Lutero expuso al emperador los argumentos de su protesta. A saber, que Roma se había convertido en una corte dirigida por el vicio, la política y el despilfarro; que el único mediador ante el Supremo era Jesucristo, ni los cientos de vírgenes ni los miles de santos inscritos en la nómina vaticana; que la Biblia tenía que predicarse en lengua vulgar, porque el latín era un peñazo; que los curas podían casarse, que debían trabajar… en fin, que Carlos V escuchó y luego dijo: «¡Que te retractes!». Y Lutero, que no. «Mira que te condeno». «Pues vale, pero no me retracto». Y le condenó.
Pero la chispa que encendió las iras de Lutero fue la escandalosa venta de indulgencias, una especie de título que se vendía por una millonada y que aseguraba la salvación eterna. ¿Por qué vendía Roma las indulgencias? Por algo que tiene mucho que ver con un acontecimiento que recoge la siguiente historia menuda: la colocación de la primera piedra de la basílica de San Pedro. Ahí empezó el lío.
El papa Julio II era un gran vanidoso, y su petulancia le llevó a encargar el más majestuoso sepulcro de toda la cristiandad. Se lo confió a Miguel Ángel, y el artista diseñó un mausoleo de tales dimensiones que no entraba en ningún sitio. Solución: había que remodelar el pequeño templo de San Pedro para que el sepulcro de Julio II pudiera lucir con todo su esplendor. El 18 de abril de 1506 Julio II colocaba la primera piedra de la basílica de San Pedro. En resumen, más de un siglo de trabajos y un daño colateral: el nacimiento de la Reforma protestante.
Construir la basílica de San Pedro llevó ciento veinte años y, claro, como no hay arquitecto que viva tanto, se iban sucediendo unos a otros. El que venía corregía lo que había hecho el anterior, y el siguiente corregía sobre lo corregido. Bramante fue el primero. Luego Rafael modificó el proyecto de Bramante, Antonio Sangallo el de Rafael y Miguel Ángel el de Sangallo. Y así continuó el asunto con un par de arquitectos más.
Pero la construcción de la nueva basílica de San Pedro no se llevó sólo mucho tiempo, también necesitó mucho dinero. Así que había que sacar cuartos de donde fuera.
El mejor invento se hizo durante el papado siguiente a Julio II, el de León X, y consistió en la venta de indulgencias, un negocio que funcionó como sigue. El papa vendía por cantidades astronómicas a los arzobispados la posibilidad de predicar y vender títulos de indulgencias, que a su vez los arzobispados vendían a los católicos que querían asegurarse un lugar en el cielo. En aquel siglo XVI los cristianos vivían aterrorizados por el temor al infierno, así que casi nadie se oponía a pagar por un título que les librara de las llamas eternas.
Ese dinero llegaba a la banca Fugger, que era la que estaba financiando las obras de San Pedro. El negocio soliviantó al monje Lutero, Alemania se negó a pagar las indulgencias y el gran cisma de la cristiandad quedó visto para sentencia. Conclusión: la construcción de San Pedro provocó la pérdida de millones de fieles, y todo porque Julio II se empeñó en meter su tumba dentro. Total, para que al final acabara enterrado en un sepulcro más pequeño y en otra iglesia.
Día clave, fundamental, el 16 de julio del año 622 en el calendario musulmán, porque en esa fecha Mahoma salió sin prisa pero sin pausa camino de Medina con un puñado de seguidores. En La Meca, vaya por Dios, no gustaba su prédica. Esta migración a Medina marcó el inicio del calendario musulmán.
La tradición musulmana cuenta que a Mahoma se le apareció el arcángel Gabriel, enviado por Alá para hacerle las revelaciones que luego quedarían plasmadas en el Corán. Y esto es curioso, porque fue el mismo Gabriel quien reveló la palabra de Dios a los judíos y el mismo que anunció el nacimiento de Cristo. Así que no se entiende por qué discuten tanto judíos, cristianos y musulmanes si tuvieron el mismo interlocutor.
Mahoma, al principio, guardó secreto sobre las revelaciones que recibía, porque a él mismo le asustaban y no estaba seguro de que fueran bien recibidas. Entre otras cosas porque los valores que predicaba entonces eran la igualdad, la generosidad y el cuidado de los más débiles. En resumen, una sociedad más justa, cosa esta que no cuadraba con el capitalismo instalado en La Meca.
¿Quiénes fueron los primeros y escasos seguidores de Mahoma? Pues los esclavos, los pobres y los que no tenían nada que perder. Nadie más se apuntó al islam. Ni siquiera su familia. Tanto se cerró el cerco en La Meca, que Mahoma negoció con Medina su llegada a la ciudad con ciento cincuenta seguidores para transmitir el mensaje de Alá. Aquel día de julio partieron y esa partida se conoce como Hégira.
No alcanzaron la ciudad hasta septiembre, y nada más llegar a Medina, Mahoma dejó libre su camello y allí donde se detuvo construyó la primera mezquita del islam y orientó los rezos hacia Jerusalén, porque Jerusalén era el centro del monoteísmo y porque el Profeta buscaba el apoyo de los judíos. Luego tuvieron sus diferencias, sus discusiones y Mahoma dijo. «Pues ahora lo cambio, todo el mundo mirando a La Meca». Ahí se lió el asunto y la madeja no ha parado de enredarse en catorce siglos.
