Menudas historias de la Historia (9 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Y así, poquito a poco, América se hizo católica, apostólica y romana. Aquellas treinta y cinco leyes que se firmaron el 27 de diciembre fueron las primeras ordenanzas españolas que llegaron a América. Pero es que antes, sin leyes y sin españoles, los indios vivían mejor.

Y llegó Mendizábal con las rebajas

Decir «Desamortización de Mendizábal» recuerda al bachillerato, porque no había curso en el que no cayera la maldita pregunta en la que había que explayarse con los bienes de manos muertas y las reformas hacendísticas. Y fue el 19 de febrero de 1836 cuando se promulgó el primero de los dos decretos desamortizadores que puso en marcha Juan Álvarez Mendizábal. Al que, por cierto, llamaban Juan y Medio porque era muy alto. La desamortización que impuso Mendizábal no fue ni la primera ni la última que tuvo España. De hecho, fue la tercera. Antes que él, Carlos III desamortizó a los jesuitas, y José I Bonaparte también desamortizó pero poco. Y después de Mendizábal, también desamortizaron el general Espartero y Pascual Madoz. En total hubo cinco, pero la más importante y la de mayores consecuencias fue la de Juan y Medio. ¿Por qué desamortizó Mendizábal? Porque las arcas del Estado estaban tiritando y porque había infinidad de latifundios improductivos en poder de la Iglesia, los bienes de manos muertas. Se trataba de que esas propiedades, confiscadas por las bravas, pasaran al pueblo, a manos que las trabajaran.

Y aunque la intención era buena, aquella desamortización se gestionó muy mal. Los bienes pasaron de manos muertas a manos muy espabiladas, porque el Estado no hizo pequeñas particiones para que el pueblo pudiera adquirir un terrenito, sino que los terrenos se vendieron en grandes bloques que el ciudadano de a pie no podía pagar. Es decir, que los latifundios fueron comprados por los pudientes, así que llovió sobre mojado. Las tierras desamortizadas se las quedaron la alta burguesía, los nobles y los campesinos más pudientes. El pueblo, otra vez, se quedó a dos velas.

Por supuesto, la Iglesia encontró un truco para poner impedimentos a la desamortización de sus innumerables posesiones: excomulgó a los que las vendieron y a quienes las compraran. Para algunos la excomunión fue un inconveniente, pero a otros muchos, la verdad, les dio exactamente igual.

Adiós, Florida, adiós

La Florida es uno de esos territorios por los que cuando no estábamos a tortas con los ingleses, nos pegábamos con los franceses y cuando no, con los estadounidenses. Al final se lo quedaron los de siempre, que además eran los mejor situados para pelear la península, porque para eso vivían en aquella parte de América. Los españoles perdimos definitivamente La Florida a favor de Estados Unidos el 22 de febrero de 1819. Dicen que nos la compraron por cinco millones de pesos fuertes, pero es mentira. No vimos ni un duro.

Lo cierto es que Estados Unidos estuvo hábil, porque supo cuándo y cómo acogotarnos. España estaba hasta las cejas de problemas internos, con Fernando VII haciendo de las suyas, los liberales dando guerra, las arcas del Estado temblando… O sea, que el menor de nuestros problemas era una península allende los mares. Estados Unidos fue poco a poco metiéndose en el territorio y asentando sus reales, y aunque España nunca entró en guerra, cuando nos quisimos dar cuenta los yanquis estaban dentro.

El que se olía lo que se avecinaba era el ministro plenipotenciario de España en Washington, Luis de Onís, que años antes de 1819 advirtió a las autoridades coloniales españolas que Estados Unidos iba a ir a por La Florida de cabeza. Fue un profeta. Aquel 22 de febrero él mismo tuvo que firmar el tratado por el que nos despedíamos definitivamente de la península. Por eso se llamó el Tratado Adams-Onís, porque lo firmaron el secretario de Estado estadounidense John Quincy Adams y Luis de Onís.

La habilidad de Estados Unidos no terminó aquí, porque el acuerdo era pagar a España por el terrenito cinco millones de pesos fuertes, pero se sacaron de la manga que los españoles habían dañado intereses particulares estadounidenses y que ese dinero se destinaría a indemnizar a los damnificados. Menos mal que al menos nos dejaron California, Nuevo México, Texas, Utah, Wyoming, Nevada, Arizona y Colorado. Dio igual, porque al final lo perdimos todo, pero si hubiéramos conservado Florida al menos no hubieran podido grabar
CSI Miami.

El Reichstag, la excusa de Hitler

Le vino de perlas a Hitler lo que ocurrió el 27 de febrero de 1933. El Reichstag, el antiguo Parlamento alemán, ardió por los cuatro costados, y aquello fue la perfecta excusa para emprenderla contra los marxistas. Cierto es que del incendio se auto inculpó un pirómano loco perdido que además se creía comunista, con lo cual Hitler vio el cielo abierto. Ya no tenía que esperar más. A por ellos. El incendio lo provocó un holandés que actuó por su cuenta y riesgo, pero sólo aquella noche del 11 de febrero acabaron detenidos casi cinco mil comunistas.

