Menudas historias de la Historia (34 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

La penicilina, asesina de estafilococos

El hallazgo más extraordinario del siglo XX, aún sin parangón en lo poco que llevamos del XXI, es la penicilina, la primera sustancia que demostró ser capaz de mantener a raya a las bacterias dentro del organismo humano. A mediados de agosto de 1928 el profesor de bacteriología británico Alexander Fleming, harto de ver la cara sólo de los microbios que criaba en su laboratorio, decidió tomarse unas vacaciones. Y era 22 de septiembre cuando el profesor Fleming regresó a sus probetas y sus pipetas y descubrió que era un genio. Por casualidad, pero un genio.

Fleming, prototipo del investigador desordenado, por no decir cochino, antes de irse de vacaciones olvidó sobre una de las mesas del laboratorio una placa de cultivo con bacterias, concretamente estafilococos. A su regreso comprobó que en aquel cultivo bacteriano se había instalado un hongo. Un «hongo okupa» al que nadie había invitado. Igual que cuando te olvidas en un rincón de la nevera un bote de tomate frito y cuando meses después te apetecen un par de huevos con tomate descubres que dentro del bote hay una decorativa capa de moho verde y blanco. Eso sucedió en el laboratorio de Fleming. Y menos mal que se fijó en el hongo, porque estuvo a punto de tirarlo.

Pero se fijó, sobre todo, en que sus estafilococos, aquellos que se olvidó cuando se fue de vacaciones, y justo los que estaban en contacto con aquel hongo, estaban aniquilados. Al asesino le puso por nombre penicilina.

Como la envidia es muy mala, a Fleming le dieron en principio un par de palmaditas en la espalda y le dijeron que, bueno, para curar un par de infecciones sencillitas la penicilina estaría bien. Años después, las palmaditas en la espalda se las dio el rey de Suecia cuando le entregó el Nobel de Fisiología y Medicina. La penicilina había salvado miles de vidas en la Segunda Guerra Mundial, y aún hoy las sigue salvando.

Tanto, que hasta los toreros agradecidos le dedicaron un monumento en Madrid, porque morían más de infecciones que de cornadas. No hay japonés que pase por la plaza de Las Ventas que no se pregunte qué pinta un torero de bronce haciendo un brindis al busto del doctor Fleming.

Núñez de Balboa se queda el mar del Sur

El capítulo más importante de la conquista de América, después, evidentemente, de la propia conquista, fue la toma de posesión de lo que había al otro lado. Pues bien, eso sucedió el 29 de septiembre de 1513, fecha en la que Vasco Núñez de Balboa tomó posesión del mar del Sur, al que luego Fernando de Magallanes cambió el nombre por el de océano Pacífico, una historieta que encontrarán unas páginas más adelante. Alguna fuente señala que todo esto sucedió el 25 de septiembre, pero no. El día 25 Núñez de Balboa vio el mar, pero no se lo pudo quedar oficialmente hasta el día 29. ¿Y cómo se toma posesión de un océano? Pues fácil. Es conveniente saberlo por si se presenta la oportunidad.

Se mete uno en las aguas hasta las rodillas, con la espada en la mano derecha y un estandarte con la Virgen en la izquierda. Se levantan los brazos y dice uno algo así como «me quedo con esto en nombre de mis soberanos los reyes de Castilla y Aragón y bla, bla, bla». Al menos así lo hizo Núñez de Balboa y ha quedado para la historia.

Núñez de Balboa llevaba meses empeñado en comprobar si era cierto lo que le contaban los indígenas. Que muy cerca del Atlántico, hacia el oeste y atravesando unas montañas había otro inmenso mar. Ahora sabemos que Balboa estaba en el istmo de Panamá, esa franja larga y estrecha de tierra sujeta a Norteamérica y de la que pende América del Sur. Y no es en sentido figurado, porque Estados Unidos no dejó el control del famoso Canal en manos de Panamá hasta el 31 de diciembre de 1999.

El Canal, el principal recurso del país, no para de dar dinero y satisfacciones y ya está en marcha la ampliación de este emporio acuático, una obra que va a ser de órdago a la grande.

El Canal no pierde actualidad y Balboa, tampoco, porque cada vez que un ciudadano abre el monedero saca eso, unos cuantos balboas.

… y Rodrigo de Triana gritó: «¡Tierra!»

El 12 de octubre de 1492 un tipo subido en lo alto de un mástil gritó: «¡Tierra!», y el mundo se puso del revés. Se llamaba Juan Rodríguez Bermejo, era sevillano y pasó a la historia como Rodrigo de Triana. El marinero iba a bordo de
La Pinta
, por delante de la carabela en la que estaba don Cristóbal, cuando vio la isla de Guanahaní.

Está muy bien eso de que el 12 de octubre Colón descubrió América. Pues, no. Colón la descubriría, pero fue Rodrigo el que la vio. Con este asunto hubo sus más y sus menos, porque el descubridor había prometido 10.000 maravedíes al primero que divisara tierra, y cuando Rodrigo de Triana le reclamó la recompensa Colón dijo que nanay. Que él la había visto primero. Pero, por el amor de Dios… si Colón iba en la carabela de atrás. El marinero Rodrigo acabó tan enfadado que se largó al norte de África y allí terminó sus días convertido al islamismo.

