Cara, muy cara le ha costado a la humanidad aquella arbitraria decisión que tomó la ONU de partir Palestina para que los judíos pudieran ocupar un territorio que, según ellos, les correspondía por mandato divino, histórico y moral. La ONU adoptó el papel de Salomón y dio el primer paso para que el 15 de mayo de 1948 comenzara, oficialmente, la primera guerra árabe-israelí. En la jornada anterior, David Ben Gurion había proclamado el nacimiento del Estado de Israel. Sesenta años de enfrentamiento al que le esperan sesenta más.
Hay que poner la boca pequeña para decir que fue el mundo occidental, desde sus sillones de Naciones Unidas, el que puso en bandeja de plata el perfecto escenario para la guerra. Porque el mundo se sentía culpable y en deuda con los judíos por no haber puesto freno al genocidio cuando debió hacerlo. El remordimiento se convirtió en simpatía hacia los judíos, que jugaron hábilmente sus cartas para que la creación de su Estado tuviera el beneplácito mundial.
Pero los judíos tenían algo más: suficientes fieles desplazados para dar ciudadanía a ese Estado y una impresionante infraestructura económica e institucional que operaba desde distintas partes del mundo. Sólo les faltaba conseguir un territorio para instalarse y, como el mundo ya tenía las fronteras marcadas al milímetro, está claro que había que quitárselo a alguien. Le tocó a Palestina.
Los árabes argumentaron que el mundo se convertiría en un manicomio si todos los pueblos desplazados a lo largo de siglos y siglos de historia tratasen de regresar a las tierras de sus antepasados, pero la queja no tuvo suficiente efecto. Al final, la ONU repartió la parcela en beneficio de Israel, pero Israel arrugó el ceño porque quería más.
Cuando el nuevo Estado judío se liberó del control internacional, hizo lo planeado: tomó otra porción del pastel y expulsó a setecientos mil palestinos. Los judíos, el pueblo que se lamentaba por su expulsión miles de años atrás, habían aprendido a expulsar. Lo hicieron en el nombre de Dios, un dios distinto al de los árabes pero igualmente harto de tanta guerra en su nombre.
Una cosa tenemos que reconocerle los españoles a los vecinos portugueses: que los hemos traído fritos a lo largo de la historia. Cada dos por tres los estábamos invadiendo, y el 20 de mayo de 1801 fue una de esas veces. Comenzó una guerra muy tonta, que apenas duró unos días y a la que los españoles bautizaron con rechifla «la guerra de las naranjas».
Para entender por qué los españoles invadieron por enésima vez Portugal hay que meter a Napoleón en el ajo. El año anterior, en 1800, España y Francia habían firmado el tercer tratado de San Ildefonso, por el que los dos países se obligaban a ser amiguetes y a emprenderla con Portugal si Portugal se empeñaba en seguir siendo amiga de los ingleses. Suena a patio de colegio, pero era así. Portugal no renunció a su amistad con los ingleses y Napoleón le dijo a España, hala, a invadir. Así que Manuel Godoy, el favorito de Carlos IV y más favorito aún de su mujer, la reina María Luisa de Parma, se plantó aquel 20 de mayo con un ejército de sesenta mil hombres en el país vecino. La guerra se ganó, pero además de ser una victoria muy tonta, también fue bastante improductiva.
Las conquistas logradas por los españoles en sólo un par de semanas se devolvieron más tarde a los portugueses mediante la firma del Tratado de Badajoz. Con lo cual, no habíamos hecho nada. Todo quedó igual que antes de comenzar la guerra. Tiempo, dinero y tiros pegados ¿para qué? Para nada. Por eso el pueblo español no dejó quieta la maledicencia y llamó a la guerra «la de las naranjas», porque lo único que se le ganó a Portugal fueron las naranjas portuguesas que recibió la reina María Luisa de Parma y que le envió Manuel Godoy con todo su amor en plena contienda mientras sitiaba la ciudad de Elvas.
Una pena de guerra, porque si se hubiera gestionado bien y se hubieran seguido las indicaciones de Napoleón, las provincias portuguesas conquistadas se habrían usado para intentar la devolución de Gibraltar. Ése era el plan, pero el Borbón, siguiendo la costumbre de sus antecesores, no dio importancia a aquel peñón inhóspito y lleno de monos.
La historia de las islas Malvinas está enquistada en el tiempo. Entender por qué Reino Unido y Argentina se enfrascaron en el 1982 en una guerra por su posesión no es fácil si antes no nos vamos dos siglos y pico atrás. Fue el día 10 de junio de 1770 cuando se produjo uno de los muchos episodios que tuvieron que ver con el asunto, cuando los españoles enviaron varias naves para expulsar a los ingleses de las que ellos llamaban islas Falkland. La historia trae cola.