La alegría que le entró en el cuerpo a Hitler cuando supo que el Reichstag estaba ardiendo fue tal que aún hoy algunos historiadores sospechan que fueron los propios nazis los que organizaron toda la operación. En menos de veinticuatro horas, Hitler puso en marcha la apisonadora nazi con el beneplácito de Paul von Hindenburg, el presidente de la República, que con ochenta y cinco años dio claros síntomas de demencia poniendo al frente de la cancillería al Führer. Estaban todos locos, el presidente, el canciller y el pirómano.

Al día siguiente del incendio, cuando el Reichstag todavía humeaba, se suspendieron siete artículos constitucionales. Justo los que aseguraban los derechos humanos, las libertades de reunión, de asociación, de opinión, de prensa… Y con todos estos derechos eliminados, Hitler tuvo vía libre para detener a quien le viniera en gana.

Llevaba menos de un mes como canciller y ya había puesto Alemania boca abajo. No paraba de encerrar a gente, todos supuestos comunistas, y como las cárceles no daban abasto, fue entonces cuando se inventó los campos de concentración. Sólo dos meses después del incendio del Reichstag había internadas en estos campos 25.000 personas.

Europa no daba crédito a lo que estaba pasando y tampoco supo ver que a raíz de aquel hecho nacía, sin tapujos, sin fingimientos, la Alemania nazi que ya no desaparecería hasta doce años después.

El presunto autor del incendio del Reichstag, un albañil en paro y claramente desequilibrado, acabó en la guillotina. Porque no procedía, pero Hitler, le hubiera puesto un monumento por haberle dado la excusa perfecta.

Las elecciones que perdió Alfonso XIII

País… que diría Forges. ¿Cómo se pueden convocar unas, aparentemente vulgares elecciones municipales, no generales, y que de ahí salga, no un triunfo de izquierdas o de derechas, no liberal o conservador, sino todo un cambio de régimen? Eso sucedió el 12 de abril de 1931, que los españoles fueron a votar alcaldes y acabó perdiendo las elecciones el rey Alfonso XIII. Dos días después se proclamó por arte de birlibirloque la Segunda y, de momento, última República española.

El rey tuvo un error de cálculo, porque creyó que organizando primero unas elecciones municipales los partidos favorables a la monarquía las ganarían, con lo cual luego sería pan comido triunfar en unas generales. Gran fiasco. Los monárquicos sólo ganaron en nueve de las cincuenta capitales de provincia. Estaba claro que España quería la República, y lo que comenzó siendo un intento para afianzar el trono, acabó convirtiéndose en el paso definitivo para acabar con la monarquía. Pero este error de Alfonso XIII sólo fue el último de muchos. Y el primero fue haber aceptado unos años antes, y de forma entusiasta, que un dictador como Miguel Primo de Rivera, un militar que había dado un golpe de Estado, ocupara el poder.

Pero cuando al rey le salieron mal las cuentas con Primo de Rivera, cuando el país atravesaba una tremenda crisis, social, política y económica, nombró a otro militar de su confianza para que presidiera un gobierno de transición. Otro desastre, porque el general Dámaso Berenguer no sabía dirigir un país, sólo representaba a Alfonso XIII.

El resultado de aquellas elecciones municipales del 12 de abril lo precipitó todo. Viva la República, el rey al exilio y a intentar reconstruir un país repleto de caciques. Los resultados fueron tan desconcertantes que el general Aznar, en respuesta a un periodista que le preguntó si España podía entrar en crisis tras el resultado de las municipales, contestó: «¿Qué más crisis quiere que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?». Al general se le notaba muy, muy cabreado.

Constantinopla al garete

El 29 de mayo de 1453 vio la caída de Constantinopla. El fin de lo poco que quedaba del Imperio romano de Oriente. El fin de Bizancio. O sea, que se fue a tomar vientos el cristianismo en esa parte del mundo en beneficio de los otomanos, de los turcos. Es un episodio histórico clave, porque supuso el paso de la Edad Media a la Edad Moderna y el inicio de una nueva era en la historia del Mediterráneo. Un capítulo tan fundamental, que no había forma de librarse de él ni en un solo examen.

Resumir aquí por qué cayó Constantinopla, la actual Estambul, es del todo imposible, así que hay que ir a lo fácil. Constantinopla cayó, primero, porque los otomanos se empeñaron en conquistarla para iniciar la expansión por el Mediterráneo oriental y, segundo, porque los católicos de Roma y los ortodoxos griegos perdieron más tiempo en discutir entre ellos por ver quién mandaba más en Constantinopla que en buscar la unión contra el turco y estar ojo avizor con la que se les venía encima. También es cierto que los constantinopolitanos tenían cierta confianza en que las defensas de la ciudad funcionaran, porque lo llevaban haciendo mil y pico años. Su situación era tan estratégica que la convertía en inexpugnable.

Por tierra la defendían los famosos muros teodosianos y un poco más adentro, la muralla de Constantino; pero es que, además, unas inmensas cadenas impedían la entrada de barcos enemigos al puerto del Bósforo. ¡Ja! No contaron con la estrategia turca; una estrategia a lo bestia. Para el ataque por tierra inventaron un cañón nunca visto y que hizo papilla los muros.