Está claro que Colón era un tacaño importante y que se embolsó los 10.000 maravedíes. Menos mal que fray Bartolomé de las Casas hizo una crónica de alcance y puso las cosas en su sitio. El fraile dejó escrito que fue Rodrigo el primero en ver y gritar «¡tierra!», y que Colón, mientras el marinero se desgañitaba en lo alto de la torre, preguntaba a otro oficial: «¿Tú ves algo? Porque yo no veo nada…». Y el oficial le respondía: «Pues yo tampoco veo nada». Y Rodrigo seguía en su puesto de vigía dando brincos y gritando «¡tierra!» como un poseso.

Con la llegada de Colón, en América se acabó el sosiego y el correr en taparrabos por la selva. La cruz se impuso a sangre y fuego; el oro, la plata y los tomates comenzaron a salir a manos llenas con destino a España, y hasta hoy.

Roland Garros, sin red

Roland Garros antes de ser un torneo de tenis era un señor, lo que pasa es que ha perdido su verdadera identidad en beneficio del Gran Slam. Roland Garros no se hizo famoso con una raqueta, porque, como mucho, jugaba los domingos en una pista alquilada de once a doce. Garros era piloto de aviación, y en el aire es donde a él le gustaba competir. El 18 de diciembre de 1912 el señor Garros batió la plusmarca mundial de altura al alcanzar los 5.600 metros en un aeroplano. Ahora parece una tontería, pero entonces se podía haber matado, porque los aviones eran unas tartanas.

El que bautizaran con su nombre al estadio de París y al trofeo más importante de tenis en tierra batida no tuvo otra razón que el considerarlo un héroe nacional. Es como los Premios Goya. Se llaman así pese a que Goya jamás dirigió una película.

Roland Garros fue un pionero de la aviación. Además del récord de altitud, que se arrebató a sí mismo varias veces, también fue el primero en cruzar el Mediterráneo. Pero ganó más cosas. Fue el ganador en una carrera de aviones entre París y Roma, y también el primero de la historia de la aviación que derribó a tiros a otro avión; por eso está considerado el primer piloto de guerra del mundo. Y esto fue clave en el desarrollo de la Primera Guerra Mundial.

Roland Garros se convirtió en héroe durante la Primera Gran Guerra gracias a que desarrolló con un ingeniero un artilugio que permitía disparar frontalmente a un avión enemigo. Antes no quedaba más remedio que hacerlo de costado, porque si disparabas al frente te cargabas tu propia hélice y te derribabas a ti mismo. Garros y su ingeniero se inventaron un blindaje de las hélices para que las balas rebotaran, mientras que las que pasaban entre aspa y aspa podían hacer blanco.

Después de cuatro derribos, los alemanes capturaron el avión de Roland Garros y le copiaron el invento. No sólo lo copiaron, sino que lo mejoraron con un sincronizador que sólo permitía el disparo cuando las balas pudieran pasar entre las aspas. Garros continuó con sus hazañas aéreas hasta que, tanto fue el cántaro a la fuente, que acabó derribado y muerto sin haber ganado un solo trofeo de tenis en toda su vida de aviador.

Paul Ehrlich: a la 606 va la vencida

Muchos investigadores se empeñan en poner nombres muy rebuscados a los medicamentos que descubren para que los demás no sepamos pronunciarlos. Por eso hay que estarle doblemente agradecido al alemán Paul Ehrlich, porque el 30 de julio de 1910, además de descubrir el primer fármaco eficaz contra la sífilis, tuvo el buen juicio de bautizarlo con un nombre tan sencillo como 606. Ehrlich era un tipo listísimo, meticuloso y muy paciente, pero poniendo nombre a sus descubrimientos era más simple que el asa de un cubo.

Ehrlich llamó 606 a su medicamento contra la sífilis por una cuestión muy sencilla. Porque fue en el experimento 606 cuando llegó a donde quería. Había realizado previamente 605 ensayos con compuestos a base de arsénico que durante años estuvo inyectando en roedores para ver si les curaba de la sífilis que previamente les había contagiado. Fue una faena para los ratones, porque contrajeron la enfermedad sin haber conocido ratita que les transmitiera el mal como Dios manda. Ni se sabe los miles de roedores que se cargó Ehrlich en su laboratorio hasta que su fármaco 606 empezó a curarles.

Pero el 606 también se llamó de otra manera, Salvarsan, que no es otra cosa que «arsénico salvador», el primer medicamento con el que se inició la farmacoterapia moderna. Por eso a su descubridor, a Paul Ehrlich, se le considera el padre de la quimioterapia, de la terapia química.

Aquel primer fármaco capaz de curar la sífilis fue una revolución en todo el mundo, porque la enfermedad llevaba 418 años matando a diestro y siniestro. ¿Y quién fue la primera víctima mortal y oficial? Pues un viejo conocido nuestro. Cuando en 1493
La Pinta
llegó al puerto de Bayona, en Pontevedra, además de maíz, cacahuetes y papagayos, trajo otra cosa igualmente desconocida y exótica: la sífilis. La traía puesta Martín Alonso Pinzón, que acabó siendo el primero que se murió sifilítico perdido por andar haciendo de las suyas con las americanas. Nosotros les llevamos la viruela y ellos nos devolvieron el favor.