Hagamos un recorrido en el tiempo a toda mecha. Según los españoles, las Malvinas las descubrimos nosotros y según los ingleses, las descubrieron ellos. Sea de quien fuera el mérito en aquel lejano siglo XVI, la cuestión es que nadie se instaló en ellas hasta dos siglos después. Las Malvinas están formadas por doscientos islotes y en los dos mayores, en isla Soledad y en Gran Malvina, se empadronaron franceses e ingleses. Según el Tratado de Tordesillas, las islas pertenecían a España, y así lo entendieron los franceses, que aceptaron una indemnización y se largaron. Pero no los ingleses, que continuaron allí hasta que España los expulsó en 1770. Ahí quedó la cosa, aunque con los enfrentamientos propios de la época. Que vete, que las islas son mías… que vale, me voy pero volveré… que si ahora te vuelvo a expulsar… lo típico.
El dominio español llegó hasta mediados del siglo XIX, cuando cedió las islas Malvinas a la recién creada República Argentina. Los españoles se fueron y allí se quedaron los argentinos con sus islas, a las que no prestaron mayor atención. Ni siquiera se preocuparon de nombrar un gobernador.
Como los ingleses no olvidan, volvieron a por ellas, y como sólo se encontraron a veinte habitantes, las invadieron y se las quedaron. Y hasta hoy. Las intenciones argentinas de recuperar las Malvinas en 1982 quizás fueran legítimas, pero el momento elegido fue el peor. Al menos la guerra trajo una cosa buena: la rendición de Argentina dejó al ejército a la altura del betún, el régimen militar cayó y el país restauró la democracia. Para más información, el 14 de junio. O sea, unas líneas más adelante.
Argentina quemó su penúltimo cartucho para arrebatar las islas Malvinas a los británicos en 1982, y el 14 de junio de aquel año se rendía ante Reino Unido después de una guerra de setenta y cuatro días, mal llevada, peor planteada y absolutamente innecesaria. ¿Por qué se empeñó el general Leopoldo Galtieri en recuperar las islas por las bravas cuando el asunto se estaba tratando por la vía diplomática en Naciones Unidas? ¿A qué vino aquella invasión anacrónica y en el momento más inoportuno? Todo fue una mascarada, una patochada más del régimen militar argentino que costó la vida a mil hombres.
Los militares arrearon un golpe de mano en Argentina porque el país iba mal. Pero luego llegaron ellos y lo dejaron mucho peor. La crisis que vivía la República en aquel 1982 alcanzó niveles históricos, y había que hacer una maniobra de distracción para que el país dejara de mirar hacia dentro. Leopoldo Galtieri enfocó a las Malvinas y despertó en los argentinos un sentimiento patriótico por recuperar aquellas islas que les quitaron los británicos en el siglo XIX.
Pero Galtieri calculó mal, porque pensó que el Reino Unido no respondería militarmente. ¿Por qué se iban a preocupar los
british
por unas islas que les pillaban a 8.000 kilómetros de distancia, áridas y donde hace un frío que pela? Pues, primero, porque a Margaret Thatcher nadie le tocaba las narices y, segundo, porque, en el hipotético caso de que algún día se cerrara el Canal de Panamá, las Malvinas tendrían una enorme importancia estratégica para el Reino Unido.
Así que la Thatcher envió veinticinco mil soldados a defender las islas, bien preparados, mejor asistidos y con excelente material bélico. Argentina tuvo que capitular y dejó en el camino a seiscientos cincuenta hombres. El fracaso de la guerra dio la puntilla al régimen militar, y quedó claro que el ejército argentino sólo tenía buenas estrategias para torturar y asesinar a los disidentes de su país, para organizar los vuelos de la muerte y hacer desaparecer a treinta mil ciudadanos. Un año después, la democracia volvió a Argentina. Fue la única consecuencia bondadosa de aquella estúpida guerra.
El cobardón y traicionero general Petain entregó París a Hitler a la vez que aceptaba la ocupación alemana. Qué infamia ver al Führer y sus secuaces nazis paseando a sus anchas por debajo de la torre Eiffel camino de Trocadero. Pero además de millones de franceses, un personaje clave no estaba dispuesto a aceptar la ocupación sin plantar cara: el general Charles de Gaulle. Huyó a Londres y el 18 de junio de 1940 su voz sonó potente en las radios francesas a través de la BBC llamando a los militares y a los ciudadanos galos contra la invasión nazi: comenzaba a organizarse la resistencia francesa.
De Gaulle se convirtió por arte de birlibirloque en el representante internacional de la Francia Libre. No era nadie para ser reconocido como tal, pero es que no había otro; no había autoridad francesa alguna dispuesta a luchar contra los alemanes, porque el gobierno de Pétain cayó en los brazos nazis cual enamorada descerebrada. Así que fue De Gaulle el que se plantó en Londres delante de Winston Churchill y le pidió ayuda para luchar contra los alemanes. Bastante tenía Churchill con lo suyo y con defender el Reino Unido de Hitler como para facilitar ayuda a De Gaulle, pero al menos puso en sus manos el arma más mortífera y eficaz contra los nazis: la radio. Le prestó los micrófonos y las antenas de onda corta del segundo canal de la BBC, y desde la emisora transmitió De Gaulle sus arengas patrióticas, pidiendo la movilización de los militares de su país y de los ciudadanos.
