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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (38 page)

Pero José Bonaparte entró sobrio en España y salió sobrio unos años después. Escaldado, pero sobrio.

Pragmática Sanción

Isabel II llegó a reinar en España porque su padre, Fernando VII, firmó la Pragmática Sanción, aquella que tiró a la papelera la famosa ley sálica que prohibía reinar a las mujeres. Y la firmó en palacio el 29 de marzo de 1830; dos días después se leyó públicamente y el 3 de abril la publicó
La Gaceta de Madrid
. ¿Alguien cree que Fernando VII promulgó aquella Pragmática Sanción en defensa de la igualdad de hombres y mujeres? Pues no, lo hizo por pura desesperación, porque no atinaba a tener hijos, y cuando por fin apuntó bien, en pleno embarazo y sin saber si lo que venía era niño o niña, quiso asegurarse de que, fuera lo que fuese, reinara.

Fernando VII se casó tres veces con mujeres que murieron sin darle descendencia. En el cuarto matrimonio, con su sobrina María Cristina de Borbón, hubo suerte y la reina quedó embarazada. Pero, claro, Fernando VII estaba ya muy cascado y no podía asegurar un segundo embarazo. Así que tenía que dejar muy bien atado que la criatura que iba a nacer siete meses después llegara a reinar. Al final, fue niña y se llamó Isabel.

Pero las consecuencias de aquella Pragmática Sanción fueron terribles para España, porque había un señor al acecho del trono: Carlos María Isidro, que era hermano del rey Fernando VII y que ya estaba tomándose medidas para la corona, porque él era el siguiente en la línea de sucesión.

Cuando Fernando VII firmó la Pragmática los planes de Carlos María Isidro para reinar se fueron a hacer gárgaras. El rey lo expulsó del país, él se negó a jurar fidelidad a la futura reina y España se vio metida en la Primera Guerra Carlista. Luego vino la segunda y hasta una tercera, porque Carlos María Isidro tuvo descendencia que aún seguía aspirando al trono. Es más, los carlistas han seguido inasequibles al desaliento, erre que erre, casi hasta finales del siglo XX.

El belicoso cardenal Cisneros

Que el cardenal Cisneros fue un gobernante excepcional, es imposible ponerlo en duda. Que lo hiciera bien, es otra historia. Sí hay que agradecerle que pusiera en marcha una de las universidades más prestigiosas de España, la de Alcalá de Henares, aunque resulta contradictorio que espíritu tan humanista en bien de la educación no lo empleara antes en apaciguar las relaciones humanas entre musulmanes, judíos y cristianos. Muy al contrario, animó el cotarro, calentó los cascos de los Reyes Católicos y las consecuencias las conocemos todos. Los judíos salieron a carretadas, los musulmanes se rebelaron en Las Alpujarras y el crisol de culturas se fue al garete. Y, encima, como Cisneros vivió tanto, ochenta y un años, tuvo mucho tiempo para dar guerra.

Murió en Roa, en Burgos, el 8 de noviembre de 1517, pero lo hizo sin querer, porque sólo estaba de paso camino de recibir al futuro rey de España Carlos I, aquel que cuando llegó a gobernarnos no hablaba castellano ni en la intimidad.

El cardenal Cisneros fue de todo en esta vida: confesor de la reina, inquisidor, primado de España, consejero real, estratega militar, capitán general, gobernante, látigo de infieles y acosador de reinas locas. En resumidas cuentas, un tipo muy listo que contribuyó a forjar la nueva España que entonces nacía. Tuvo participación directa en la toma de Granada y en el encierro de Juana la Loca en Tordesillas para que Fernando el Católico recuperara el trono castellano. Pero también metió en cintura al clero de la época, que adoptaba poses muy relajadas porque tenía como ejemplo a Alejandro VI, papa y papá de una numerosa prole.

También impulsó Cisneros las campañas militares en el norte de África; pero no sólo las impulsó, es que diseñó los ataques y se empeñó hasta en encabezar las tropas. No le dejaron, porque con las faldas cardenalicias, la espada, el caballo y el báculo hubiera tenido un disgusto.

Existencia tan batalladora y fructífera acabó en un magnífico sepulcro de mármol de Carrara en Alcalá de Henares, tal como fue su deseo, aunque Cisneros pidió ser enterrado en la Universidad y lo dejaron en la iglesia de al lado, la de San Ildefonso. Llegó a abrirse un proceso largo y muy costoso para su canonización, pero no hubo éxito. Al curriculum del cardenal Cisneros sólo le faltaba el título de santo. Fue lo único que no logró, porque no dependía de él.

Mao Tse Tung ve la luz

Si Mao Zedong no se hubiera muerto, cada 26 de diciembre estaría soplando ciento y pico velitas para disgusto de mil millones de chinos… chino arriba chino abajo. Nació aquel día de 1893 en el pueblo de Shaoshan. Era un niño regordete que en vez de seguir la honrosa tradición agrícola de su familia se empeñó en estudiar. Y tanto estudió que se pasó de listo.

