Aquel vuelo sufrió muchos incidentes y fue bastante peliculero, desde que en él volaban dos rubias inglesas y explosivas para simular un vuelo de placer, hasta que el radiotelegrafista resultó ser un manta y hubo que orientarse en determinados tramos sobrevolando la Península con un mapa de carreteras Michelín.
Pero esto fue lo de menos, porque ganaron ellos, y el principio de todo fue el famoso vuelo del
Dragon Rapide
. El final llegó cuarenta años después.
Napoleón siempre tuvo a Gran Bretaña metida entre ceja y ceja. Hubiera renunciado a la mitad de sus conquistas con tal de que los británicos acabaran hablando francés. Pero como no era tonto y sabía que no podía competir con la superioridad naval inglesa, centró sus objetivos en incordiar a los
british
todo lo posible. Pensó en quitarles la India, pero antes había que invadir Egipto, y tal cosa la llevó a cabo el 25 de julio de 1798. Ese día Napoleón entró triunfante en El Cairo. El primer paso ya estaba dado. El último no lo daría jamás.
La posesión más preciada de Inglaterra era la India, porque de este país obtenía la mayor parte de sus materias primas. Napoleón, para estrangular económicamente a los ingleses, proyectó quitarles la India, pero para ello tenía, primero, que invadir Egipto, luego, conquistar Palestina y Siria, y de aquí saltar a la India para quedársela. La campaña de Egipto al principio no se dio mal. Ganó en la famosa batalla de las Pirámides, porque los mamelucos, los guerreros que mandaban en Egipto a las órdenes de Turquía, aunque eran más y estaban en su terreno, iban armados prácticamente con tirachinas y lanzas, mientras que los franceses respondían con armas de fuego y artillería eficaz.
Aquélla fue la batalla en la que Napoleón exaltó a sus soldados con la famosa frase «desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan». Aquello debió de gustar a la tropa, porque dieron una paliza a los mamelucos.
Pero mientras Napoleón se dirigía a su siguiente objetivo, Siria, los ingleses no se quedaron quietos, porque sabían que el premio final que buscaban los franceses era la India. Al final, turcos e ingleses se unieron contra los franceses y Napoleón tuvo que largarse con viento fresco. La campaña napoleónica acabó siendo un desastre, pero el mundo de la egiptología nunca le estará lo suficientemente agradecido al emperador francés. Gracias a aquella invasión y a los expertos que Napoleón llevó consigo se sentaron las bases de la egiptología y el mundo descubrió las maravillas de la antigüedad faraónica. Lo que pasa es que esto, a Napoleón, le importaba un pito. Él quería la India, no una momia.
Muchos barceloneses estaban hasta el gorro aquel mes de julio de 1909. Cansados de las enormes diferencias sociales que había creado la industrialización, hartos de la indefensión laboral, enfadados con la Iglesia por su falta de apoyo a los trabajadores… La gota que colmó el vaso llegó con el embarque en el puerto de Barcelona de nuevos y pobretones soldados reclutados a la fuerza para luchar en Marruecos. Aquello lo reventó todo, y el 26 de julio de 1909 comenzó la Semana Trágica de Barcelona.
Nada se produce por un hecho aislado, pero un hecho aislado sí puede ser la chispa que encienda mucha pólvora acumulada. La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas había sido una sangría y al gobierno conservador del momento, con una España analfabeta, sumida en una crisis social y económica tremenda, no se le ocurrió mejor cosa que volver a reclutar soldados para luchar en Marruecos y defender unas empresas mineras propiedad de grandes señorones españoles.
Pero sólo se movilizó a soldados pobres, a obreros, padres de familia que dejaban mujer e hijos sin posibilidad de sustento. Claro que, si hubieran tenido 1.500 pesetas, hubiera sido distinto, porque pagando 1.500 uno podía librarse de ser reclutado. Los ricos no iban a la guerra.
El embarque de aquellos desgraciados se produjo en Barcelona, y en el puerto las señoras de la alta sociedad, señoras que habían pagado 1.500 para que sus hijos no fueran reclutados, repartían escapularios a manos llenas y prometían rezar por ellos. Aquello fue el colmo. Los ánimos se crisparon y el embarque tuvo que suspenderse. A la vez, llegaron noticias de los primeros muertos en Marruecos y, claro, el ambiente se crispó más.
Se crearon comités obreros, se convocó una huelga general y el día 26, primero de la Semana Trágica de Barcelona, ardieron algunos edificios religiosos. El anticlericalismo tomó la calle. ¿Por qué la emprendieron contra la Iglesia? Por su nulo apoyo a las clases más desfavorecidas, por su monopolio de la educación, por la defensa que hacía de empresarios y patronos, y por su connivencia con la aristocracia. El cabreo era mucho y variado.
