Menudas historias de la Historia (35 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Hasta entonces las especias llegaban a Europa por vía terrestre, y aquello era una paliza. Pero era la única forma de echar a los guisos clavo, canela, pimienta y nuez moscada. Cuando Magallanes consiguió que la corona española apoyara su aventura, Portugal, que previamente le había negado la financiación, inició una carrera desenfrenada contra España. Los portugueses estaban picados. Siempre les ganábamos por la mano, así que cuando se enteraron de que Fernando de Magallanes tenía intención de abrir una ruta hacia las Molucas, en Indonesia, pero atravesando el Atlántico y pasando por debajo de América, los lusos salieron en su busca para fastidiarle los planes.

Más de un año estuvieron jugando al ratón y el gato por el mar, pero los portugueses no dieron caza a Magallanes. A Magallanes se lo acabaron merendando unos indígenas durante una escala técnica y, por eso, Juan Sebastián Elcano asumió el mando de la flota, que ya no era flota ni era nada, porque fueron perdiendo barcos por el camino.

Lo que sí tenía claro Elcano es que no volvería por donde habían venido, que no atravesaría otra vez ni loco el maldito estrecho de Magallanes. Y, además, esa ruta no era tan corta como creían cuando zarparon. Así que Juan Sebastián volvió a casa siguiendo ruta hacia el oeste y, cuando se quiso dar cuenta, había sido el primer hombre en dar la vuelta al mundo. El objetivo de la misión se cumplió, pero a qué precio. Habían partido cinco barcos y doscientos cincuenta hombres. Regresó una nave, la
Victoria
, y quince marineros harapientos y mareados. Eso sí, las bodegas venían hasta arriba de canela y clavo.

Scott llega al Polo Sur

Qué chasco. Robert Falcon Scott, aquel expedicionario que intentó ser el primero en llegar al Polo Sur, cuando finalmente lo hizo, el 18 de enero de 1912, se encontró clavada y tiesa por congelación la banderita noruega que un mes antes había puesto Roald Amundsen. El trágico diario de Scott, la muerte de los otros cuatro aventureros, Evans, Wilson, Bowers y Oates, y ese magnífico orgullo inglés que eleva a héroes hasta a los perdedores acabaron dejando a Amundsen en segundo plano. El único héroe de la Antártida fue Robert Scott.

Amundsen y Scott estaban picados. Eran como Hamilton y Fernando Alonso pero en el Polo, que tiene más mérito porque hace más frío. Ya cuando las dos expediciones iban de camino hacia la Antártida el noruego le hizo llegar un mensaje al inglés diciéndole que abandonara a tiempo, porque él no aceptaba competidores. Scott se vino arriba con lo que entendió como una bravuconada, y descartó que Amundsen —craso error— estuviera mucho mejor preparado para alcanzar el Polo Sur. Entre otras cosas porque el noruego llevaba explorando tierras y aguas gélidas desde los quince años y la estrategia que puso en marcha para ganar el objetivo estuvo calculada al milímetro.

Aquella chulería noruega no fue la última que le llegó a Scott. Cuando aquel 18 de enero a los cinco ingleses se les congelaban las lágrimas al ver la bandera noruega clavada en los 90 grados de latitud sur, vieron allí al lado una pequeña tienda que había construido Amundsen. Dentro había algunos alimentos y una carta para el inglés. Decía: «Mi querido capitán Scott, probablemente será usted el primero que alcance el Polo después de nosotros. Le ruego acepte mis sinceros deseos de un feliz retorno».

Pero el regreso fue de todo menos feliz. Cayeron uno a uno en unas condiciones de frío extremo, Oates incluso sacrificándose para que se salvaran los demás. Ahora bien, la historia está para revisarse y, al margen de enternecedoras heroicidades, quede dicho que Scott fue mal equipado, se organizó mal, no conocía el terreno y calculó mal la carga. Amundsen ganó porque lo hizo mejor.

Las minas de Potosí

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y a nombre del muy augusto emperador de Alemania, España y los reinos del Perú, señor don Carlos, tomamos posesión de esta montaña». Sucedió el 1 de abril de 1545. Cinco capitanes del ejército español se apropiaban bajo fórmula tan divina del cerro Potosí, un monte cuajado de plata en sus entrañas que haría un poco más rico al imperio español y mucho más esclavos a los indios del virreinato de Perú.

El cerro Potosí está ahora en Bolivia, pero cuando se descubrió, aunque no se ha movido del sitio, estaba en territorio peruano, según la división que hicieron los conquistadores. Está aceptado que fue un pastor indio, Diego Huallpa, el que encontró la primera veta de plata del cerro Potosí, pero no está tan claro que, como dice el mito, fuera por casualidad, porque los incas ya conocían las minas de plata antes de que llegara el hombre blanco. Es más, no fue el indio Diego quien les dijo a los españoles lo que había encontrado, sino otro indio chivato amigo del indio Diego.

