Los soviéticos hicieron creer al mundo que Laika había muerto, según los planes, unos días después del despegue y con la misión cumplida, pero la pobre perra murió a las siete horas de viaje. La verdadera causa de la muerte de Laika se conoció en 2002: fue el estrés y el sobrecalentamiento de la cápsula. La nave
Sputnik
dio 2.570 vueltas a la Tierra antes de desintegrarse el 4 de abril de 1958, pero Laika llevaba ya cinco meses en el otro barrio. Después de Laika no se organizó otra misión tripulada por perros mientras no se pudiera asegurar el regreso del animal vivo. Eso ocurrió dos años después: otras dos perras soviéticas, Belka y Strelka, regresaron con éxito de su misión. Yuri Gagarin ya fue sobre seguro. En la Ciudad de las Estrellas, un pueblo al noroeste de Moscú, está el monumento con estatuas de los astronautas rusos. Laika asoma entre las piernas de uno de ellos.
Después de Laika, al espacio se mandaron chimpancés, moscas, tortugas, escarabajos, renacuajos, macacos, amebas, abejas, esporas… No enviaron camellos por si se quedaban traficando con el polvo estelar.
Cruzar el Rubicón. Casi todos hemos usado esta frase alguna vez para decir que vamos a emprender algo de arriesgadas consecuencias y sin posibilidad de marcha atrás. La sentencia viene de antiguo, del 12 de enero del año 49 antes de Cristo. El día en que Julio César se la jugó cruzando el río Rubicón con un único objetivo: plantarle cara a Pompeyo, cargarse la República y erigirse como el dictador de Roma. Por eso cruzó el Rubicón y por eso dijo nada más cruzarlo aquello de
Alea jacta est
. Y que los dioses nos pillen confesados.
Julio César era el gobernador de las Galias. Lo sabemos porque sus tropas traían frita a la aldea de Astérix, y cuando el general ya había ganado todo lo que tenía que ganar en la guerra de las Galias reclamó a Roma la promesa que le hicieron de ser nombrado cónsul. Pero había dos problemas. Uno, que en Roma no lo querían y dos, que César ya había sido cónsul antes, y la ley decía que tenían que pasar diez años antes de un nuevo nombramiento. Así que el Senado le dijo que nada de cónsul por el momento, que licenciara a sus tropas y se volviera a Roma, pero sin el cargo. La respuesta mosqueó mucho a César, porque si se plantaba en Roma sin el suficiente poder, Pompeyo y el Senado se lo cargarían en cualquier momento. Por eso cruzó el Rubicón.
Y el Rubicón es en realidad un río bastante escuchimizado, un riachuelo de caudal ridículo comparado con la grandeza con la que ha pasado a la historia. Pero en la antigua Roma, el Rubicón tenía un significado crucial, porque marcaba el límite del poder del gobernador de las Galias. Si se cruzaba por las buenas, en plan paseo bucólico, vale, pero si se atravesaba con las tropas y malas intenciones significaba declararle la guerra a la República de Roma. Cesar, cabreado por no haber sido nombrado cónsul, en vez de disolver sus tropas, las reunió y cruzó el Rubicón. Aunque cuentan que se paró en la orilla gala y dijo, lo cruzo… no lo cruzo. Venga.
Alea jacta est
. Ese día murió la República de Roma.
Qué buen día el 11 de julio de 1486 para Tomás de Torquemada. Qué contento se puso cuando el papa de Roma lo confirmó como inquisidor general de España. Ya lo era, porque llevaba ejerciendo como tal desde tres años antes, cuando le nombró la que en realidad llevaba los pantalones en España, Isabel la Católica. Lo que pasa es que le hizo especial ilusión que fuera el papa quien le confirmara con poder divino el cargo del que ya disfrutaba gracias al poder civil. Y encima le felicitó por lo bien que lo estaba haciendo. Nadie quemaba judíos con tanto arte como él.
La verdad es que Torquemada cumplió al milímetro los objetivos de la corona. Fue nombrado inquisidor general para neutralizar, o sea, para mandar a la hoguera, a todos los herejes que pululaban por el país, y hereje era todo aquel que protagonizara una acción o pronunciase una sola palabra al margen de las creencias y dogmas de la Iglesia católica. Pero sobre todo para detectar a los judíos mentirosillos que aseguraban haberse convertido sin haberlo hecho. Y aquí residía la mayor habilidad de Torquemada y sus secuaces, en hacer cantar
La Traviata
a los falsos conversos.
Los métodos que utilizaban eran tan efectivos, que alguno confesó incluso haber matado a Manolete. La defensa ante la acusación de herejía era tan imposible de rebatir, que en la hoguera acabaron judíos conversos, católicos convencidos, cristianos reconocidos y cualquiera que se le metiera a Torquemada entre ceja y ceja.
De sus pesquisas no se libraba nadie. Sólo los obispos estaban fuera de su jurisdicción, porque sólo Roma podía juzgarlos, aunque eso no les salvaba de ser acusados de ser presuntos judíos y Torquemada consiguió que varios fueran llamados a capítulo por el papa.