Ya sabemos lo que tienen las revoluciones, que suelen empezar bien, por algo por lo que merece la pena luchar, hasta que la lidia da un giro, la lucha original se olvida y se instala la lucha por el poder. Esto ocurrió con la Revolución francesa, y el 27 de julio de 1794, día 9 del mes de termidor en el calendario republicano francés, se produjo un golpe de Estado que terminó con la época del Terror. Pero terminó a medias, porque las guillotinas siguieron echando humo.
Cuando la Revolución francesa triunfó, cuando Luis XVI y María Antonieta ya eran historia guillotinada, se instaló en la Convención Nacional una tremenda lucha de poder. Los jacobinos se dividieron en radicales y en muy radicales. Tan radicales que los llamaban rabiosos. Los girondinos eran moderados unos y otros corruptos, y al final acabaron a tortas girondinos contra jacobinos y jacobinos entre sí. El que cortaba el bacalao en Francia era Maximiliano Robespierre, aquel que se inventó el lema «Libertad. Igualdad, Fraternidad». El mismo que se manifestó al principio enemigo de la pena de muerte, pero a la que luego le sacó gustillo, porque cortaba cabezas a dos manos. Cabezas de su partido, cabezas del partido contrario… cabezas en general.
Cuando ni uno solo de los diputados se vio libre de pasar por la guillotina porque Robespierre amenazó con cargarse a todos los corruptos, decidieron unirse para acabar con él antes de que Robespierre dejara la Convención vacía. Se produjo el golpe de mano, y allí mismo, en la Asamblea, se ordenó la detención del tirano.
Como aquella misma noche sus partidarios lo liberaron, la Asamblea dio un paso más: lo declaró a él y a sus partidarios «fuera de la ley», una excusa perfecta para ordenar su inmediata ejecución sin derecho a juicio. En la noche del día siguiente, 10 de termidor, 28 de julio, las cabezas de Robespierre y veintidós de los suyos rodaron como canicas. Luego cayeron muchos más terroristas, porque así se llamó a los que impusieron el Terror francés. El término «terrorista» procede de entonces, y entonces, como ahora, los terroristas habían perdido el norte de la lucha y la revolución.
Al amanecer del 12 de septiembre del año 490 antes de nuestra era, persas y griegos se enzarzaron en una monumental bronca que terminó fatal para los persas. Se pegaron en la llanura de Maratón, y además de por el triunfo griego, aquella jornada se hizo memorable por el carrerón que se pegó un tipo hasta Atenas para anunciar la victoria. La leyenda impuso que el soldado que corrió fue Filípides, pero, caramba, no fue él. Fue otro. Unos tienen la fama y otros cardan la lana.
Sólo hay que irse a lo que dejó documentado el historiador Heródoto para entender de dónde viene el lío. En aquella famosa batalla de Maratón, como sucedía con todas, los ejércitos tenían correos que iban y venían a la carrera con distintos recados. Eran corredores profesionales, llamados
hemerodromos
, que, por cierto, iban hasta arriba de estimulantes porque nadie les hacía un control antidopaje al final de la misión. El correo Filípides, a donde en realidad corrió, y justo antes de la batalla, no después, fue a Esparta.
Llevaba el encargo de pedir ayuda a los espartanos para hacer frente a los persas. Pero resulta que en Esparta tenían las fiestas patronales, las Carneas, que coincidían con la luna llena y en las que estaba prohibido luchar, así que Filípides volvió a Maratón con la mala noticia. Y aquí reside el mérito, porque la distancia que recorrió Filípides fue de 240 kilómetros, 120 de ida y 120 de vuelta. Y encima no se murió.
El correo que fue hasta Atenas para anunciar la victoria sobre los persas sólo recorrió 40 kilómetros, y fue éste el que cayó derrengado y muerto después de gritar «¡hemos vencido!». Pero como nadie apuntó su nombre, la fama se la llevó el otro, Filípides. La leyenda juntó las dos historias y de ahí nació el mito. Quienes aún se empeñan en defender la autoría de Filípides en su mortal carrera hasta Atenas, lo arreglan diciendo que se murió allí porque antes ya se había dado la paliza hasta Esparta. Pero no cuela.
Día importante para la historia estadounidense, el 3 de octubre de 1792, cuando George Washington puso la primera piedra de la Casa Blanca. Un edificio que más que un edificio es una gran olla donde se cuece todo el guiso mundial. Hasta el siglo XX se llamaba oficialmente Mansión Presidencial, pero como todo el mundo pasaba de este nombre tan pomposo y se referían a ella como la Casa Blanca tuvieron que cambiarle el nombre. De hecho, en lo único que se parece la Casa Blanca de hoy a la que se proyectó hace doscientos quince años es en el blanco de su fachada. Blanquearla es un derroche, porque se emplean más de dos millones de litros de pintura.
