En 1898 unos franceses que daban vueltas por España para ampliar los fondos del Louvre se enteraron de que un agricultor que andaba plantando alfalfa había desenterrado en Elche una pieza ibérica inigualable a la que España no le hizo el menor caso. Los franceses le dieron cuatro mil francos al agricultor, el agricultor siguió sembrando alfalfa un poco más feliz y la pieza se fue camino de París. La Dama habló francés hasta 1941.
En 1906 un aventurero belga con ansias de protagonismo robó del Louvre dos estatuillas ibéricas, y una de ellas, aunque muy pequeñita, se daba un aire a la Dama de Elche. De hecho se la conocía como «Cabeza femenina con trenzas enrolladas». Algunos periódicos recogieron la noticia y titularon «Robada La Dama de Elche del Louvre». Y ahí se armó el entuerto, pero la buena mujer ilicitana de rodetes en las orejas seguía en su sitio. Aquel robo del 10 de noviembre en el Louvre trajo mucha cola. Primero, porque dejó al descubierto la pésima seguridad del museo y, segundo, porque Picasso y su amigo el poeta Apollinaire compraron el material robado que años después tuvieron que devolver. Esa era la verdadera noticia.
La Dama de Elche luce palmito en el Museo Arqueológico de Madrid, y la última vez que salió de paseo fue en 2006 para viajar a su tierra y permanecer allí durante seis meses. Y aprovechando la circunstancia, conviene enderezar un entuerto más: aquel viaje a Elche, que casi todos los medios titularon como «La Dama regresa a casa cien años después de su hallazgo», no fue el primero.
La Dama fue a Elche desde el Museo del Prado en el año 1965, pero no se pierdan cómo: dentro de una caja de madera, en un Citroën destartalado y custodiada por dos guardias civiles. En 2006, la Dama fue y volvió en furgón blindado, escoltada por Policía Nacional y Benemérita; en un embalaje isotérmico con materiales de PH neutro y sondas de medición de humedad, temperatura e impacto. O nos pasamos, o no llegamos.
Según los puritanos, el
Ulises
de Joyce era obsceno e irreverente. Una guarrería de novela en la que se habla sin tapujos de todos los aspectos de la vida, la ciencia, los problemas raciales, los religiosos, los familiares… La primera edición completa del
Ulises
tuvo que editarse en París, y como los tipógrafos franceses se manejaban mal con el inglés, salió plagada de erratas. Dio igual, el éxito no tuvo precedentes. Si aún no lo han leído, cojan carrerilla, porque el
Ulises
tiene mil páginas.
La novela narra un día, el 16 de junio de 1904, en la vida de Leopold Bloom. La repercusión de la obra es tal, que todos los años desde 1954, cada 16 de junio, dublineses y turistas se echan a la calle para hacer el mismo recorrido que hizo por tabernas y bares el protagonista de
Ulises
. Celebran el Bloomsday.
Los más ortodoxos se visten de época y comienzan haciendo el mismo desayuno que Leopold Bloom toma en la novela: una taza de té, una rebanada de pan con mantequilla y un riñón a la plancha, pero muchos bares de Dublín sustituyen el riñón por salchichas y beicon, porque si no, no hay quien desayune.
El Bloomsday continúa luego con tentempié, almuerzo, cena… todo ello regado con varias pintas de Guinness, con lo cual es fácil imaginar que la fiesta termina de aquella manera en la madrugada del día siguiente. Pero lo que también celebran los dublineses cada año es el éxito de James Joyce sobre la hipocresía, las convenciones sociales y el puritanismo. El triunfo de la libertad de imprenta. Pues eso, que viva la Constitución.
Menudo enfado el que se agarró el gran Giuseppe Verdi aquel 6 de marzo de 1853. Estrenó
La Traviata
y a sus ojos resultó un absoluto fiasco. Así ha pasado a la historia, como el día en que se estrelló la que ahora es la ópera más representada y conocida del mundo. Pero ¿por qué aquel 6 de marzo pasó a la historia
La Traviata
como un estrepitoso fracaso, si Verdi tuvo que salir varias veces a saludar al público y a la crítica puestos en pie? Pues porque a él no le gustó.
Al día siguiente del estreno en el teatro La Fenice de Venecia, Verdi escribió varias cartas, todas en el mismo tono: «
La Traviata
ha sido un fiasco; un fracaso, un auténtico fracaso». Y como ésta fue la sensación del compositor, así ha quedado para los restos.
Pero
La Traviata
no fracasó, sólo ocurrió que no tuvo los mejores cantantes, ni los mejores músicos, pero el libreto y la composición eran inmejorables. El guión de
La Traviata
está basado en
La dama de las camelias
, y el personaje principal, en Alphonsine Plessis, aquella joven de moral distraída que murió de tuberculosis e inspiró a Alejandro Dumas hijo para escribir la obra. De hecho,
traviata
significa eso, mujer disipada… una perdida.