No es que con aquella primera intervención radiofónica del 18 de junio naciera la resistencia, porque ya existía. Había nacido de forma espontánea desde el mismo momento en que llegó la amenaza nazi, pero estaba desorganizada y no daba pie con bola. El hecho de que De Gaulle se erigiera desde Londres como único líder de la Francia Libre y que avivara el patriotismo contra los invasores dio un impulso importante para que la resistencia comenzara a organizarse: sabotajes, propaganda, atentados, redes de evasión, refugios para los perseguidos… y al final, Hitler a freír espárragos.
La batalla de Solferino, en la Lombardía, al norte de Italia, podría haber sido una más de las muchas que se libraron a mediados del XIX. Muy cruenta, pero una más. Se entabló el 24 de junio de 1859 y en ella se pegaron austríacos contra piamonteses y franceses en la guerra de la independencia de Italia. Tras varias lloras de batalla, miles de heridos sin asistencia, agonizantes, quedaron en el campo de batalla. Pero algo bueno salió de aquel desastre humano. Comenzó a gestarse la Cruz Roja.
El filántropo suizo Jean Henry Dunant, así, a primera vista, no parecía un tipo muy oportuno, porque se plantó en Solferino para proponerle al emperador francés Napoleón III no sé qué planes para mejorar la agricultura en Argelia. Aquel 24 de junio, en plena batalla, ni Napoleón III ni nadie estaba para discutir sobre las cosechas argelinas, así que Jean Henry Dunant, para hacer tiempo, se sentó a mirar, y lo que vio fue tal desastre en el campo de batalla, cuarenta mil víctimas entre muertos y heridos, que aparcó sus proyectos agrícolas y puso manos a la obra.
Con la ayuda de mujeres de Castiglione, un pueblo cercano a la batalla, participó en la organización de un servicio de voluntariado para curar heridos, confortarlos y darles comida y agua.
El suizo se quedó con la copla y no paró de darle vueltas a la cabeza en los años siguientes. Es que era filántropo, y el amor al género humano era lo suyo. Llegó a la conclusión de que había que crear organizaciones neutrales, ajenas a uno u otro bando, que se dedicaran a ayudar a los soldados heridos en tiempo de guerra, sin importar quién ganara, sin que importaran los credos y las ideologías. Y así fue como propuso al mundo que se creara la Cruz Roja. Volcó sus ideas en un libro y un año después consiguió que se organizara en Ginebra una conferencia internacional para discutir el proyecto. Dicho y hecho: la Convención de Ginebra de 1864 fundó la Cruz Roja Internacional permanente.
Jean Henry Dunant fue luego Premio Nobel de la Paz, quizás uno de los más merecidos que nunca haya entregado la Academia sueca.
Un puñado de líneas más atrás recordaba aquella batalla en la que el célebre busca glorias general Custer logró una dudosa fama al atacar un campamento de cheyenes a orillas del río Washita, ocupado sobre todo por mujeres, ancianos y niños. Custer se quedó tan a gusto tras la masacre, pero dos jefazos indios, Caballo Loco y Toro Sentado, se la juraron por un ataque tan desproporcionado y sangriento. Y la venganza llegó en la batalla de Little Bighorn el 25 de junio de 1876. Custer calculó mal sus fuerzas y, lo que es peor, contó indios de menos. Creyó que su Séptimo de Caballería se merendaría a mil quinientos cuando en realidad había cuatro mil.
La batalla de Little Bighorn se produjo porque en el territorio que ocupaban los indios en Montana apareció oro. Hasta allí llegaron colonos en masa y, aunque los sioux vivían en aquella zona con el beneplácito del gobierno, ante la presencia de oro se les pidió que se largaran a una reserva para poder sacar el vil metal. Los indios dijeron que ya estaba bien de tanto acoso y que a la reserva se fuera el padre del hombre blanco.
La única solución fue desalojarlos a la fuerza, y a por ellos se fueron tres columnas del ejército. En una de ellas iba Custer al mando del Séptimo de Caballería. Pero como además de mal estratega era un impaciente, en lugar de esperar al resto del ejército, decidió atacar por su cuenta para llevarse la gloria.
El poblado que decidió atacar tenía, según sus cuentas, mil quinientos guerreros, pero por algo fue el último de su promoción en West Point, porque allí había cuatro mil pieles rojas armados hasta la pluma, con Caballo Loco y Toro Sentado al frente y con el único objetivo de hacerse con la cabellera de Custer. Los sioux acabaron en un pispás con el Séptimo de Caballería, acorralaron a Custer y, efectivamente, le arrancaron sus melenas largas y rubias. Toro Sentado contó años después que Custer murió con la sonrisa puesta porque la última bala de su revólver la empleó en matar a un indio. La batalla de Little Bighorn fue el mayor desastre que sufrieron los estadounidenses en las guerras indias, pero a la vista está que al final ganaron los rostros pálidos.