Los riesgos del sombrero de copa

Cuánto riesgo para la integridad física acarrea ser diseñador de moda. Alguno del siglo XVIII vio peligrar su vida por crear más allá de lo socialmente aceptado. El 15 de enero de 1797 un inglés de nombre John Etherington salió a pasear por las calles de Londres con un nuevo diseño en la cabeza: el sombrero de copa. Su paseo vespertino acabó en comisaría y él detenido por extravagante. Algún diseñador contemporáneo que se empeña en que todas tengamos la talla 36 debería correr igual suerte.

John Etherington salió de su mercería aquel 15 de enero muy confiado en que su nuevo diseño de sombrero atraería las miradas de los caballeros londinenses, todos tocados con el típico bombín de fieltro duro y ala corta que quince años antes había puesto de moda el XII conde de Derby para acudir a las carreras de caballos. Etherington, efectivamente, concitó la atención con su sombrero de copa, y tanta gente comenzó a seguirle, tanto tumulto provocó, que la muchedumbre o el propio Etherington, nunca quedó claro, rompió un escaparate. Llegaron los polis, buscaron al causante del desastre callejero, todos señalaron al del sombrero raro y el pobre mercero acabó detenido.

Se le impuso una multa de 500 libras por alteración del orden público. La multa fue excesiva, pero no importó. La repercusión de la noticia provocó que, un mes después, Etherington no diera abasto para atender la descomunal demanda de sombreros de copa. Ya se sabe que los ingleses se ponen cualquier cosa en la cabeza. Fue el diario
The Times
el que recogió el revuelo diciendo que un comerciante de reputación intachable había osado salir a la calle con un sombrero «de ala estrecha y alto como una chimenea».

Dado el éxito del nuevo tocado, los franceses, por supuesto, dijeron que ese inglés no había inventado nada. Que un año antes, un comerciante textil había creado algo muy parecido a lo que Etherington se puso en la cabeza. Nadie prestó atención a la protesta, porque los franceses no soportan ir por detrás en algo que tenga que ver con la moda.

Isaac Peral, el sumergible hundido

Nadie es profeta en su tierra. El cartagenero Isaac Peral, tampoco, y si lo fue, sólo durante diez minutos. El 9 de septiembre de 1885 presentó oficialmente al gobierno español su proyecto de torpedero sumergible. Pasmados se quedaron. Aquello era tecnología punta, un arma de destrucción masiva de las de entonces, la oportunidad de dejar boquiabierto al mundo porque era el primer submarino efectivo con motor eléctrico. Pero fue un espejismo. La mojigatería de algunos políticos, las presiones internacionales interesadas y la envidia de sus colegas marinos acabaron por hundir el sumergible de Isaac Peral. ¿Un submarino? Valiente paparruchada.

La escuadra naval española estaba para el arrastre, con barcos que no se renovaban desde ni se sabe y con la tecnología obsoleta. Para colmo, en aquel 1885 España andaba a la greña con Alemania por la posesión de las Carolinas, unas islas perdidas en mitad del Pacífico, que al final se quedaron los alemanes. Como nuestra armada se componía sólo de un puñado de cafeteras desgastadas con casco de madera, en caso de que Alemania intentara atacar nuestras costas nos iban a dar la del pulpo. Por eso Isaac Peral caviló un artefacto que pudiera sorprender a los alemanes en caso de ataque. Un arma que les diera por donde menos lo esperasen.

Y al principio todo fue muy bien. Peral fue celebrado, aclamado, comparado con Colón y apoyado política y económicamente para que construyera su sumergible. El ingeniero naval superó cien pruebas y mil desconfianzas; sorteó zancadillas y demostró que la armada española podría recuperar su esplendor. Hasta que entraron en juego mentes estrechas como la del conservador Cánovas del Castillo. ¿Saben lo que dijo de Isaac Peral?: «¡Vaya! un quijote que ha perdido el seso leyendo la novela de Julio Verne».

Ahí se acabó el sueño, y aunque el sumergible de Peral consiguió una velocidad que no alcanzaron ni de lejos los submarinos construidos muchos años después y una efectividad como arma sorprendente, al submarino lo hundieron. Y Peral, harto, envió a todo el mundo al mismo sitio a donde enviaron su proyecto, a hacer gárgaras.

Lo que inició Magallanes lo terminó Elcano

A Magallanes le pasó lo mismo que a Colón, que salió para hacer una cosa y terminó haciendo otra. Colón descubrió un continente y se murió sin saberlo, y Magallanes comenzó lo que sería la primera circunvalación al globo y también se murió sin enterarse porque se lo comieron en el camino. El 20 de septiembre de 1519 cinco barcos partieron de Sanlúcar de Barrameda con la misión de abrir una ruta marítima hacia las islas de las Especias. Volvió sólo uno y, de milagro.

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