Resumir aquí el pensamiento de Mao, del gran revolucionario cultural que ejecutaba al que se salía de la fila, es imposible. Y, además, innecesario. Todo el mundo tiene alguna referencia, porque el
Libro Rojo
de Mao, el que recoge su doctrina, es el segundo más editado en el mundo después de la Biblia. En China, el que más, porque su lectura era obligatoria en casa, en el partido, en el ejército y en el colegio. Así cualquiera se hace un escritor de éxito.

Mao Tse Tung dejó de respirar en 1976. Pero una cosa es dejar de respirar y otra muy distinta irse de este mundo. Mao no se ha ido, sigue allí, en Beijing, antes Pekín, anclado en el mundo de los vivos, embalsamado, vigilante, dentro de una urna de cristal. Mao está más tieso que la mojama y a la vista de todos en su gigantesco mausoleo de la plaza de Tiananmen. Pero lo cierto es que Mao permanece insepulto en contra de su voluntad, porque él pidió ser incinerado. Le llevaron la contraria porque estaba muerto… si no, de qué.

Tres de cada cuatro chinos quieren que entierren a Mao, porque están hartos de tenerlo allí, como si no se hubiera muerto. Perfectamente peinado, perfectamente vestido y perfectamente serio. Pero no hay forma, porque el Partido Comunista chino lo sigue utilizando como si fuera el coco. Los que más desean que retiren a Mao de la plaza de Tiananmen son, precisamente, los de su pueblo, porque Shaoshan se ha convertido en una especie de gran parque temático en torno a la figura del Gran Timonel y lo único que les falta es la estrella invitada, el propio Mao. El día que lo consigan, Shaoshan se llevará una parte importante del pastel turístico chino. Mao volverá a su pueblo, el pueblo ganará muchos yuanes a su costa, en Pekín se librarán de la momia acartonada y todos contentos.

Fuga de Varennes

Estamos en plena Revolución francesa, con Luis XVI, María Antonieta y su prole confinados en el palacio de Las Tullerías de París. Los revolucionarios los tenían allí con el pretexto de protegerlos, pero, en realidad, estaban prisioneros. Hasta que la familia real se hartó y decidió salir por pies camino de la frontera el 20 de junio de 1791, para conseguir ayuda extranjera, recuperar la corona de Francia y aplastar la Revolución. Ese día comenzó la famosa fuga de Várennos, llamada así porque allí los pillaron. Y menudo desastre de fuga. Fue un milagro que no los pillaran antes.

La que convenció al rey de que había que huir de París para conseguir aliados fuera de Francia fue María Antonieta, cansada como estaba de vivir en un palacio desvencijado como el de Las Tullerías, no hacer fiestas y no corretear por los jardines de Versalles. Pero además de frívola, María Antonieta era muy lista y enredó a uno de sus amantes para que preparara toda la huida. La fecha se fijó en la tarde del 20 de junio. Pero, claro, de poco les sirvió disfrazarse de plebeyos para luego viajar como viajaron: enormes baúles de ropa; carruajes lujosísimos, y una comitiva tremendamente larga compuesta por enfermeras, estilistas, peluqueros, criados… Así no hay quien se fugue.

Para colmo, Luis XVI, como no tenía intención de regresar si no era triunfante, dejó una carta en Las Tullerías quejándose del trato que habían recibido. Era lógico, porque hasta su salida de Versalles ellos estaban acostumbrados a vivir a cuerpo de rey, y en Las Tullerías, además de no tener libertad de movimientos, los cristales estaban rotos y había corriente, no había muebles ni lámparas y las puertas no cerraban. Un desastre de palacio. Pero el caso es que lograron salir de París y que llegaron hasta Varennes, en un tris de alcanzar la frontera. Allí los reconocieron y les dijeron «andad, tirad pa casa que no son horas». Así que, de vuelta a Las Tullerías. Seguro que en el viaje de regreso hubo bronca:

—Si no te hubieras traído al estilista y a la peluquera, no seríamos tantos y hubiéramos llegado antes…

—Pues si tú no estuvieras tan gordo, no nos habrían reconocido.

Declaración de Carlos María Isidro

«Yo, Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, infante de España, hallándome bien convencido de los legítimos derechos que me asisten a la corona de España, siempre que sobreviviendo a vuestra majestad no deje un hijo varón, digo, que ni mi conciencia ni mi honor me permiten jurar ni reconocer otros derechos, y así lo declaro». Estas líneas las firmó Carlos María Isidro el 29 de abril de 1833, para dejarle muy clarito a su hermano Fernando VII que el heredero de la corona de España tenía que seguir llevando pantalones. Comenzó la bronca carlista.

La declaración anterior fue la contestación de Carlos María Isidro a una carta de su hermano Fernando VII en la que le pedía que jurara a la niña Isabel, a la futura Isabel II, como Princesa de Asturias y, por tanto, como siguiente reina de España. El infante Carlos se sentía legítimo heredero de la corona, puesto que su hermano Fernando VII no había tenido hijos varones. Ya palpaba el trono Carlos María (no porque le apeteciera; ¡nooo!, qué va, sino porque era su obligación) cuando su hermano, el rey, derogó la ley que prohibía reinar a las mujeres. Su hija Isabel pasó a ser la heredera y Carlos María se quedó a verlas venir.