El 21 de septiembre de 1452 nació al norte de Italia, en Ferrara, un crío que empezó berreando y no terminó de hacerlo hasta que lo hicieron callar por la fuerza ya mayorcito. Lo bautizaron como Girolamo Maria Francesco Matteo Savonarola, el mismo que se metió luego a fraile dominico y acabó en la hoguera por exaltado y hereje. Girolamo Savonarola se propuso a lo largo de su vida eclesial reformar la Iglesia, acabar con los príncipes corruptos y los papas caraduras. Hasta que se dio de bruces con el papa Borgia. Reformadores a él…
Savonarola era un tipo listo, consecuente con su fe, gran orador… hasta que se le fue la cabeza. Al principio sus esfuerzos se dedicaron, sobre todo, a devolver a la Iglesia su sentido de pobreza, obediencia y castidad. Pero a nadie se le ocurre en pleno Renacimiento italiano decirles a papas y cardenales que se estén quietos. El fraile Savonarola, en cuanto obtuvo un mínimo de poder entre los dominicos, comenzó sus reformas en Florencia.
Al principio fue prudente: prohibió la ostentación en los conventos e impuso que los frailes tenían que trabajar para asegurarse el sustento. El monje fue cogiendo confianza y acabó metido a político. Llegó a gobernar Florencia cuando los Medici fueron expulsados, y ahí se creció y perdió del todo las formas.
Ordenó la quema de libros, prohibió cantar y bailar, requisó cosméticos, espejos, peines, ropas coquetas, instrumentos musicales… todo lo que oliera a vanidad mandó quemarlo, y a los vanidosos también los quemó. Fue la famosa hoguera de las vanidades. No fue la única ni la primera, pero sí la más famosa. Los florentinos, evidentemente, acabaron cabreados con Savonarola, y el papa Alejandro VI dijo: «Ésta es la mía».
Excomulgó a Savonarola, pero a Savonarola no se le movió una pestaña y fue él quien excomulgó al papa y le acusó de pecador, incestuoso y mentiroso. Lo cual era verdad, pero no por ello se libró de la hoguera. Aquí fue cuando Girolamo Maria Francesco Matteo Savonarola dio su último berrido, cuarenta y seis años, ocho meses y dos días después de haber dado el primero.
Los desencuentros entre Iglesia y Estados no son nuevos. Vienen de antiguo, porque se trata de ver quién manda más. Pero si en algún momento se enzarzaron a muerte fue a finales del siglo XI, en la famosa Querella de las Investiduras, a raíz de la cual papas y emperadores se tiraron de los pelos durante cincuenta años. El 9 de febrero del año 1111, todo unos, se firmó el tratado con el que se pretendió poner fin a la guerra. Pero sólo fue un amago, porque volvieron a enzarzarse.
Todo el embrollo comenzó cuando llegó al papado Gregorio VII. Hasta ese momento el nombramiento de cargos eclesiásticos los hacía directamente el emperador de turno del Sacro Imperio. Como era el emperador el que pagaba, el que los mantenía y el que facilitaba las tierras para que se instalaran, también se guardaba el derecho de nombrar a los cargos eclesiásticos. No hacía falta ser un buen cura, sólo caerle bien al emperador para que te nombrara obispo y darte la vida padre. Hasta que Gregorio VII dijo que sanseacabó: publicó veintisiete axiomas, y tres de ellos levantaron en armas al emperador Enrique IV. Uno decía que el papa era el señor absoluto de la Iglesia; otro, que también era señor supremo del mundo, y que, por tanto, príncipes, reyes y emperadores le debían sometimiento. Y el tercero decía que la Iglesia nunca se había equivocado y que seguiría sin hacerlo por los siglos de los siglos.
Enrique IV despidió a Gregorio VII y el papa excomulgó al emperador. Así se tiraron unos años, hasta que Enrique IV se fue a Roma, acorraló a Gregorio VII y al papa se le acabaron las ínfulas de ser señor supremo del mundo.
La Querella de las Investiduras duró mucho más tiempo, hasta después de que el papa y el emperador que la iniciaron estuvieran criando malvas. Aquel 6 de febrero se firmó una paz, más o menos apañada, entre Enrique V y el pontífice Paulo II, por el que el emperador dejaba de nombrar obispos a cambio de que el papa devolviera tierras al imperio civil. Pero fue sólo un conato. La Querella de las Investiduras continuó, y algunos, aún hoy, están dispuestos a continuarla.
¿Conocen a algún papa que haya muerto de una pedrada en la cabeza? Pues hubo uno, Lucio II, y ocurrió el 15 de febrero del año 1145. El papa Lucio intentaba hacerse con el poder civil en Roma, por aquel entonces constituida en comuna y libre del poder papal. Los romanos, atrincherados en el Capitolio, vieron acercarse a Lucio II al frente de un pequeño ejército y, en plan Intifada, se liaron a pedradas. Ahí se le acabó el papado.
