Iba Enrique IV tan tranquilo en su carroza abierta por las calles de París, cuando al mediodía del 14 de mayo de 1610 un católico ferviente, perturbado y aspirante a cura le asestó tres puñaladas mortales. Así murió el primer Borbón de la historia, uno de los mejores reyes que ha tenido Francia, a manos de un fanático loco perdido que le quitó de en medio porque, dijo, Enrique IV era culpable ante Dios de no haber sometido a los protestantes franceses a la Iglesia católica. Y todo porque el rey firmó alianzas con los holandeses y fue tolerante con los calvinistas. Qué falta de buen talante, por Dios.
Enrique IV pasa por ser para los franceses el mejor rey y el más querido. Afable, currante, pacificador, con cuatro amantes, negociador. Sólo tuvo un defectillo, que era protestante, pero lo solucionó de inmediato. Se planteó: ¿qué hay que hacer para pacificar Francia y acabar con todas las guerras de religión? ¿Hacerse católico?; pues me hago, que todo el problema sea ése. Y su conversión ha pasado a la historia gracias a la famosa frase que se le atribuye, «París, bien vale una misa». Pero a decir de los estudiosos, ésta es una de las muchas falacias de la historiografía, porque la cita se la adjudicaron con posterioridad quienes quisieron demostrar la actitud cínica del rey.
Fuera por convencimiento o por política, lo cierto es que renegar del protestantismo fue una decisión acertada, se lo creyera o no. Convertirse al catolicismo le permitió ser coronado, poner fin a treinta años de guerras religiosas y reconstruir la economía, pero en sus cuentas no entraba masacrar a los protestantes. Y esta tolerancia nunca gustó a España, el país que abanderaba la defensa del catolicismo en Europa y que apoyó con armas y con malas artes a los fanáticos franceses de la Liga Católica, que buscaban, más allá de una Francia pacífica, un país que se erigiera como verdugo de los infieles. Enrique IV intentó reinar con sentido común, pero siempre hay alguien que, usando el nombre de Dios en vano, lo fastidia todo.
Israel nunca se ha dado un respiro a la hora de dar caza a los nazis responsables del holocausto, y el 21 de mayo de 1960 logró uno de sus mayores triunfos al secuestrar y sacar de incógnito de Argentina a uno de los nazis más buscados: Adolf Eichmann, el arquitecto del Holocausto, el tipo que organizó todo para dar con la llamada «Solución Final», con el exterminio. Como la vida da muchas vueltas, acabó siendo el exterminador exterminado.
Israel estuvo durante cuarenta y cinco años cantando el pío, pío que yo no he sido y manteniendo que el secuestro lo llevaron a cabo caza-nazis ajenos al gobierno. Pero, por fin, en el año 2005 reconoció que fueron, sus servicios secretos, el Mosad, los que orquestaron toda la maniobra para localizar a Eichmann en Argentina, sacarlo ilegalmente del país, trasladarlo a Tel' Aviv, juzgarlo y ejecutarlo. ¿Por qué no se utilizó la vía diplomática para lograr la extradición del criminal nazi? Porque ya se había intentado con el perturbado de Joseph Menguele y la Argentina de Perón, gran admirador del fascismo, había denegado la entrega. Así que, Israel sabía que o lo hacía por las bravas, o nunca conseguiría ejecutar a un nazi con sus propias manos.
Eichmann llevaba años viviendo de incógnito en Argentina, como muchos otros nazis, gracias a los documentos falsos que la Asociación San Rafael, una organización que operaba desde el Vaticano, proporcionaba a los criminales de guerra para ponerse a salvo. Y en Argentina vivió Eichmann feliz y contento, con identidad falsa, durante dieciséis años, hasta que el Mosad dio con él y aquel 21 de mayo lo subió a un avión con destino a Israel.
El gobierno argentino se agarró un cabreo impresionante y exigió a través de la ONU las disculpas de Israel. Pero los judíos no estaban dispuestos a pedir escusas por haber cazado a un asesino. Apenas un año después, Eichmann fue juzgado durante un proceso de tremenda repercusión internacional, sentenciado a la horca, incinerado y sus cenizas arrojadas al Mediterráneo. Fue la primera y última vez que Israel aplicó la pena de muerte. Oficialmente, se entiende.
A las ocho de la tarde del 19 de junio de 1953 la silla eléctrica de la prisión estadounidense de Sing-Sing dejó frito al ingeniero Julius Rosenberg. Quince minutos después se sentó en el mismo lugar su mujer, Ethel. Murieron acusados de haber facilitado a la Unión Soviética los secretos de la bomba atómica. Pero hoy, desclasificados ya los documentos de aquel proceso y tras la confesión de uno de los cómplices, Morton Sobell, se sabe que no hubo ni una sola prueba en firme contra ellos. Cierto que Julius pasó a los soviéticos secretos militares, pero no atómicos. Tan cierto como que Ethel no tuvo nada que ver. Pero esto es
peccata minuto
, lo importante es que los estadounidenses, en plena caza de brujas, respiraron tranquilos. Dos rojos menos.