Cada vez que aterrizaba un presidente en la Casa Blanca se empeñaba en hacer obras y la santa esposa, en redecorarla. Theodore Roosevelt añadió la famosa ala oeste para trasladar allí a los empleados, porque no le entraban sus cinco hijos. Y también se hizo un despacho rectangular. Pero luego llegó el presidente William Taft y dijo: «No me gusta, que me lo hagan ovalado». Después apareció Franklin Delano Roosevelt y se hizo una piscina; pero más tarde llegó Nixon y construyó encima la Sala de Prensa.
La señora Lincoln compró una cama, a la señora Monroe le dio por la estética francesa, otras primeras damas compraron vajillas, cambiaron cortinas y levantaron baños… Hasta que llegó la revolución con la estilosa Jackie Kennedy. Ella fue la que le dio la vuelta a la decoración de la Casa Blanca. Y tras ellas, todas van dejando su toque personal, lo cual da la excusa perfecta a la siguiente primera dama para criticar a la anterior por su mal gusto. Sobre todo cuando la entrante es republicana y la saliente, demócrata.
Laura Bush, por ejemplo, puso a parir a Hillary Clinton, sin tener en cuenta que la señora Clinton estaba más ocupada en espantar becarias que en colocar jarrones. Sobre una de las chimeneas de la mansión está escrito el deseo de John Adams, el primer presidente que habitó la Casa Blanca: «Que sólo hombres honestos y sabios gobiernen siempre debajo de este techo». Nixon no entraba en los planes honestos. Y alguno posterior, tampoco en los sabios.
Se veía venir, porque el ambiente estaba calentito en Francia, El 5 de octubre de 1789 una horda de cinco mil mujeres muy cabreadas asaltó el palacio de Versalles. Llegaron dando voces, preguntando por el panadero y por la panadera, que no eran otros que los señoritos Luis XVI y María Antonieta. Porque en París el pan se convirtió en un artículo de lujo, y mientras, ellos, seguían ofreciendo banquetes y mofándose de una revolución recién iniciada a la que todavía no daban importancia alguna. Aquel día fue la última vez que los reyes de Francia vieron Versalles.
París se moría de hambre, los precios estaban por las nubes y la revolución ya no tenía marcha atrás. Pero Luis XVI y María Antonieta estaban a por uvas. A lo suyo. Hay un detalle que ilustra esto muy bien. Luis XVI llevaba un diario personal donde apuntaba sus cosas; bien, pues unos meses antes, el rey había escrito. «Martes, 14 de julio. Nada». ¿Cómo que nada? ¿Los parisinos habían tomado la Bastilla aquel 14 de julio y para el rey era «nada»?
Todo iba de mal en peor y el remate vino con un banquete pantagruélico que los reyes ofrecieron a los oficiales de un regimiento de Flandes recién llegado a París. Se pusieron como el Quico y al final de la comida, entre vino y copita, se fueron animando unos a otros. Acabaron pisoteando las escarapelas de tres colores, el símbolo de la revolución, y se enarbolaron sólo las blancas, el color de los Borbones. Los ecos de la juerga llegaron a París, y las primeras en tomar la iniciativa fueron las mujeres.
Se remangaron y, sin quitarse los mandiles, se fueron armadas de cuchillos y palos camino de Versalles. Al rey lo pillaron de caza y a la reina moneando por los jardines de Le Petit Trianon, pero les dio tiempo a reunirse y atrincherarse en palacio con sus hijos. Horas después, toda la familia real enfilaba camino de París sin rechistar. Fue el principio del fin de la monarquía: es lo que tiene tocarle las narices a la plebe.
Lo siguiente va de frases para la posteridad, porque el 12 de octubre de 1936 se cruzaron unas cuantas el rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, y el general franquista José Millán Astray, el fundador de la Legión. El incidente que protagonizaron los dos hombres hizo que, en aquel mismo momento, Unamuno se arrepintiera en lo más hondo de haber apoyado a Franco y contribuido al golpe de Estado con cinco mil pesetas.
Se celebraba el Día de la Raza, y hasta la Universidad de Salamanca llegó Millán Astray rodeado de legionarios, el obispo de la ciudad y la mujer de Franco. Presidía el acto el rector Miguel de Unamuno. Todo discurrió dentro de lo previsible, hasta que a Millán Astray se le fue la olla. Dijo que País Vasco y Cataluña eran la anti España, cánceres en el cuerpo de la nación. Que sus valientes moros habían llegado para combatir a los malos españoles y a dar la vida por la sagrada religión de España. Para rematar la faena, sonó en el salón de actos el famoso grito de Millán Astray, «¡Viva la muerte!», que el general consumó vociferando tres veces «¡España!», para que la concurrencia contestara «¡Una!», «¡Grande!» y «¡Libre!».
El aire se cortaba cuando Unamuno tomó la palabra. «El obispo es catalán —dijo—, y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española que no sabéis». Millán Astray volvió a gritar: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!», esta vez jaleado por José María Pemán, que vociferó «¡Mueran los falsos intelectuales!». Todo el mundo quería que muriera alguien o algo. Pero Unamuno volvió a replicar: «Venceréis, pero no convenceréis».