Lucio II sufrió las consecuencias de una época muy convulsa. La Iglesia acababa de salir de uno de sus numerosos cismas, una época en la que los papas no duraban ni un año en la silla de Pedro y en la que a veces reinaban dos o tres a la vez. El papa Lucio estaba ya instalado en el solio pontificio, cuando un cura reformista y respondón, Arnaldo de Brescia, se erigió como guía espiritual de los romanos.
Lucio II ya llevaba mal que Roma fuera una república comunal regida por un Senado y que nadie le hiciera caso, pero que le saliera competencia de un sacerdote rebelde lo llevó aún peor. Arnaldo de Brescia propugnaba una Iglesia austera, la lucha contra los clérigos caraduras y, sobre todo, que el pontífice dejara de involucrarse en asuntos políticos.
El papa decidió entonces disolver el Senado por la fuerza, a lo que el poder civil respondió con una revuelta y con la constitución de otro Senado. Los romanos se hicieron fuertes en el Capitolio, instalado por aquel entonces en una de las siete colinas, justo en la misma en la que ahora está la Alcaldía de Roma.
Lucio II sabía que iba a tener difícil el asalto al Capitolio, así que pidió ayuda a Conrado III, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero Conrado estaba en sus cosas y no envió el socorro requerido por el papa.
Al final, Lucio II se arriesgó solo en el asalto al frente de un pequeño ejército, pero calculó mal el poder laico. Lo recibieron a pedradas y una lo dejó en el sitio. Aquella victoria republicana fue tan contundente que el papa siguiente, Eugenio III, se pasó casi todo su pontificado de ocho años exiliado de Roma. Por si acaso no se les había pasado el enfado y aún les quedaban piedras.
La disolución de los templarios fue uno de los episodios más extravagantes de la historia de la Iglesia, y fue el 21 de marzo de 1312 cuando el papa Clemente V promulgó la bula
Vox in Excelso
ordenando la desaparición de la orden. Otras fuentes señalan el 3 de abril, pero fue hace tantos siglos que igual da semana arriba o abajo. Lo importante es que, gracias a aquella decisión, las editoriales siguen sin dar abasto a vender tanto libro repleto de misterios templarios. El patrón de los editores es San Juan Bosco, pero conste que Clemente les ha salido más rentable.
Lo que hizo el papa Clemente fue dar legitimidad divina a los desbarres terrenales que ya llevaba cometiendo el rey francés Felipe IV desde un lustro antes. ¿Por qué tenía tal servidumbre Clemente V hacia el rey? Porque el papa había llegado a papa gracias a los tejemanejes y las intrigas de Felipe IV, y había llegado el momento de pagar los favores. Fue durante el concilio de Vienne, en Francia, cuando se promulgó la bula
Vox in Excelso
, que decretaba la supresión de la Orden del Temple, aunque se supone que aquel concilio llevaba otros asuntos más importantes en el orden del día, como, por ejemplo, qué demonios hacer para recuperar Tierra Santa de una vez por todas y alguna que otra reforma de la Iglesia. Pero esto sólo fue una tapadera. El verdadero objetivo del concilio era borrar del mapa a los templarios con todas las bendiciones apostólicas.
Se habían vuelto demasiado poderosos, demasiado ricos, demasiado de todo. Los templarios eran un Estado dentro de los Estados donde vivían y otra iglesia dentro de la propia Iglesia. Había que hacerlos desaparecer. En aquel 1312, Felipe IV ya llevaba cinco años deteniendo y quemando templarios para quedarse con todas sus propiedades y riquezas, que era el fin último de la estrategia, pero él insistía en tener un documento oficial que avalara MIS desmanes. Así que el rey le dijo a Clemente, mira, móntate un concilio, redáctate una bula y ya los quito de en medio con todas las de la ley. Dicho y hecho, el Temple se fue a hacer gárgaras.
A Napoleón, ya se sabe, le dabas la mano y se tomaba el pie, y cuando te dabas cuenta ya habías perdido el brazo y la pierna. Eso le pasó al papa Pío VII cuando, primero, aceptó firmar un concordato con Francia y, después, ungir al Bonaparte como emperador. Cuando se percató de lo que se venía encima, Napoleón le había redactado hasta un nuevo catecismo. El 4 de abril de 1806 se publicó un decreto por el que se impuso a la Iglesia en Francia el catecismo imperial.
El catecismo imperial amenazaba con la condenación eterna a quien no sirviese de buen grado al emperador y, encima, exigía amar a Napoleón como a Dios, por encima de todas las cosas. Y lo más grande es que el Vaticano aceptó el catecismo imperial. Tal sumisión tenía un origen.
Tras la Revolución francesa, la Iglesia en Francia había quedado para el arrastre, y fue Napoleón quien, mediante un concordato con la Santa Sede, restableció la religión católica en el país y una serie de privilegios perdidos. Como este hombre no daba puntada sin hilo, consiguió que la Iglesia, a cambio de recuperar y mantener una serie de beneficios a costa del Estado, aceptara que entre los deberes cristianos estuviera adorar al emperador.