La lucha por la supervivencia en aquella España del siglo XV se centró en escapar de las garras de Torquemada, aquel tonsurado consumido por el odio que se ha convertido en el paradigma universal de la crueldad, la intolerancia y la represión. Isabel la Católica lo tenga en su gloria.
Aquel 9 de noviembre de 1989 era jueves. Medio mundo se quedó boquiabierto cuando un miembro del Politburó de la República Democrática Alemana anunciaba por sorpresa, en directo, en televisión, que caía el Muro de Berlín. Sólo unos minutos después, miles de alemanes de uno y otro lado se agolpaban en los puestos de paso cuando ni siquiera los guardias habían recibido la orden de abrir las puertas. Aún sin tenerla, a las once de la noche el Muro cayó simbólicamente y los alemanes lo atravesaron. Al día siguiente cayó a golpes de pico y libertad.
A quién no se le puso la carne de gallina en aquellos días viendo a los alemanes más felices que unas pascuas, escalando el Muro y abriendo agujeros. La decisión se tomó aquella misma jornada. Nadie lo esperaba. A las siete menos tres minutos de la tarde de aquel 9 de noviembre terminó una rueda de prensa transmitida en directo por televisión, donde Günter Schabowski, del Politburó, dijo que todos los pasos del Muro quedarían abiertos. Un periodista, el único que reaccionó al
shock
, preguntó: «Pero ¿cuándo?». Y Schabowski contestó: «En cuanto lo diga. Ya». El grito que corrió por toda Alemania, ya casi, casi unificada, fue «¡El Muro está abierto!». Hubo cerveza gratis en los bares cercanos, los desconocidos se abrazaban entre sí… la gente enloqueció.
En la memoria y en la vergüenza quedaban aquellos ciento y pico kilómetros de hormigón y las más de doscientas personas que habían dejado la vida intentando saltar lo que las autoridades de la RDA llamaron «barrera protectora antifascista», el eufemismo más bobo jamás inventado después de «cese temporal de convivencia conyugal». Como si las ideologías se frenaran con un muro.
Muchos tenemos un trocito de hormigón del Muro de Berlín, y todos creemos que el nuestro es auténtico. Sin embargo, con esto del Muro pasa como con las reliquias de la cruz de Cristo: que si se juntaran todas saldrían 18 cruces, pero si uniéramos todos los trozos del Muro de Berlín nos saldría otra Gran Muralla China.
Cada vez que se juntan varias potencias mundiales y acuerdan algo, ya se sabe que lo primero que va a ocurrir es que la mitad de los acuerdos no se van a cumplir y ha sucedido siempre, pasa ahora y continuará ocurriendo. El 8 de febrero de 1815 las potencias europeas reunidas en el Congreso de Viena acordaron acabar con el tráfico de esclavos… pero ojo, no con la esclavitud. Cincuenta años después, aquellos acuerdos eran papel mojado. Lo más gracioso de aquel Congreso de Viena es que el fin de la trata de negros lo firmaron todos los países presionados por Inglaterra, gran experta en el tráfico de seres humanos mientras pudo. Pero, claro, es que aquel acuerdo tenía trampa.
Inglaterra guardaba detrás de su petición, aparentemente humanitaria, un par de maniobras políticas magistrales. Primera: Gran Bretaña apenas tenía intereses en América, y lo que quería era agotar la rentabilidad económica que tenía el Nuevo Mundo. Si faltaban esclavos, mano de obra, menos ganancias tendrían los países con intereses en América. Y segunda maniobra: con la prohibición de la trata de negros, la marina británica tendría la excusa perfecta para inspeccionar cualquier barco, con lo cual se haría con la hegemonía total en el Atlántico.
Ahora bien, no perdamos de vista a los compañeros españoles del siglo XIX, porque a Cuba llegaban diez mil esclavos anuales cincuenta años después de la abolición de la trata de negros. Insisto en que lo que se prohibió en Viena fue el comercio, pero no la esclavitud en sí. O sea, el que tuviera esclavos, pues muy bien. Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita.
Todavía en 1870, Emilio Castelar se batía el cobre en el Congreso de los Diputados para acabar con los negreros en Cuba.
Le restregó al ministro de Ultramar un anuncio en un periódico cubano que decía: «Se venden dos yeguas de tiro y dos negras, hija y madre; las yeguas, juntas o separadas; las negras, separadas o juntas».
El 12 de febrero de 1932 fue un buen día en Francia, pero lo fue sólo un rato. Aquel día, por fin, después de muchos años de lucha, la Asamblea Nacional francesa aprobaba el voto femenino… se aceptaba el sufragio universal. Pero el triunfo duró menos que un globo de cumpleaños, porque luego llegó el Senado y dijo que qué era eso de que las mujeres votaran, así que tiró la ley a la basura.. ¿Dónde está la maldita gracia de la efeméride? En que las francesas fueron las primeras en empezar a luchar por el sufragio universal y acabaron siendo de las últimas en conseguirlo.
