A esas alturas, el obispo ya no sabía dónde meterse; la mujer de Franco, agarrada al brazo de Unamuno, tiraba de él para sacarle de allí, y cientos de brazos fascistas se alzaban en aquel templo de la inteligencia. Unamuno quedó en arresto domiciliario al día siguiente. El último día de aquel año de 1936 el escritor vasco moría al amor del brasero y no vio cumplirse su profecía. Vencieron, pero no convencieron.
El principio del trágico fin de los templarios, esos señores mitad monjes mitad caballeros que han generado tanta y tan fantasiosa literatura, comenzó hace siglos, el 13 de octubre del año 1307. Aquel día empezaron las detenciones de cientos de ellos en toda Francia y pasaron en un santiamén de ser los héroes de la Santa Cruz a los villanos blasfemos más despreciables. Esa jornada fue viernes, viernes 13, y en Francia quedó la coincidencia del día y el número marcada para los restos como la más nefasta del calendario.
¿Qué pasó aquel viernes 13 de octubre? ¿Qué provocó que los templarios cayeran en picado después de haber disfrutado durante casi dos siglos de todos los beneplácitos reales y papales por su lucha en la recuperación de Tierra Santa? Pues pasó, haciendo un resumen simplista, que las Cruzadas se fueron desinflando; que Europa tenía problemas más graves y cercanos que luchar contra los musulmanes; que el enemigo, la orden de los hospitalarios, se la tenía jurada; que los templarios se hicieron inmensamente ricos… Pero, sobre todo, pasó que el rey francés Felipe IV se empeñó en acabar con los templarios porque sus planes no le salieron como él quiso.
En total hubo ocho Cruzadas, pero el rey francés quiso liderar la novena. Para ello necesitaba que se fusionaran todas las órdenes militares-religiosas, sobre todo la del Temple y la del Hospital. El objetivo era hacerse con los cuantiosos bienes y posesiones de los templarios, terminar con la exención del pago de impuestos del que disfrutaban y, con todo ese dinerito en el bolsillo, ponerse a la cabeza de la reconquista de Tierra Santa.
Los templarios dijeron que nanay, que no se fusionaban con los hospitalarios y que no cedían sus bienes. Resolución real: todos a la cárcel. ¿Bajo qué acusaciones? También todas las imaginables: por herejes, sodomitas, idólatras, hechiceros… Mentira cochina, pero unos mil monjes-caballeros, templario arriba, templario abajo, fueron encarcelados. Las perrerías que les hicieron no tienen nombre.
Hace siete décadas que a la radio se la comenzó a llamar de usted. Fue inmediatamente después del 30 de octubre de 1938, aquella víspera de Halloween en la que un jovenzuelo Orson Welles hizo creer a los neoyorquinos más despistados que los marcianos estaban atacando la Tierra. Pero todo hay que decirlo… la historia ha crecido con el paso de los años. La histeria no se apoderó de los estadounidenses porque la mayoría no oyó el programa, ni millones de oyentes acabaron de los nervios. Sólo fueron un puñado de miles, los menos espabilados; pero si aquello sirvió para que la radio dejara de ser el hermano tonto de la prensa, bienvenido sea.
Ahora se sabe que los periódicos del día siguiente exageraron con sus titulares. Vamos a ver, todos los domingos a las ocho de la tarde Orson Welles ponía en escena el guión adaptado de un libro de éxito. En eso consistía el programa y sus oyentes lo sabían. Lo había hecho con
Drácula
, con historias de Sherlock Holmes, con
El conde de Montecristo…
y lo hizo con
La guerra de los mundos
. La presentación fue como siempre: «La CBS y sus estaciones afiliadas presentan a Orson Welles y el Teatro Mercury en
La guerra de los mundos
, de H. G. Wells».
Y comenzó aquel programa de apenas cincuenta minutos. Lo que alarmó a los oyentes más aprensivos fue, primero, que algunos lo pillaron a la mitad; y, segundo, que Welles utilizó la fórmula del informativo radiofónico para relatar la historia. Cierto que algunas personas se echaron a la calle a ver si se veían ataques de hombrecitos verdes, y cierto también que hubo muchas llamadas a la policía, pero el susto duró un rato, hasta que el presentador despidió el programa diciendo: «Éste es Orson Welles, señoras y señores, fuera de personaje, para asegurarles que
La guerra de los mundos
no es otra cosa que la diversión de un día libre. Es la forma radial del Teatro Mercury de cubrirse con una sábana y aparecer detrás de un arbusto gritando ¡buu!».
No fue para tanto, pero a Orson Welles le vino de perlas.
Mal día el que vivieron Alemania y Austria el 9 de noviembre de 1938. Mal día y mala noche, porque lo peor llegó cuando se puso el sol, cuando los comercios cerraron y cuando la oscuridad favoreció que una histeria nazi y antisemita recorriera los dos países de punta a punta. Aquella noche la convivencia se hizo añicos. Aquella noche pasó a la historia como la de los Cristales Rotos. El resto del mundo no supo ver que el Holocausto judío estaba a sólo un paso.
