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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (37 page)

Rapa Nui era la viva imagen de la desolación, aunque en su día fue un paraíso tropical, una isla frondosa, repleta de palmerales. Pero a los indígenas les dio por construir moáis, gigantescas esculturas de piedra volcánica que representaban a sus ancestros y que se supone protegían su civilización. Y tantos moáis construyeron y tantos árboles talaron para construir trineos, postes y palancas con los que trasladar las esculturas desde las canteras que la isla quedó deforestada.

Lejos de proteger su modo de vida, los moáis acabaron siendo los verdugos de la civilización Rapa Nui. Pero si mal estaban los indígenas antes de que llegaran los europeos, peor lo tuvieron después, porque entre las enfermedades y el comercio de esclavos, la población quedó prácticamente exterminada. Aquel Domingo de Resurrección a los rapanui les hicieron la pascua.

Idas y venidas de reyes y políticos
Carta con mala leche a Enrique IV

Los nobles y la jerarquía eclesiástica de Castilla se la tenían jurada al rey Enrique IV. Por eso, el 28 de septiembre de 1464 se pusieron de acuerdo para hacerle llegar un mensaje cargado de mala leche. Le escribieron diciendo que su hija, la princesa Juana, no era su hija. Le dijeron que su mujer se la había pegado con un jovenzuelo llamado Beltrán de la Cueva. Le dijeron que aquella niña no podía ser la heredera al trono porque no era legítima. Pobre cría, en aquel momento la marcaron como Juana la Beltraneja.

La historia ya ha sido revisada y en algunos puntos se ha vuelto del revés. Que Enrique IV fuera homosexual… puede; que la niña no fuera suya… pues quizás; pero a ver desde cuándo eso ha sido un inconveniente para reinar en España. La historia de las monarquías está repleta de hijos extramatrimoniales. Parece demostrado que todo el tinglado que le montaron a Enrique IV iba destinado a lo que al final ocurrió, a desacreditar su imagen y su hombría para declarar heredero al hermano menor del rey.

Porque aquellos nobles castellanos que se propusieron deshonrarlo eran como el
Aquí hay tomate
del siglo XV: primero lanzaban el rumor y luego lo convertían en noticia.

Y fueron ellos quienes propagaron por todo el reino que la princesa Juana era hija de otro hombre porque el rey era impotente. Nunca se ha demostrado que Enrique IV fuera incapaz; aquello fue una maniobra aprovechada a raíz de su presunta homosexualidad. Como si una cosa tuviera que ver con la otra.

Ni mucho menos se ha probado que la princesa Juana no fuera su hija. Enrique IV siempre defendió que era legítima, y además hay un detalle que hace sospechar que esto es cierto: el supuesto padre de la niña, Beltrán de la Cueva, cuando Juana y su tía Isabel se enzarzaron en la lucha por el trono, guerreó en el bando de la futura Isabel la Católica. De haber sido realmente el papá de Juana, ¿no hubiera sido más lógico que defendiera los intereses de su hija? Sea como fuere, a Juana la Beltraneja le birló el trono su tía Isabel. Conste.

El timo de Fontainebleau

A quién no le ha caído en un examen de historia el Tratado de Fontainebleau. Los libros dicen que fue un acuerdo entre Francia y España firmado el 27 de octubre de 1807 para invadir y repartirse Portugal. Pero se puede añadir algo más: el Tratado de Fontainebleau fue una imperial tomadura de pelo a Carlos IV, que se resume en cuatro pactos que Napoleón no pensaba cumplir, para, de paso, quedarse con España.

