

Faltó el canto de un duro para que el mundo se enfrascara el 26 de septiembre de 1983 en una guerra nuclear. Un satélite ruso detectó el lanzamiento de cinco misiles balísticos estadounidenses hacia territorio soviético. Sólo la prudencia del oficial Stanislav Petrov, un técnico informático que usaba la cabeza para algo más que para rellenar la gorra de plato, evitó que comenzaran a volar misiles intercontinentales sobre nuestras cabezas. Aquello se conoció como el incidente del equinoccio de otoño.

La mala pasada la jugaron los fenómenos astronómicos, porque coincidió una extraña conjunción de la Tierra, el Sol y la red de satélites rusos que, mezclada con el equinoccio de otoño, tuvo como consecuencia que se detectaran una serie de señales térmicas que daban a entender que los yanquis estaban lanzando misiles. Pero el oficial Petrov pensó para sus adentros: «Qué país empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles. Mucho menos Estados Unidos, que tiene miles. Algo falla. Si en veinte minutos no impacta nada en territorio soviético, esto es una falsa alarma». Y lo era. Estados Unidos no había lanzado misil alguno, y la Guerra Fría continuó siendo eso, fría.

Stanislav Petrov fue quizás el héroe del siglo XX, pero pagó cara su sensatez. El protocolo del centro soviético de inteligencia militar obligaba a dar la alarma de inmediato para, también de inmediato, iniciar el contraataque. Petrov no dijo nada a nadie, porque si comunicaba la emergencia, sabía que se iba a liar. Y ahora viene la parte absurda: el alto mando soviético amonestó al oficial y lo relegó a puestos inferiores por pensar por su cuenta.

Menos mal que en 2006 Naciones Unidas felicitó públicamente a Petrov, hoy retirado del ejército, por haber empleado la genuina inteligencia militar, términos antagónicos casi siempre, pero que tuvieron sentido aquel 26 de septiembre de 1983. Porque se mascó la tragedia.

«España ha dejado de ser católica»

Aquel 13 de octubre de 1931 se presentaba calentito en el Congreso de los Diputados. Se debatía el proyecto de la Constitución de la Segunda República, y en la sesión de la tarde se aprobó el título preliminar, aquel que decía «El Estado español no tiene religión oficial». La bronca vino después, cuando hubo que discutir sobre las medidas específicas para que España fuera laica. Fue cuando Manuel Azaña soltó su perla más famosa: «España ha dejado de ser católica». Algunos diputados sacaron hasta las pistolas.

Quizás no se eligió un buen momento para debatir asunto tan espinoso, porque aquel día era martes y 13. El tiempo ha demostrado que la frase de Azaña era consecuente con el contexto en el que se pronunció, porque la sentencia tenía todo su sentido. Si el Congreso había aprobado que el Estado no tuviera religión oficial, en ello iba implícito que España ya no era, oficialmente, católica. Otra cosa es que muchos españoles lo fueran, pero no España como nación.

Aunque más que la implantación del laicismo, aquello fue la revolución. El presidente del Gobierno, Niceto Alcalá Zamora, católico practicante, amenazó con dimitir si se aprobaban en la Constitución asuntos como la eliminación del presupuesto destinado al clero, la disolución de algunas órdenes religiosas y la prohibición de que ejercieran la industria, el comercio y la enseñanza. Manuel Azaña montó un revuelo tremendo con su discurso de defensa de estas premisas. Hubo mucha bulla, los diputados arreaban collejas a los de los escaños de más abajo y algunos tiraron de su arma.

Al final, las propuestas de Azaña fueron aprobadas por 178 votos a favor y 59 en contra, Niceto Alcalá Zamora cumplió su amenaza de dimitir, y aquel discurso de Azaña y su frase «España ha dejado de ser católica» pasaron a los anales del Congreso.

En un tris por culpa de los misiles

El mundo estuvo en un tris de enfrascarse en otra guerra hace cuatro décadas por un quítame allá esos misiles. El 22 de octubre de 1962 John Fitzgerald Kennedy, trigésimo quinto presidente estadounidense, se plantó delante de una cámara y lanzó un mensaje televisado a la nación, aunque en realidad el recado iba para los soviéticos. Estuvo diecisiete minutos hablando y anunció el bloqueo naval a Cuba para impedir que la Unión Soviética continuara instalando petardos atómicos en la isla. El mundo pensó, ya está, ya la tenemos otra vez liada.

Sólo unos días antes, aviones espías estadounidenses habían fotografiado unas extrañas instalaciones en Cuba. Cuando las estudiaron de cerca, dijeron, carallo, si son misiles soviéticos. Y a sólo cien kilómetros de Florida.

Nikita Kruschev había prometido a su reciente amigo y aliado Fidel Castro protegerle ante un eventual ataque yanqui; hombre, y ya de paso, la Unión Soviética podría instalar armamento en las mismas narices de su mayor enemigo. Pero Estados Unidos se percató de la maniobra y decidió bloquear la isla para impedir que llegaran más misiles. Kennedy, además, les dijo a los soviéticos que ya se estaban llevando los instalados. Y rapidito.