El matrimonio Rosenberg, una pareja judía que en su juventud militó en el Partido de los Jóvenes Comunistas, cargó con la culpa de haber facilitado a los soviéticos las claves para fabricar la bomba atómica, un monopolio de Estados Unidos. A los yanquis les entró el pánico cuando vieron a la Unión Soviética hacer pruebas nucleares y se dijeron, ya está, nos han robado la exclusiva.
El cirrótico senador Joseph MacCarthy y sus secuaces se pusieron a buscar culpables como locos, y los Rosenberg les cuadraron como sospechosos. La pareja siempre negó la acusación, pero gobierno, FBI y jueces echaron mano de eso que llaman «la duda razonable», que viene a ser algo así como no tengo pruebas contra ti, pero como me tienes muy mosqueado te acuso por si acaso. Dio lo mismo que hasta el último aliento Julius y Ethel Rosenberg reivindicaran su inocencia. MacCarthy necesitaba culpables para escarmentar a los comunistas.
Quienes han estudiado a fondo los documentos del proceso, desclasificados en 1987, aseguran que aquel juicio rebosaba irregularidades, que sólo se basó en indicios y en testimonios negociados con testigos que facilitaron acusaciones falsas a cambio de librarse ellos mismos de la imputación. Pero a buenas horas, mangas verdes. La caza de brujas llegó a la cima de la insensatez con la ejecución de los Rosenberg aquel 19 de junio, y MacCarthy se fue a la cama feliz por el deber cumplido. Si le hubieran sentado a él en la silla eléctrica no hubieran podido apagar las llamas en meses. Sustituyó su sangre por whisky con tal de no tener glóbulos… rojos.
La independencia de México comenzó en un púlpito de la ciudad de Dolores. A él se subió un cura de nombre Miguel Hidalgo y, aprovechando que la iglesia estaba hasta los topes en la misa del domingo, arengó a indios y campesinos para que se levantaran contra la tiranía española. Fue el famoso «Grito de Dolores», con el que el cura Hidalgo armó la marimorena e inició el camino de la independencia. El 1 de agosto de 1811 el cura Hidalgo pagó caros sus gritos y fue fusilado por los españoles. No hay nada que echarles en cara a los mexicanos… al fin y al cabo, a los curas los llevamos nosotros.
Había pasado casi un año desde que el cura Hidalgo, desde su iglesia de la ciudad de Dolores, terminara su sermón al grito de «¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!». Este último viva al rey no se supo a qué venía, puesto que se estaba promoviendo el levantamiento contra los españoles y Fernando VII era el rey de España. Quizás el cura se hizo un lío en el fragor del discurso, pero el caso es que aquel momento marcó de manera formal el comienzo de la lucha por la independencia de Nueva España. Por aquel entonces, México no se llamaba México sino Nueva España.
El cura Hidalgo finalmente fue capturado, y como era eso, cura, la parafernalia de su ejecución aquel 1 de agosto fue un poco más teatrera de lo habitual. Hubo que rasparle las manos y las yemas de los dedos con un cuchillo para quitarle la potestad de consagrar y bendecir; se le despojó del hábito y se le arreó un trasquilón en el pelo para descuajaringarle la tonsura. Y, ahora sí, como ya no era cura se le podía fusilar. Lo fusilaron sentado, no se fuera a hacer daño al caer.
Lo único que consiguieron los españoles con aquella ejecución fue convertir a Miguel Hidalgo en un héroe y a su famoso «Grito de Dolores» en el emblema de la nueva nación. Por eso ahora México tiene un parque nacional, un Estado, infinidad de ciudades y numerosos municipios que se llaman Hidalgo. Pues eso, que Hidalgo fue, además de cura, el padre de la patria.
Pasados sólo unos minutos de la medianoche del 14 de julio de 1881 se largó de este cochino mundo William McCarthey para entrar en la leyenda como el mítico Billy el Niño, el imbatible forajido de veintidós años y con veintiuna muescas en la culata de su revólver. Aquella noche de hace casi ciento treinta años, el
sheriff
Pat Garrett se cargó a Billy el Niño, consiguió los 5.000 dólares de la recompensa y se pasó el resto de su vida vacilando de haber matado al bandido más famoso de Nuevo México.
Billy el Niño tenía muy cabreado a Pat Garrett, porque hacía menos de tres meses que el
sheriff
había logrado encarcelarlo, pero el forajido se le escapó de la cárcel con el viejo truco de ir al servicio. Como tenía unas muñecas muy finas, se zafó de las esposas, desarmó a los dos ayudantes de Garret y le pegó un tiro a cada uno. Sin embargo, el gran error de Billy el Niño tras su huida fue quedarse en Nuevo México. Al parecer andaba en tratos con una hispana muy mona y no se quiso ir. Se empleó en un rancho donde relajó sus costumbres porque se sentía protegido y rodeado de amigos.