Toda Europa sabía que Napoleón no daba puntada sin hilo. Bueno, toda no. En España había un rey convencido de que si le bailaba el agua al Bonaparte su trono quedaría a salvo. Así que Napoleón, aprovechando que Carlos IV le comía en la mano, le dijo, verás, vamos a hacer una cosa… tú me dejas que entre en España con unas cuantas tropas y luego entre los dos atacamos Portugal y nos lo repartimos. Como los portugueses son amigos de los ingleses, si nos quedamos con los puertos del Atlántico, Inglaterra se fastidia sin poder abastecerse en las costas, le quitamos a uno de sus aliados principales y de paso nos vengamos de la paliza que nos dieron en Trafalgar. ¿Hace? Dijo Napoleón. Vale, contestó Carlos IV.

No es que Napoleón tuviera una carta en la manga, es que tenía la baraja entera. Primero, no sólo iba a quedarse con todo Portugal, porque en el paquete también iba España. El puñadito de tropas napoleónicas acordado acabó convirtiéndose en ciento veinte mil hombres, que atravesaron nuestra frontera con todos los permisos y sin pegar ni un solo tiro. Siguiente paso, efectivamente, invadir Portugal y, tercero, quedarse con España y pegar un cambiazo de dinastía: Borbones por Bonapartes.

Carlos IV picó como un pipiolo cuando autorizó la firma de aquel pacto envenenado que ha pasado a los libros de historia como el Tratado de Fontainebleau. Bastaba con que se hubiera hecho una sencilla pregunta antes de firmar: ¿desde cuándo Napoleón atraviesa un territorio sin quedárselo?

Juana I de Castilla

Hija de reyes, esposa perturbada y madre de emperador, Juana I de Castilla, Juana la Loca, murió el 11 de abril de 1555 en su encierro del convento de Santa Clara, en Tordesillas (Valladolid). Loca, lo que se dice loca, no estaba. Un poco trastornada sí, primero por herencia genética de su abuela, Isabel de Portugal, y segundo y lo que la remató, porque su marido Felipe el Hermoso, míster Flandes, la tenía de los nervios de tanto correr tras las faldas de otras. Encima de enviudar embarazada de su sexto retoño, le robaron la corona, le quitaron sus hijos y la encerraron cuarenta y seis años. Así no hay reina que mantenga la calma.

Al margen de sus ataques de celos más que justificados, lo que contribuyó a tejer la leyenda definitiva sobre la locura de la reina Juana fue su peregrinaje por Castilla con el guapo cadáver de Felipe. ¿Iba ya loca perdida o la terminaron de enloquecer en el camino? Pues de todo un poco. Ella quería enterrar a su marido en Granada, junto a su madre Isabel la Católica; pero su padre, el católico Fernando, y su acólito, el cardenal Cisneros, le cerraban el paso en cualquier avance porque lo único que querían era que Juana dejara en sus manos la corona. Al final, lo consiguieron.

La encerraron en Tordesillas con sólo treinta años y la poca cordura que le quedaba la mantuvo gracias a la menor de sus seis hijos, Catalina, la única a la que le permitieron conservar a su lado. Durante aquel encierro de cuarenta y seis años, y vestida de monja, Juana la Loca pasó el tiempo desvariando, rezando y tocando el clavicordio. Fernando el Católico la visitó sin ganas tres veces, y su hijo, el emperador Carlos, ni siquiera intentó librarla del encierro cuando era una anciana inofensiva.

Juana I de Castilla, la reina que murió loca pero murió reinando, no mereció a su lado ni uno sólo de los hombres que tuvo.

El príncipe don Carlos

El primer hijo de Felipe II fue un desastre de hijo, pero también Felipe II fue un desastre como padre. El príncipe don Carlos, primogénito del rey, estaba llamado a ser el heredero de la corona española, pero desde el principio se vio que eso sería imposible. El 24 de julio de 1568, con sólo veintitrés años, Carlos de Habsburgo moría de no se sabe qué durante el encarcelamiento que le impuso su propio padre. Aún no está claro si se murió de un ataque de rabia o si fue Felipe II quien le quitó la rabia de un golpe.