Y precisamente Verdi vivía una situación personal parecida, porque por entonces estaba liado con una
traviata
, con Giusseppina Strepponi, una soprano retirada que había tenido cuatro hijos de otros tantos padres y todos abandonados en hospicios. Los hijos, no los padres. Con la ópera
La Traviata, Verdi
pretendió hacer una defensa de la que acabaría siendo su segunda esposa y terminar con los ataques que recibía por aquella relación. Quiso trasladar unas emociones que no llegaron como él quiso que llegaran, pero de ahí a considerar el estreno un fracaso iba no un abismo, si no dos.
A Verdi no le gustó su obra porque los cantantes no transmitieron lo que él pretendió, pero el público vio en la obra uno de los mayores éxitos del compositor. ¿Cómo iba a ser un fracaso si el teatro estuvo a reventar durante las diez representaciones programadas en Venecia? Está claro que Verdi era un tiquismiquis, porque hasta quienes sólo escuchan
heavy metal
saben tararear eso de «Libiamo, libiamo…».
Es el cuadro más valorado del mundo, el más estudiado, sobre el que más tonterías se han dicho, el más enigmático y el más difícil de admirar por los codazos de los turistas. Y
La Gioconda
también es el más difícil de robar, al menos ahora. En 1911 lo birlaron, pero dos años después, el 12 de diciembre de 1913, la Mona Lisa fue recuperada en Florencia con la sonrisa puesta.
El autor del robo fue el italiano Vincenzo Peruggia, un carpintero del Louvre que salió tan pancho del museo con la tabla debajo de su bata de trabajo. Lo hizo por patriotismo. Si don Leonardo era italiano, si la dama era italiana y si el cuadro se pintó en Italia, ¿qué diablos hacía
La Gioconda
en París?
Peruggia fue el autor material del robo, pero el cabeza pensante fue un argentino que enredó al italiano diciéndole que el único interés del escamoteo estaba en devolver
La Gioconda
a su país de origen. El carpintero picó, pero el objetivo del argentino era otro. Porque, previo al robo, había encargado a un virtuoso de la falsificación seis
Giocondas
, de tal manera que cuando el italiano consumó el robo, el argentino vendió las seis copias a distintos magnates haciéndoles creer que compraban la auténtica, la robada. La jugada fue redonda, porque el argentino se embolsó 60 millones de dólares y los que habían comprado las seis falsas
Giocondas
no pudieron denunciarle.
El cuadro lo han estudiado psiquiatras, neurobiólogos, oftalmólogos, otorrinolaringólogos, cirujanos plásticos y odontólogos… y cada uno saca sus propias conclusiones. Los odontólogos dicen que la Gioconda parece que sonríe porque la modelo padecía bruxismo, esa patología que te hace apretar los dientes involuntariamente; los oftalmólogos dicen que no sonríe, que sólo es una ilusión óptica de la visión periférica cuando el espectador mira a cualquier parte del cuadro menos a la boca; los ginecólogos apuestan a que sí sonríe, pero porque estaba embarazada… Y si entramos en la identidad de la modelo, las teorías se disparan. Según unos, fue la esposa de un comerciante toscano; según otros, una amante de Leonardo, y otros dicen que era el propio Leonardo travestido y afeitado. Y justo aquí se desmontaría la hipótesis del embarazo.
La Gioconda
disfruta hoy de una sala enorme y exclusiva, iluminación especial, vitrina con climatización propia y un cristal antibalas, casi antimisiles. Si Mona Lisa aún sonríe, ya es bastante.
El famosísimo Museo del Ermitage, en San Petersburgo (Rusia), uno de los más importantes del mundo, ahora es eso, museo, pero nació con pretensiones de colección privada para ser contemplada sólo por ojos imperiales; ya saben, zares, zarinas y amiguetes. Pero el 5 de febrero de 1852 el zar Nicolás I declaró el Ermitage museo estatal y tuvo la deferencia de abrir una puerta para que entrara el público. Ojo, no cualquier público. Sólo nobles. Pero bueno, fue un primer paso. La plebe tenía vetada la entrada, pero hay que entenderlo, porque en San Petersburgo había tanta miseria y tanta hambre fuera de los palacios imperiales, que si un pobre llega a ver un bodegón de Rembrandt, se lo come.
La primera que comenzó a coleccionar arte a golpe de talonario fue Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias, en 1764. Coleccionaba arte con el mismo desparpajo que coleccionaba amantes. Ella iba de ilustrada por la vida, de déspota ilustrada, y quiso llenar el palacio de Invierno de San Petersburgo, su residencia, sobre todo de pinturas. Y lo hizo. Sólo en el comedor colgó noventa y dos cuadros. Las pinturas las compraba de doscientas en doscientas. Obras de Rafael, de DaVinci, de Murillo, de Rubens, de Velázquez… Luego comenzó a interesarse por las antigüedades griegas, romanas y renacentistas. Y así, tacita a tacita, se fue decorando su choza.