Pero lo mejor fue cómo se saltaron a la torera los impedimentos para entrar al puerto. Los turcos sacaron sus barcos del agua y se los llevaron por tierra, a pulso, al otro lado de las cadenas. La suerte ya estaba echada y sólo entonces católico-romanos y greco-ortodoxos corrieron a rezar juntos a la basílica de Santa Sofía. Pero ya era tarde para unir fuerzas y confiar su destino a Dios. Aquel 29 de mayo la media luna sustituyó a la cruz en todas las iglesias de Constantinopla.

Juramento del Juego de Pelota

Decir que el 20 de junio de 1789 se realizó el famoso Juramento del Juego de Pelota podría hacer pensar a los poco avisados que en el siglo XVIII ya existía la Eurocopa. Pues no, aunque sí es cierto que aquel día comenzó a jugarse en Francia el partido del siglo, un derbi que dio la vuelta a la clasificación de la historia, porque era la fase previa de la Revolución francesa. Al final, el equipo de cola acabó en cabeza y al rey lo enviaron de farolillo rojo. Luis XVI llevó tan mal el descenso que acabó perdiendo la cabeza.

Los Estados Generales existían en Francia desde el siglo XIV, pero hacía ciento setenta y cinco años que no se reunían porque a los reyes les importaba un pito lo que decidieran o dejaran de decidir un puñado de súbditos. Luis XVI, sin embargo, resolvió volver a convocarlos a ver si le echaban un cable con la crisis hilandera que atravesaba el país, pero se encontró con que una parte de los diputados se había vuelto respondona.

Los Estados Generales estaban compuestos por tres estamentos: nobleza, clero y burguesía. La burguesía tenía más del doble de diputados que los nobles y los curas juntos, pero a la hora de votar esa mayoría no servía, porque cada estamento representaba un voto. Como nobleza y clero estaban a partir un piñón, siempre ganaban por dos a uno.

La burguesía se cansó de ser el equipo de los tontos y comenzó a dar la matraca para que el rey y sus amiguetes del clero y la nobleza aceptaran cambiar las reglas del juego y que cada hombre emitiera un voto. Con este tira y afloja estuvieron mes y pico reunidos en Versalles, hasta que Luis XVI se hartó y ordenó clausurar el campo; o sea, la sala donde se reunían los Estados Generales.

El tercer estado, los burgueses, dijeron «¡conque ésas tenemos!», y se fueron a jugar a otro campo ellos solos. Se encerraron en el pabellón del Juego de Pelota, donde juraron permanecer aquel 20 de junio hasta redactar de pe a pa una constitución para Francia. Y lo hicieron. Cuando comenzó a jugarse aquel partido, en el terreno de juego peloteaban súbditos, pero de aquel campo salieron ciudadanos. Francia 1, monarquía 0.

Puente aéreo a Berlín

Cuando el mundo se repartió el control de Alemania tras la Segunda Gran Guerra, a la Unión Soviética le cayó en suerte la zona noroeste, justo donde está Berlín. Pero a su vez, también Berlín estaba divida en zonas, una para los soviéticos y otra para las potencias occidentales. A Stalin, sin embargo, no le venía bien el apaño. Quería toda Berlín para él. Los berlineses, aunque tenían poco que decir, no querían a Stalin. ¿Después de deshacerse de Hitler, ahora Stalin? Era como salir de Málaga para meterse en Malagón. Volvieron sus ojos al mundo libre y pidieron que no les abandonara a su suerte. Y no les abandonó. El 26 de junio de 1948 comenzó el puente aéreo a Berlín.

El asunto es un tanto complejo, porque entra en la órbita de la Guerra Fría, aquella época en la que nadie pegó un tiro, pero todos se miraban de reojo a ver quién pegaba el primero. Las potencias occidentales pretendían democratizar la Alemania que controlaban para que el país comenzara a andar solo y se recuperara económicamente. Y en este proyecto incluyeron a Berlín, puesto que gran parte de la ciudad estaba también bajo control occidental.

Pero Stalin estaba enrabietado. A ver por qué tenía que meter nadie las narices en Berlín, cuando Berlín estaba en el pedazo de Alemania que le tocó a él. Así que Stalin bloqueó la ciudad por tierra y agua para que los suministros no pudieran llegar desde Alemania del oeste. Los berlineses quedaron aislados, desasistidos. Ése era el plan de Stalin para que los ciudadanos acabaran rendidos por el hambre y la necesidad, cayeran en brazos soviéticos y se olvidaran del cochino capitalismo.

Pero hubo algo que escapó al control de Stalin: el aire. Estados Unidos, con ayuda británica, utilizó tres pasillos aéreos desde Bromen, Hannover y Fráncfort y estableció «el puente aéreo de la libertad». Durante once meses un constante ir y venir de aviones repletos de suministros descargaron mercancías en los aeropuertos berlineses bajo control occidental. Aquello fue una sangría de dinero y de esfuerzo humano, pero Berlín resistió y mereció la pena ver cómo a Stalin se le congeló la sonrisa en plena Guerra Fría.

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