El príncipe Carlos vino al mundo con mal pie. Su madre, primera de las cuatro esposas de Felipe II, murió a los cuatro días del parto, y el padre estaba más atento a sus gobiernos que a su vástago. Creció sin padre, sin madre, sin abuelos, pasando de mano en mano y con tutores que eran unos peñazos. Era enfermizo, tenía chepa, una pierna más corta que otra, el pecho hundido, pocas luces… y a todo esto hay que añadir un carácter violento y mucha soberbia. ¿Era todo culpa suya? Pues quizás no, porque además de crecer desatendido, el chaval era producto de la endogamia más exagerada.

Como los monarcas europeos se organizaban esos matrimonios en los que se casaban primos con primas y tíos con sobrinas, al príncipe Carlos le tocó una mezcla totalmente insana. Ejemplo: cualquier persona tiene ocho bisabuelos y dieciséis tatarabuelos. El príncipe Carlos tenía cuatro bisabuelos y seis tatarabuelos.

Cuando llegó a la adolescencia ya era un joven insufrible: le arrancó la cabeza de un mordisco a una ardilla viva, tiró a un criado por la ventana e intentó apuñalar al duque de Alba. Este intento de agresión fue lo que colmó el vaso.

Carlos quería responsabilidades de Estado, pero Felipe II no se las daba porque hubiera acabado con el imperio español en dos patadas. Y cuando su padre le negó ir a Flandes y en su lugar mandó al duque de Alba, el príncipe se fue a por él, a por el duque. Felipe II ordenó el encarcelamiento de su hijo y tiempo después murió de forma más que extraña. Al final, el heredero fue Felipe III, menos violento pero tres veces más tonto que su hermano el príncipe Carlos.

Napoleón abole la Inquisición

Si alguien preguntara cuándo fue abolida la Inquisición en España, la respuesta correcta es… varias veces. Pero la primera ocasión que se presentó para acabar con los desmanes de aquellos que se proclamaron jueces de Dios en la tierra fue el 4 de diciembre de 1808. Y tuvo que ser Napoleón. Después de tres siglos campando por sus respetos, el Tribunal del Santo Oficio se disolvió. Del Bonaparte se puede decir de todo, pero también que fue enemigo de la intolerancia religiosa, del fanatismo devoto y de la mística superstición, precisamente los tres pilares de la Inquisición.

Con España ya bajo el poder napoleónico, el emperador francés firmó aquel 4 de diciembre, justo antes de entrar en Madrid, los famosos Decretos de Chamartín. Uno de ellos suprimía la Inquisición y reducía las comunidades religiosas a un tercio de las existentes, porque había más frailes y monjas en España que población civil. No es que el Santo Oficio estuviera muy activo a principios de aquel siglo XIX, al menos no tanto como lo estuvo en las tres centurias anteriores, cuando casi te llevaban a la hoguera por estornudar en misa. Pero mejor era suprimirlo, porque era un virus latente con suficiente autoridad para hacer la puñeta.

Napoleón, tras firmar el decreto, argumentó su decisión: «He abolido el tribunal contra el cual estaban reclamando el siglo y Europa. Los sacerdotes deben guiar las conciencias, pero no deben ejercer jurisdicción alguna sobre los ciudadanos». Y sería francés, pero tenía razón. Como no hay mal que por bien no venga, cuando España expulsó a Napoleón y el absolutismo volvió a sentarse en el trono con Fernando VII, la Inquisición recuperó poderes. A partir de entonces, apareció y desapareció según los vaivenes políticos del país, hasta que la abolición definitiva llegó con la reina regente María Cristina. Una pena que no se hiciera antes, porque entre tanta ida y venida del Santo Oficio, aún hubo tiempo de ejecutar a un hereje más.

La cómoda neutralidad suiza

Todos sabemos que Suiza es un país neutral, pero no siempre se entiende a cuento de qué y desde cuándo los suizos tienen la ventaja de no pringarse en nada con el beneplácito internacional. Pues fue el 20 de noviembre de 1815 cuando las potencias europeas ratificaron que Suiza disfrutaría de una perenne neutralidad y de un territorio inviolable. Aquel día a Suiza le tocó el gordo, porque, dicho a las claras, desde entonces va a su hola.