¿Por qué el nombre de la Noche de los Cristales Rotos? Pues lo cierto es que el calificativo no puede ser más definitorio: porque aquella noche del 9 de noviembre los nazis se dedicaron a romper todos los escaparates de los comercios regentados por judíos. Y ojalá la cosa hubiera quedado ahí, con unos cristales rotos y con los cristaleros tan contentos. Lo malo es que las sinagogas fueron incendiadas; los cementerios, destruidos… miles de judíos fueron arrestados, noventa acabaron asesinados y varios centenares resultaron heridos.
La Noche de los Cristales Rotos tuvo un precedente, una excusa que dio pie a la salvajada nazi. Alemania ya había realizado algunas expulsiones de judíos a Polonia, y el hijo de uno de estos judíos, cabreado por la expulsión de sus padres, atentó en París contra la vida de un diplomático alemán. Hitler, cuando conoció la muerte de su hombre, animó a las Juventudes Hitlerianas, a las SA —las Secciones de Asalto del partido nazi— y a las temibles y sanguinarias SS a que dieran un escarmiento a los judíos.
No es que se les fuera la mano, es que les tenían ganas e hicieron exactamente lo que se propusieron. Es más, el asesinato del diplomático fue sólo un pretexto para dar rienda suelta a la histeria, pero podrían haber buscado cualquier otro. Si un judío hubiera estornudado en el bigote de Hitler, la purga se habría producido igualmente.
Aquella noche de violencia y exterminio provocó que varios países rompieran relaciones diplomáticas con Alemania, pero todos fueron demasiado miopes para entender la que se venía encima.
Las tiranteces entre Inglaterra y sus colonos en América no tardaron mucho en manifestarse. A mediados del siglo XVIII comenzaron a mirarse de reojo, porque los impuestos que aplicaba la corona a sus súbditos del otro lado del Atlántico tenían fritos a los ciudadanos, que ya se sentían más americanos que europeos. El 16 de diciembre de 1773 saltó en Boston el primer chispazo de la revolución americana. Y la culpa la tuvo un cargamento de té.
¿Por qué un vulgar cargamento de té encendió los ánimos de los bostonianos? Porque esta infusión era carísima en las colonias americanas, debido a que Londres cargaba unos impuestos salvajes. Los colonos se buscaron la vida para conseguir de contrabando té holandés, más barato que el que suministraba la Compañía de las Indias Orientales, que era la que tenía el monopolio del producto. Para defender los intereses de la compañía, el gobierno británico aprobó la ley del té, y le permitió vender el producto directamente en América, sin pagar impuestos, con lo cual podrían ponerlo más barato que el que se vendía de contrabando. O sea, ¿que los colonos estaban fritos a impuestos, la compañía no pagaba ni un penique y encima fastidiaba los negocietes montados con el té holandés? Ni hablar.
El asunto encendió a comerciantes y contrabandistas que traían el té de Holanda. Y en mitad de todo este fregado llegaron a Boston tres barcos de la compañía con cuarenta toneladas de té. Los barcos estuvieron fondeados tres semanas sin atreverse a descargar, y los bostonianos no hacían más que merodear para evitar que el té desembarcara. Hasta que se lanzaron.
Cincuenta hombres disfrazados de indios asaltaron los barcos y allá que te fue el té, al agua. El episodio no habría pasado de mera anécdota de no haber sido porque aquel motín, el motín del té en Boston, puso de acuerdo a las colonias para iniciar la revolución y desembarazarse de Inglaterra. La peor consecuencia fue que los colonos dejaron de hablar inglés para comenzar a hablar americano. Suena casi igual, pero con un chicle en la boca.
El juicio de Núremberg fue algo absolutamente extraordinario. Por primera vez en la historia los vencedores de una guerra iban a juzgar a los vencidos, y ese proceso comenzó el 20 de noviembre de 1945. Diecisiete naciones se unieron en un juicio contra el nazismo y sentaron en el banquillo a veintiún máximos representantes del Tercer Reich. Excluido Hitler, que se quitó de en medio por su cuenta. Tras nueve meses de juicio, se dictaron once penas de muerte, siete condenas a prisión y tres absoluciones. Alguno se libró de la horca con un suicidio a tiempo.
Parece mentira, pero el juicio de Núremberg se hizo gracias al empeño de Stalin. Si hubiera sido por Churchill y Roosevelt, los habrían fusilado a todos. Dos años antes de que acabara la Segunda Guerra Mundial, estos tres personajes firmaron una declaración tripartita en la que se comprometieron a juzgar a los criminales nazis en cuanto acabara la barbarie. Y allá va el chiste: Churchill y Roosevelt, aunque firmaron el acuerdo, eran partidarios de cazar a los nazis y fusilarlos en el mismo momento, pero Stalin dijo que de eso nada, que en la Unión Soviética no se ejecutaba a nadie sin juicio previo. Lo dicho, para partirse.