Sus sucesores continuaron con la costumbre, hasta que a mediados del XIX se puso de moda en Europa la creación de museos estatales, y Rusia, que no quería ir a la zaga de la modernidad europea, también se propuso presumir de uno. Nació entonces el Museo del Ermitage, considerado hoy la pinacoteca más importante del mundo junto con el Museo del Prado.
Pero sus fondos se ampliaron con monedas, muebles, piezas prehistóricas, joyas, arte oriental, armas… porque la revolución rusa nacionalizó todos los palacios de la aristocracia, y obra que se quedaba el Estado, obra que engrosaba las colecciones del Ermitage. Ahora sus fondos cuentan con tres millones de piezas, y la buena noticia es que las pueden ver reyes, siervos y hasta turistas.
El diamante en bruto más grande de la historia salió a la luz en una mina de Pretoria, en Sudáfrica, el 25 de enero de 1905. Un pedrusco como no se ha vuelto a ver otro y al que bautizaron como Cullinan. Pesaba 3.106 quilates, es decir, 680 gramos. Imposible colgárselo al cuello sin sufrir una lesión cervical crónica. Imposible también venderlo porque nadie tenía dinero para comprar más de medio kilo de joya. En resumen, el diamante más grande del mundo sólo trajo problemas.
Los dueños de la mina al principio estaban encantados, pero se les desinflaron los ánimos después de dos años intentando vender el diamante en Londres. Todo el mundo admiraba aquel prodigio de mineral; todos lo deseaban, pero nadie aflojaba los cuartos. Al final se buscó una salida diplomática: el gobierno de Transvaal, una de las provincias sudafricanas de entonces, compró la piedra por 150.000 libras y se la regaló al rey Eduardo VII el día que cumplió sesenta y seis años. Siempre llueve sobre mojado. Pero ni siquiera el rey de Inglaterra quería una joya de semejante tamaño, así que se la entregó a Robert Asscher, el mejor tallador holandés, para que pensara qué hacer con olla. Como la orfebrería es un arte que requiere paciencia, seis meses estuvieron dándole vueltas.
Del Cullinan salieron muchos diamantes, pero tres especialmente gordos. Lo interesante, sin embargo, es saber dónde están ahora. Cuando vean a la reina de Inglaterra, a doña Isabel II, con el cetro en la mano en algún acto de esos tan solemnes que se montan los británicos, fíjense en la cabeza del cetro: ahí está lo más gordo que queda del Cullinan. E inmediatamente después de mirar el cetro, miren la corona y verán que a la altura de la frente, en el centro, está el Estrella de África II. Y cuando vean a la reina en actos menos solemnes, más de
prêt à porter
, miren a la altura de su hombro izquierdo. Si ven un pedazo de pedrusco con forma de pera, estarán viendo el tercer pedazo del Cullinan.
La familia real inglesa lleva las joyas con tanta soltura, que a las piezas hechas con el Cullinan las llaman «las lascas de la abuela». Marilyn las llamaba los mejores amigos de las chicas.
El 23-F es una jornada que todos deberíamos guardar en la memoria, porque ese día, el 23 de febrero de 1455, Johannes Gutenberg comenzó a imprimir el primer libro de la historia. La imprenta empezó a funcionar y no ha parado desde hace quinientos y pico años para gozo de editoriales, libreros y lectores. Los autores también gozan, pero menos.
Gutenberg decidió que el primer libro que saldría de su infernal máquina sería la Biblia. El proceso fue lento, porque tardó cinco años en imprimir 180 biblias de 1.282 páginas cada una. Cada página llevaba dos columnas de 42 renglones, por eso se llamó «la Biblia de las 42 líneas» o «Biblia de Mazarino», porque el primer ejemplar que se descubrió estaba en la colección del político francés Giulio Mazarino.
Luego han venido las controversias. Que si Gutenberg no fue el primero, que si otros habían descubierto la imprenta antes que él, que si la Biblia tampoco fue el primer libro en ser impreso con técnicas tipográficas… Pero ya que nos han machacado a todos en la escuela con Gutenberg y que su invento caía cada dos por tres en los exámenes, mejor creer que él fue el primero.
Y como la ciencia avanza que es una barbaridad, resulta que ya no hace falta una imprenta para leer un libro, aunque Gutenberg siempre esté en el recuerdo. En el año 1971, Michael Hart desarrolló el Proyecto Gutenberg aprovechando el tirón que se le adivinaba a Internet, y que consistía en crear una biblioteca de libros electrónicos gratuitos que previamente existían en papel.
Evidentemente, son libros que no tienen derechos de autor, porque si no los escritores morirían de inanición. En el Proyecto Gutenberg ya hay recogidos 20.000 libros, pero lo malo es que están todos en inglés. Menos mal que en España está la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que ya tiene a disposición de quien quiera leerlos 11.000 libros de autores en español. Si Gutenberg levantara la cabeza no creo yo que le hiciera mucha gracia que Internet le esté comiendo terreno a su magnífica imprenta. Con el trabajo que le costó… Y total, para morir arruinado.