Pero todavía hay que irse trescientos años más atrás para saber por qué Suiza es neutral. En mil quinientos y pico, los suizos se metían en guerras como todo hijo de vecino; es más, eran famosos mercenarios que luchaban al lado de quien mejor pagara. Había una frase muy utilizada hace cinco siglos en Europa que decía: «¿No hay dinero? Pues no hay suizos».

Pero a raíz de una derrota ante Francia, los suizos tuvieron que firmar una paz perpetua que les exigía estarse quietos y no meterse en guerras ajenas. Luego vinieron más acuerdos y más tratados en los que, con altibajos, se fue perpetuando esta neutralidad, a la que se fueron acomodando los suizos, porque, la verdad, es un chollo. Si un país iba y le decía a los suizos, oye, echadnos un cable, los suizos decían «ahhhh, se siente, somos neutrales». Si ellos no ayudaban a nadie a guerrear, nadie se metería con ellos.

Y así continuó la cosa hasta 1815, cuando se ratificó la perenne neutralidad de Suiza durante el famoso Congreso de Viena, aquel en el que se reunieron representantes absolutistas europeos para arreglar el desbarajuste de fronteras que había dejado Napoleón. Cuando los congresistas terminaron de repartirse Europa, vieron que ahí seguía la Confederación Suiza, una parcela en mitad del continente que no tenía rey, ni emperador, ni papa. Sólo suizos. Y ahí fue cuando toda Europa dijo, bueno, pues tú sigue ahí quieta y neutral para los restos. No eres chicha ni limoná. Y hasta hoy.

Bonaparte,
le roi

En menudo berenjenal metió Napoleón a su hermano mayor José Bonaparte el 6 de junio de 1808. Le proclamó en Bayona, en Francia, rey de España. No se le cayeron los pantalones porque llevaba tirantes, pero sabía que aquel encargo iba a ser el peor de toda su vida. Era consciente, y así se lo dijo a su hermano Napoleón, de que entraba en España sabiendo que tenía como enemigo a una nación con doce millones de habitantes bravos y exasperados hasta el extremo. Y encima, nadie hablaba francés. Hombre, a José Bonaparte hay que tenerle manía porque sí, porque no era de la casa y porque llegó impuesto tras la invasión francesa, pero peores reyes hemos tenido. Cuando Napoleón nos invadió, los españoles estaban absolutamente despistados por la bronca que había en el seno de la familia real. Carlos IV y su hijo, el futuro Fernando VII, estaban enfrentados, lo cual le venía de perlas al emperador francés. Fernando le quitó la corona a su padre, Napoleón le obligó a que se la devolviera, y cuando Carlos IV la recuperó se la vendió a Napoleón por treinta millones de reales y un palacio. Así que, Carlos IV se largó con viento fresco, Fernando VII quedó cautivo en Francia y José I Bonaparte acabó proclamado rey. Y todo esto sin salir de Bayona.

El francés formó allí mismo su primer gobierno para luego trasladarse a Madrid, donde sólo contaba con el apoyo de unos cuantos afrancesados. Y, además, tampoco es que pudiera hacer mucho con todo un país levantado en armas y unos súbditos que le sacaban apodos con cualquier excusa. Le llamaron Pepino y Pepito Plazuelas, porque se empeñó en construir plazas por todo Madrid. Pero en España se le conoció sobre todo por el Rey de Copas y Pepe Botella, y esto tiene gracia porque apenas probaba el alcohol. Cuentan que en su viaje hacia Madrid, al pasar por Calahorra le robaron el vino de la comitiva real. Como represalia, dio orden de que se decomisara toda la reserva de vino de las bodegas de Calahorra. Corrió la voz de todo el vino incautado y le colgaron el sambenito de borrachín.

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