Nikita Kruschev dijo que ni en broma. Que los barcos rusos seguirían pasando y que no permitirían registro alguno en sus buques porque a los estadounidenses no les importaba si llevaban a Cuba ositos de peluche o misiles. Pero, al final, la Unión Soviética se arrugó. Pese al desplante de Kruschev, los barcos soviéticos cambiaron de ruta o regresaron a la espera de que volviera la calma. Kennedy y Kruschev se sentaron a negociar: Kennedy juró no invadir Cuba; el soviético prometió desmantelar los misiles, y los dos acordaron no contar nada hasta pasados seis meses para que nadie se enterara de la bajada de pantalones soviética. El mundo respiró y Fidel Castro se agarró un mosqueo de órdago.

Primer sufragio universal en España

El 22 de diciembre de 1933 las mujeres votaron por primera vez en España. Pero esto es una verdad a medias. En realidad, las mujeres votaron por segunda vez, porque ese día se celebró la segunda vuelta de las elecciones generales durante la Segunda República. La primera vuelta había sido el 19 de noviembre, y el triunfo de la derecha fue tan incontestable que se podrían haber ahorrado la segunda. ¿Quién tuvo la culpa de que perdiera la izquierda? Pues según los sesudos analistas y tertulianos de la época, las mujeres. Y se quedaron tan anchos.

Éste era el mayor temor de la izquierda desde que en 1931 se aprobara en Cortes el sufragio universal, porque las mujeres representaban más de la mitad del censo: seis millones de votos. En octubre de 2006 se celebró el 75 aniversario del famoso debate parlamentario entre dos mujeres de izquierdas, Clara Campoamor y Victoria Kent. La primera defendió el voto femenino y la segunda lo rechazaba porque, como las mujeres estaban engullidas por un exagerado espíritu católico, darían su voto a la derecha. Pero al final se aprobó, las mujeres votaron y la izquierda perdió.

Como siempre es bueno que haya un niño al lado para echarle la culpa, la izquierda señaló a las mujeres como culpables de su derrota. Pero si las mujeres se hubieran quedado en la cocina, la izquierda también habría perdido. Las razones del desastre fueron otras.

La izquierda se dispersó tanto, que su presencia en las Cortes quedó también desperdigada. Los de la Izquierda Republicana, por un lado; los socialistas, por otro; y por otro distinto, los radicales. Los federales por su lado, y por el suyo los radical-socialistas. El PCE a su bola, y mucho más a la suya los anarcosindicalistas. Enfrente, sin embargo, tenían a una derecha organizada en torno a la CEDA, la Confederación Española de Derechas Autónomas, y también perfectamente aglutinados los veintinueve partidos agrarios conservadores.

Era una cuestión de organización que les permitió aprovecharse de que la izquierda estaba a la greña. La desmesurada legislación anticlerical y la crisis económica del país completaron el desastre. Pero la culpa, por supuesto, fue de las mujeres.

Los cimientos del Congreso

Cuánto monarca veleta ha pasado por España. Hacía muy pocos años que Fernando VII había estado rebanando el pescuezo a todo el que gritara «¡Viva la Constitución!», cuando la hija hizo borrón y cuenta nueva y se lanzó a inaugurar el foro del pueblo: el 10 de octubre de 1843 una pipiola Isabel II puso la primera piedra del Congreso de los Diputados.

Cuatro mil invitados acudieron a la puesta de aquella primera piedra y, por allí abajo, por los cimientos de la Carrera de San Jerónimo debe de andar la caja de plomo que se enterró con varias monedas, un ejemplar de la Constitución de 1837, los periódicos del día y la paleta de plata con que la reina había volcado el primer cemento. En la paleta iba inscrita la siguiente frase: «Doña Isabel II, Reina Constitucional de las Españas, usó esta paleta en el solemne acto de asentar con sus reales manos la primera piedra del Congreso: 10 de octubre de 1843, cumpleaños de Su Majestad». Porque aquel día, Isabel II cumplía trece añitos.

El anecdotario parlamentario ha dado tanto juego que es imposible seleccionar alguna genialidad protagonizada por oradores irrepetibles. Pero allá va alguna. Una ocasión en la que José María Gil Robles estaba en uso de la palabra, un diputado le gritó desde su escaño: «Su señoría es de los que aún usan calzoncillos de seda». Gil Robles replicó: «Desconocía que la esposa de su señoría fuera tan indiscreta». O esta otra, cuando el diputado Ortega y Gasset subió al estrado para dar uno de sus sesudos discursos, en el hemiciclo se oyó la voz de Indalecio Prieto que decía: «Atención, habla la masa encefálica». O cuando un presidente de la Mesa le dio la Valparda al diputado Palabra.

Cuánta historia ha pasado por el Congreso y cuánto mérito tienen sólo los que se han sentado en épocas democráticas. Y esto se lo dejó muy claro el torero Joselito a Antonio Maura. Maura no sabía de qué hablar con el maestro porque no entendía de toros y sólo acertó a decir: «Pues ya es arriesgado su oficio…»; a lo que el torero contestó: «Pues anda que el suyo».

A vueltas con el arte
Una dama ilicitana en entredicho

La Dama de Elche siempre está de actualidad. Cuando no es porque la encuentran, es porque la venden; cuando no, porque la llevan y, si no, porque la traen. Pero ha llegado a ser noticia en alguna ocasión hasta por cosas que no le han pasado… Como aquella vez, cuando se le adjudicó ser víctima de un robo que jamás existió. Ocurrió el 10 de noviembre de 1906, en el Museo del Louvre de París. Alguna enciclopedia, de esas que supuestamente se actualizan cada dos por tres, aún hoy recuerda la efeméride como cierta. Pero no. El único robo que sufrió la Dama de Elche fue al estilo diplomático.

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