Pese a que aquella declaración firmada el 29 de abril suena muy contundente, no crean que lo fue tanto. Esas líneas sólo eran la parte oficial que debía quedar para los anales de la historia, porque la carta que adjuntó Carlos María a Fernando VII junto con esa declaración solemne, en realidad, empezaba diciendo: «Mi muy querido hermano de mi corazón, Fernando de mi vida», para luego añadir que la corona era suya y de nadie más. Carta a la que Fernando contestó igual de cariñosamente, diciendo: «Mi muy querido hermano mío de mi vida, Carlos de mi corazón…», para decirle más adelante lárgate del país y no vuelvas. Y a propósito, te he confiscado todos tus bienes. Es decir, que los hermanos más que quererse se adoraban, pero las consecuencias de tanto corazón mío y tanto cariño de mis entretelas fueron las tres guerras carlistas que desangraron al país. Porque hay cariños que matan.

Carlos XIV, un francés haciéndose el sueco

Carlos XIV, rey de Suecia, es uno de esos ejemplos que sirven para demostrar que los humanos somos unos chaqueteros. Nos ponemos al sol que más calienta. El 5 de febrero de 1818 subió al trono de Suecia Carlos XIV, lo cual, aparentemente, no tiene mayor interés si no fuera porque se llamaba Jean Baptiste Bernadotte, o sea, que era francés, y que en su juventud odiaba a los reyes. Nunca se puede decir de este agua no beberé, pero en su haber hay que indicar que lo hizo muy bien, francamente bien.

Es curioso tirar del hilo y saber que el actual rey de Suecia es directo descendiente de un general napoleónico. Hablamos de una época en la que Europa estaba revuelta porque Napoleón no dejaba títere con cabeza, y en un intento de Suecia de congraciarse con el emperador francés para que les dejara en paz aceptaron a uno de sus generales, a Jean Baptiste Bernadotte, como príncipe heredero. El rey que tenían, Carlos XIII, además de estar muy cascado, no tenía descendencia.

Así llegó al trono Carlos XIV, y se lo tomó tan en serio que se le olvidó que era francés, católico y que había luchado contra la monarquía durante la Revolución francesa. Abrazó el protestantismo con mucho cariño, aparcó lo de Jean Baptiste para comenzar a llamarse Carlos Juan e intentó aprender a hablar sueco, aunque jamás lo consiguió. Se pasó todo su reinado con un traductor al lado. Y tanto se metió en su papel, que cuando Napoleón le dijo «oye, como rey de Suecia que eres ahora, ayúdame a invadir a los ingleses, que fui tu jefe», Carlos XVI le dijo que de eso nada, que quería paz para su país y que bastante tenía con haberse anexionado Noruega como para meterse en camisas de once varas más allá de Escandinavia.

Y no sólo no le echó una mano a Napoleón, sino que acabó pegándose con él. A Carlos XIV se le recuerda como un buen rey, pero las malas lenguas dicen que cuando murió se le descubrió un tatuaje que decía «muerte a los reyes». Se lo hizo durante la Revolución francesa. Pecadillos de juventud que los suecos supieron perdonar.

Isabel y María, dos reinas a la greña

¿Qué es lo peor que le podía pasar a una reina católica en la Escocia del siglo XVI? Tener una prima también reina y, además, protestante en la Inglaterra de ese mismo siglo. La escocesa era María Estuardo y la inglesa, Isabel I, la reina virgen y con un genio endiablado ya imaginan por qué. El 1 de febrero de 1587 Isabel I de Inglaterra firmaba la sentencia de muerte de su prima María Estuardo. Esa es la fecha oficial, pero, en realidad, la reina Isabel no firmó nada, todo el lío lo armaron sus consejeros, que al final ejecutaron a María Estuardo por su cuenta. Cuando Isabel I se enteró, casi se los come, porque ella no firmó una fecha para la ejecución.

Tras la ejecución de María Estuardo de dos hachazos —el primero falló— lo que subyace es una monumental bronca entre ingleses y escoceses, entre católicos y protestantes, entre los que querían una unión de Escocia, Francia y España para que el catolicismo se impusiera en la isla británica y los que luchaban con uñas y dientes para que el protestantismo gobernara.

La Estuardo, queriendo reinar también en Inglaterra, e Isabel queriendo hacer lo propio en Escocia. Las dos altas, las dos pelirrojas; María más mona que Isabel, la verdad, e Isabel más envidiosilla que María, pero también más sabia y mucho más lista. Isabel, soltera y sola en la vida, porque un marido no servía para sus fines políticos; María, con tres esposos a cual más desastroso.

Cuando María Estuardo no pudo con las argucias y la presión protestante en Escocia, cuando ya perdió hasta el favor de los católicos, abdicó y pidió refugio a su prima Isabel en Inglaterra. Isabel no se lo podía creer. La Estuardo… la que no había parado de conspirar para acceder al trono inglés… su enemiga número uno… ¿le pedía su protección?

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