Sea como fuere, el monte Potosí se destapó como un yacimiento excepcional y por eso creció en sus faldas la ciudad más próspera, desordenada y comercial de América. Pasó de ser poblacho a villa imperial y luego a metrópoli; tan grande en habitantes en el siglo XVII como las grandes ciudades europeas de la época.

Pero más divertido que el crecimiento comercial de Potosí es el origen del nombre. Se remonta a la época prehispánica del emperador inca Huayna Cápac. Le gustó a él aquel cerro y lo bautizó como «el monte más hermoso» por su color rojizo. Y fue precisamente el color el que le hizo sospechar al inca que allí habría piedras preciosas, por eso envió a sus súbditos a extraerlas. Cuando empezaron a picar, surgió un trueno de las profundidades del cerro que dijo: «Esta plata no es para vosotros, es para quienes vendrán del más allá». Los indios se acongojaron, dejaron el monte en paz y lo llamaron Potocsi, que significa «estruendo, explosión».

Como leyenda está muy bien, pero eso de que los dueños iban a venir del más allá suena a invento español puesto en bocas indígenas.

Plutón, un planeta birlado

Qué tendrá el 13 de marzo para el mundillo científico, porque a muchos astrónomos parece gustarles descubrir algo ese día. Algunos incluso decidieron nacer o morir un 13 de marzo. En 1781, William Herschel descubrió Urano, el séptimo planeta del Sistema Solar. En 1930, Clyde Tombaugh y Percival Lowell anunciaron el 13 de marzo el descubrimiento de Plutón, noveno planeta; pero es que uno de sus descubridores, Lowell, nació este mismo día de 1855. El 13 de marzo de 1933, sin embargo, subió al cielo el astrónomo inglés Robert Thorburn, descubridor de la estrella más cercana a la Tierra después del Sol, Próxima Centauri. Salvo la mala noticia del que se murió, el 13 de marzo es un buen día para la Astronomía.

De los dos planetas descubiertos el citado día, Urano y Plutón, el que peor suerte ha corrido es Plutón, aunque no es de extrañar porque recibió el mismo nombre que el dios de los infiernos en la mitología romana. Plutón, en dos palabras, nació muerto. Sólo ha ocupado un lugar privilegiado como uno de los grandes nueve planetas durante sesenta y siete años, hasta que la Unión Internacional de Astronomía decidió en Praga en agosto del año 2006 degradarlo a planeta enano.

Se levantó una buena polvareda no entre los científicos, sino entre la plebe terrestre, porque nos quitaron de un plumazo un planeta que habíamos tenido que recitar en la escuela y al que le habíamos tomado cariño, Plutón murió, pero murió con dignidad, porque fue la estrella de todos los periódicos.

Los astrónomos, ante la irreparable pérdida de Plutón, nos han consolado con otro dato: el número de planetas que giran alrededor del Sol y descubiertos hasta el 1 de enero de 2007 asciende a 362.447, y entre toda esta morralla está Plutón. Como la técnica afina tanto, hemos pasado de tener localizados 5.000 planetas en 1991, a los trescientos y pico mil de ahora. Lo raro no es que, como pronostican los cerebritos del espacio, en 2036 se nos caiga un asteroide encima, lo extraño es que en el Sistema Solar no haya un atasco impresionante de nivel amarillo y circulación lenta con paradas intermitentes.

Leonardo y su «ornitóptero»

La primera vez que alguien escribió sobre aviación civil fue el 14 de marzo de 1505. Hace cinco siglos que Leonardo da Vinci dejó escrito en su diario que el hombre un día llegaría a volar, y se le ocurrió mientras observaba el vuelo de un buitre cuando iba de camino desde Florencia a Fiesole —Leonardo, no el buitre—. Escribió que «las aves de grandes alas y ala corta despegan del suelo con ayuda del viento», y a partir de ese momento no abandonó la idea de diseñar algo que permitiera volar al hombre mezclando la mecánica y eso mismo, la fuerza del viento. El primero que voló se la pegó.

Leonardo construyó un artilugio con alas de tela parecidas a las de un murciélago, cortas y anchas. Sólo había que agitar los brazos para mover un sistema de poleas y tensores que trasladarían ese movimiento a las alas. Da Vino lo llamó «ornitóptero» y cuando estuvo terminado él y sus asistentes trasladaron el artefacto a un monte en un día soleado de ligera brisa. Leonardo era un genio, pero no era tonto, así que no tripuló el su aparatejo. Subió a uno de sus asistentes, a Antonio, y Antonio voló un rato y luego cayó en picado y se rompió una pierna. Pero, bueno, ésos eran los riesgos de ser asistente de Leonardo da Vinci, que todo lo que inventaba el maestro había que probarlo.

Leonardo inventó de todo y, aunque la mayoría de sus ingenios no funcionaron, al menos sentó las bases para que sí lo hicieran siglos después. Construyó algo parecido a un submarino, a un traje de buzo, unos flotadores para caminar sobre el agua, un carruaje sin caballos que era claramente el antecesor del automóvil… diseñó volantes, paracaídas… de todo, aunque lo cierto es que tuvo más fracasos que éxitos.