Billy, que nunca salía sin su Colt 41 al cinto y su Winchester al hombro, aquella medianoche abandonó su habitación descalzo y desarmado para buscar algo de comer. Cuando regresaba vio unas sombras que entraban en su cuarto y, ya dentro, con el perfecto español que manejaba preguntó: «¿Quién es?, ¿quién anda ahí?». La respuesta fue un certero disparo al corazón.
Aquí comenzó la leyenda de Billy el Niño, capturado gracias a la traición de un amigo que le chivó a Pat Garret el paradero del pistolero más buscado de Nuevo México. Es el bandido más biografiado y peliculero de la historia, cuyo mérito fue sobrevivir veintidós años en el duro oeste jugando al póquer, robando ganado y disparando antes de que le dispararan a él. Todo lo demás que rodea a Billy el Niño navega entre la realidad y la ficción más romántica. Ya lo dijo alguien, «los americanos adoran a los héroes y siempre los eligen entre los fuera de la ley».
Cuentan que lanzó un beso al pelotón de fusilamiento antes de caer bajo las balas. Y dicen también que los doce soldados franceses que la dispararon tuvieron que ser vendados para no sucumbir a los encantos de la condenada. Pero esto es del todo falso, porque la agente H-21, vestida de negro del cuello a los tobillos, sin velos, sin perlas y sin joyas, perdía bastante. Al amanecer del 15 de octubre de 1917, Mata Hari fue fusilada.
Mata Hari significa en malayo «Ojo del Amanecer», un nombre que se inventó porque el verdadero, Margarita Gertrudis, no servía para ser bailarina exótica. Como agente secreto era H-21 porque la espía Margarita tampoco servía. ¿Y cómo se metió en aquel lío Margarita Gertrudis? Pues empujada por sus delirios de grandeza, por sus ganas de codearse con los galones y por sus pocas luces al creer que aquello de tontear con el espionaje durante la Primera Guerra Mundial era moco de pavo. Porque espiar, lo que se dice espiar, espió poco, y como, lejos de moverla el patriotismo, Mata Hari se movía sólo por dinero, además de cotillear para los alemanes, comenzó a hacerlo también para los franceses. Se convirtió en agente doble, bastante manía, pero en agente doble al fin y al cabo.
Los franceses la habían pillado ocho meses antes gracias a que supuestamente interceptaron un mensaje cifrado que la implicaba. Pero a estas alturas parece estar claro que ni una sola de las operaciones de Mata Hari hizo pupa a uno u otro bando, ni las informaciones que facilitó provocaron un estropicio en el desarrollo de la Primera Guerra Mundial.
El proceso que terminó con su condena a muerte fue más que irregular, y las pruebas condenatorias hubieran dado como mucho para un par de azotes. Pero Francia necesitaba un chivo expiatorio y aquella mujer de moral disipada sirvió para el caso. Y no, no es cierto que el pelotón de fusilamiento disparara con los ojos vendados para evitar sucumbir a sus encantos. Pero sí debieron de cerrar los ojos, porque de doce disparos sólo impactaron cuatro. Uno de ellos, el que le atravesó el corazón, convirtió a Mata Hari en mito.
René Robert Cavelier de La Salle es de los pocos exploradores franceses que han descubierto algo. Hombre, hubo varios, pero en comparación con ingleses, portugueses y españoles, lo que se dice descubrir, descubrieron poco, aunque el 9 de abril de 1682 se produjo uno de esos grandes hallazgos. Monsieur de La Salle navegó el río hasta el golfo de México y tomó posesión de la desembocadura del Misisipi, un delta tan formidable, que al quedarse con él se quedó con todo un Estado.
El río Misisipi, además de tener muchas eses y muchas pes, tiene mucho caudal, una exageración de caudal. Pero esto ya lo sabían los indios, porque el nombre viene de antiguo.
Mici sepe
significa «gran río» en lengua indígena, pero los blancos cambiaron el
mici sepe
por Misisipi.
El francés desembocó con el río tras navegado desde el sur del lago Michigan y se quedó pasmado cuando vio el tamaño de aquel delta. Si sería grande, que La Salle tomó posesión del territorio en nombre del rey Luis XIV y aquella vasta extensión pasó a ser el Estado de Luisiana. Ahora bien, René Robert Cavelier de La Salle ni fue el primer rostro pálido en navegar aguas del Misisipi ni tampoco el primero en ver la desembocadura.
El primer europeo que vio el río y lo cruzó fue un extremeño, Hernando de Soto, y ocurrió más de cien años antes de que apareciera el francés. Lo que pasa es que el español no hizo mucho caso del Misisipi porque a él sólo le interesaba llegar al otro lado para buscar otros territorios.
Pero incluso antes que el extremeño, otra expedición española, la de Pánfilo Narváez y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, se dio de bruces con la desembocadura. Pasaban con sus barcos por aguas del golfo de México, cuando la violencia del agua del río y las corrientes que provocaba su caudal les enviaron a hacer gárgaras mar adentro. Parece mentira que un río que mide en su nacimiento menos de cuatro metros de ancho y cubre hasta las rodillas se anime tanto en su recorrido hasta alcanzar una anchura de kilómetro y medio. Vamos, que un miope no ve la otra orilla desde la contraria.