¿Por qué se eligió Núremberg? Pues, primero, porque los acusados tenían que ser juzgados en su propio país y, segundo, porque el palacio de Justicia de Núremberg era casi el único que seguía en pie de toda Alemania y también el único edificio capaz de acoger un proceso de tales características. Los nueve meses que duró el juicio debieron de ser para verlos. Núremberg, sin embargo, dejó un regusto amargo, porque nunca acabó de entenderse cómo pudo ser parte activa de aquel proceso la Unión Soviética, un país donde se cometían los mismos crímenes que se estaban juzgando.
Pero el juicio de Núremberg sirvió al menos para que Naciones Unidas aprobara que los crímenes de guerra, contra la paz y la humanidad pudieran ser juzgados en las personas de sus gobernantes. Lástima que algún país todavía no reconozca al Tribunal Internacional de La Haya. Estados Unidos juzgó, pero no quiere correr el riesgo de ser juzgado.
Vámonos a territorios exóticos, a África, al día 20 de diciembre de 1901, cuando los ingleses finalizaron, aunque no se lo podían creer, el Lunatic Express, un tendido ferroviario de mil kilómetros que unía Mombassa con el lago Victoria. ¿Y qué tiene de especial este hecho? Pues que su construcción fue demencial, repleta de tragedias y atravesando territorios inexplorados. Que gracias a la base de operaciones que se montó para su construcción nació la actual Nairobi, la capital de Kenia; y lo peor, que durante el tendido del Lunatic Express nació la leyenda de los leones devoradores de hombres. Se pusieron ciegos.
Inglaterra se propuso construir un ferrocarril como fuera y cuanto antes, desde Mombassa, en la orilla del océano Índico, hasta el lago Victoria, en Uganda. ¿Por qué tanta prisa y tanto interés por abrir una ruta hacia el interior? Porque a finales del siglo XIX las potencias europeas se estaban repartiendo África. En el sentido más literal: repartiéndosela. El que primero llegaba a un territorio, plantaba sus reales y se quedaba con él. Los alemanes ya estaban construyendo su ferrocarril hacia el interior de África para abrir nuevas rutas comerciales, y si Inglaterra no reaccionaba se quedaría a verlas venir.
Aquellos mil kilómetros de tendido fueron un vía crucis. Murieron cientos de trabajadores, el calor deformaba las traviesas, los cenagales se tragaban los raíles, había que subir montañas, atravesar desiertos… A los obreros, cuando no les picaban las moscas tse-tsé les breaban los mosquitos de la malaria, y cuando no caían fulminados por la disentería, les atacaban los masais.
El ingeniero jefe, George Whitehouse, no sabía si pegarse un tiro o arrojarse a los leones, que, por cierto, se comieron a más de doscientos obreros. Cinco años y siete meses después, aquel 20 de diciembre, el ferrocarril llegó a destino y a los ingleses ya no hubo quien les tosiera de Uganda a Egipto. El Lunatic Express aún funciona, pero las cosas han cambiado mucho. Los masais ya no atacan al extranjero. Ahora le cobran por dejarse hacer fotos.
Mucho se tardó, y no es que fuera la panacea contra los maltratados derechos humanos en la América conquistada, pero fue un primer paso. El 27 de diciembre de 1512 se firmaron en Burgos las treinta y cinco leyes que pretendían proteger a la población indígena americana de los desmanes españoles. Los indios, unas gentes que treinta años atrás disfrutaban del derecho de corretear en taparrabos y de adorar al Sol y la Luna, ahora se deslomaban al servicio de unos señores blancos y barbudos llegados del otro lado del mar. Y al que se resistía, latigazo o patíbulo.
Las Leyes de Burgos, al menos, pusieron un poquito de orden en aquel gran campo de concentración en el que se había convertido América. Pero estas leyes tuvieron un precedente que se remontaba a la Navidad del año anterior. El famoso fraile dominico Antonio de Montesinos, indignado por el trato que recibían los indios, reunió a los altos funcionarios de la isla de La Española, con el virrey Diego Colón a la cabeza, y les metió una bronca monumental durante un sermón dominical. Les dijo: «¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades… que los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas?».
Por supuesto, los españoles se indignaron y exigieron que el fraile se retractara, pero el dominico plantó cara. Aquel famoso sermón de Montesinos llegó a España y se dictaron deprisa y corriendo las treinta y cinco Leyes de Burgos que prohibían abusos tan descarados como hacer trabajar a mujeres embarazadas y que obligaban a dar sanidad, descanso y alimentación a los indios. Pero había contrapartidas: si se negaban a ser cristianizados, los españoles podían utilizar la violencia.