Como cuando se empeñó en desviar el curso del río Arno para unir Florencia con el mar y acabó convirtiendo la ciudad en un enorme pantano. Llegó el verano, los mosquitos proliferaron y Leonardo acabó provocando una epidemia de malaria. Un desastre.

El buen ojo de los Lumière

Los hermanos Lumière, Louis y Auguste, inventaron el cinematógrafo, pero, como suele ocurrir, no alcanzaron a ver las posibilidades de su descubrimiento. Fueron, como su apellido indica, unos iluminados, pero al principio ni se enteraron. El 22 de marzo de 1895 los hermanos Lumière presentaron a un grupo de empresarios en la Sociedad de Fomento a la Industria Nacional, en París, una peliculita de quince minutos titulada
Salida de los obreros de una fábrica
. Sólo se veía eso, obreros saliendo de una fábrica, pero se les veía moverse, y eso sí que fue lo nunca visto.

Después de aquella proyección a los empresarios, un industrial francés se dirigió a Auguste Lumière para ver cómo se podía explotar aquel invento comercialmente. Auguste respondió al industrial lo siguiente: «Nuestro descubrimiento no está en venta. Y puede usted estar contento, porque se arruinaría. Como curiosidad científica vale, pero no tiene futuro comercial». Auguste Lumière se percató años después de que aquélla había sido la mayor tontería que había dicho en su vida.

El invento del cinematógrafo consistía en la proyección de dieciséis imágenes por segundo y, en realidad, era un paso más allá del invento que unos años antes había presentado Thomas Alva Edison, aquel que lo inventó todo. El de Edison se llamaba el kinetoscopio y era un artilugio que también mostraba imágenes en movimiento, pero había que mirar a través de una ventanita.

Los Lumière perfeccionaron el invento proyectando esas imágenes a una pantalla, pero lo único que se les ocurría hacer eran documentales. Los obreros, la llegada de un tren, la familia Lumière jugando a las cartas, un niño almorzando… Menos mal que meses después de aquella proyección a empresarios hubo otra pública en un café de París. A ella acudió Georges Meliès, y fue el primero en entender las posibilidades de aquel invento. Mientras los Lumière se fueron a recorrer mundo grabando documentales, George Meliès se dedicó a hacer cine. El cinematógrafo… de los Lumière. El cine… de Meliès.

Yuri Gagarin

El 12 de abril de 1961 John F. Kennedy se mordía los codos en la Casa Blanca. Los soviéticos habían mandado el primer hombre al espacio mientras ellos sólo habían podido enviar un par de monos cosmonautas. Yuri Gagarin despegó de Kazajistán aquel 12 de abril, dio una vuelta completa a la órbita terrestre y 1 hora y 48 minutos después ya estaba de regreso. Nunca ha sido más cierto eso de voy a dar una vuelta y enseguida vengo. Fue visto y no visto, porque conducía como loco, a 27.400 kilómetros por hora. Tardó menos en darse un garbeo alrededor de la Tierra que lo que tardaron en reaccionar en Washington. Había comenzado la carrera espacial. Unión Soviética uno, Estados Unidos cero.

Un año después los estadounidenses también mandaron a John Glenn a que se diera una vueltecita. Igualados a uno. Pero el desempate llegó cuando los soviéticos pusieron a la primera mujer en órbita. Dos a uno. Aunque el primer alunizaje se lo llevaron los americanos. Empate a dos. Al final se dejaron de tonterías y acabaron jugando juntos en la estación internacional MIR.

Pero el hito espacial por excelencia fue el de Yuri Gagarin, que además tiene el récord de ascensos en la carrera militar. Cuando despegó aquel 12 de abril era segundo teniente y cuando aterrizó, hora y pico después, ya era mayor. Los rusos no tenían muy claro que fuera a regresar vivo, así que lo ascendieron de rango en pleno vuelo para al menos enterrarlo, si lo recuperaban, con todos los honores.

Gagarin se convirtió en el héroe nacional y en un ídolo internacional. A partir de ese momento todos los niños del mundo quisieron ser astronautas. Yuri Gagarin debería haber muerto de viejo y disfrutar de su fama, pero no pudo ser. Pilotando un vulgar cazabombardero cayó desde el cielo y se hundió seis metros bajo tierra. Sigue siendo un héroe y como tal está enterrado en las murallas del Kremlin. Como cada 12 de abril, Rusia celebra fiesta nacional desde que Yuri Gagarin se dio un garbeo por el espacio.

Océano… ¿Pacífico?

El 28 de noviembre de 1520, el explorador Fernando de Magallanes, navegando en calma por el mar del Sur después de haberlas pasado canutas en el Canal de Todos los Santos, decidió enmendarle la plana a uno de colegas de conquista. Vasco Núñez de Balboa, siete años antes, había bautizado las aguas por las que ahora discurría Magallanes como mar del Sur. Pero el portugués pensó que el nombre no le hacía honor, lo cambió por el de océano Pacífico, que de pacífico tenía poco, pero a él se lo pareció. Magallanes aún no sabía que aquélla era la mayor masa de agua que existe sobre la faz de la Tierra.

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