La primera lucha del mundo por el voto femenino precisamente comenzó en plena Revolución francesa, en 1789. Porque mucha
liberté
, mucha
egalité
y mucha
fraternité
, pero sólo para los señores. Comenzaron las primeras protestas, argumentando que si las mujeres podían ser guillotinadas por sus actividades políticas, no tenía sentido que no pudieran votar. Ni caso.
De hecho, la principal sufragista de aquella época, llamada Olimpia de Gouges, murió guillotinada por decir tonterías. Luego llegó Napoleón y su código civil, donde dejó muy clarito que el hogar era el ámbito exclusivo de la actuación femenina. Fuera de él, las mujeres sólo podían pasear palmito, a ser posible, empujando el carrito de un bebé.
Las sufragistas francesas tampoco tuvieron mucho apoyo del exterior. Por referir sólo un caso, el poeta, periodista y diplomático nicaragüense Rubén Darío, después de una gira por Francia, dejó escrita su opinión sobre las sufragistas. Escribió el diplomático: «Tengo a la vista unas cuantas fotografías de esas políticas. Como lo podréis adivinar, todas son feas y la mayor parte más que jamonas. Estos marimachos merecen el escarmiento».
Las francesas no consiguieron su derecho a votar hasta 1945, después de la Segunda Guerra Mundial. Hasta las españolas pudieron votar antes que ellas, lo que pasa es que luego Franco llegó con las rebajas y volvió a impedirlo, aunque bien es cierto que iban en el mismo saco hombres y mujeres. Pero la verdad es que daba igual. Total, no había nada que votar.
Carlos I de España y V de Alemania no tenía un pelo de tonto. Es más, sentido del negocio tenía un rato, porque el 20 de febrero de 1534 firmó el decreto por el que ordenaba al gobernador regional de Panamá estudiar muy seriamente cómo unir el Atlántico con el Pacífico a través del istmo de Panamá. Textualmente, el emperador pidió que «se abriera una vía que uniera los dos océanos», y el encarguito recayó en el gobernador Antonio de la Gama. La idea inicial no fue de Carlos I, sino del navegante español Saavedra y del portugués Galvao, que estaban hartos de dar la vuelta a América por abajo, cuando los dos océanos sólo estaban separados por un miserable hilillo de tierra de 50 kilómetros.
La idea era buena, buenísima, porque así España podría llegar en línea recta a sus posesiones asiáticas navegando hacia el oeste, sin pasar por el infernal estrecho de Magallanes. Pero una cosa es que la idea fuera brillante y otra cómo y quién la hacía. El gobernador le pasó la patata caliente al regidor de Panamá, a Pascual de Andagoya, y le dijo, anda, hazme un estudio topográfico para ver cómo podemos para llegar en barco al otro lado. Andagoya se mordió la lengua para no hacerle una rima y a cambio emitió un informe totalmente desfavorable. Argumentó que se trataba de una obra, más que gigantesca, desmesurada, y que no había dinero en el mundo para realizarla.
El proyecto no se materializó, pero los españoles, durante la realización del estudio topográfico construyeron caminos pavimentados con guijarros que el tiempo ha demostrado que circulan muy cerca de donde ahora está el Canal de Panamá. Descaminados no iban, pero en aquellos años resultó materialmente imposible convertir en navegable aquella franja mínima de tierra. Y continuó siendo imposible durante los cuatrocientos ochenta y cinco años siguientes. Hasta que en agosto de 1914 el buque a vapor
Ancón
inauguró oficialmente el Canal. Entró por el Caribe y salió al Pacífico. Panamá se había partido en dos a cambio de acercar un poco más el mundo, pero Carlos I no lo vio.
Tres carabelas partieron de España en busca de las Indias, pero sólo regresaron dos de aquel primer viaje. El 1 de marzo de 1493
La Pinta
llegaba al puerto de Bayona, en Pontevedra, comandada por Martín Alonso Pinzón, muy contento porque había conseguido tocar tierra antes que Colón, que iba en
La Niña y
que atracó días más tarde en Lisboa. Como Pinzón y Colón ya habían tenido más de una bronca en América, venían de morros. De hecho, Martín Alonso intentó comunicar a los Reyes Católicos el descubrimiento, pero como eran muy protocolarios, no le dejaron. El único que podía dar parte era el almirante.
La Pinta
llegó a Galicia con sus bodegas hasta los topes. Y por supuesto con oro. Pero, además, por primera vez vimos el maíz, aunque no le hicimos mucho caso, porque se comenzó a cultivar sólo para dárselo al ganado.
La Pinta
traía también maní, cacahuetes, que tampoco nos debió de gustar mucho por aquel entonces, porque sólo se les echaba a los cerdos. Llegaron además la guindilla, la batata y la planta del algodón, aunque era muy parecida a la que ya habían introducido los árabes en España siglos antes. Y animales, también trajeron animales exóticos, pero pocos porque se mareaban. De los pocos que trajo
La Pinta
sólo se salvaron de la travesía unos cuantos papagayos.