Saltaron al césped en el partido inaugural Ramallets, Olivella, Brugué, Segarra, Vergés, Gensana, Basora, Villaverde, Martínez, Kubala y Tejada, que dieron la del pulpo a la selección de Varsovia. Era lo previsto. Cuando un equipo estrena estadio e invita a otro a un encuentro amistoso no es para perder. Fueron los primeros cuatro goles marcados por el Barça en el Camp Non, que, por cierto, no era el nombre oficial del estadio. Se llamaba Estadi del Fútbol Club Barcelona, porque así lo votaron los socios, pero la prensa y la afición continuaron llamándolo Camp Nou. Así que se impuso una nueva consulta en el año 2001 y, esta vez, sí, se votó mayoritariamente como nombre oficial el de Camp Nou. Dentro de poco, Foster Camp Nou.
Menudo ambientillo había en España en los primeros meses de 1854. Como para perdérselo. Un desastre de gobierno, un desastre de reina, la revolución social y militar a punto de caramelo y la prensa amordazada. El caldo de cultivo perfecto para que saliera una publicación clandestina llamada
El Murciélago
, que no dejaba títere con cabeza. El primer número apareció el 26 de abril de 1854 y puso las Cortes y el palacio del revés. Nadie sabía quién lo editaba, ni dónde se imprimía, ni quiénes firmaban los escandalosos artículos. Los confidenciales de ahora son una pantufla comparados con
El Murciélago
de entonces.
El Murciélago
estaba redactado con tanta violencia como gracia tenía. Sus principales víctimas eran los miembros del gobierno moderado, la reina Isabel II y dos de los personajes más descaradamente corruptos que pisaban la Villa y Corte: María Cristina de Borbón y el marqués de Salamanca.
Cuando la prensa progresista fue silenciada por criticar los turbios negocios de la monarquía y las corruptelas ministeriales,
El Murciélago
decidió volar desde la clandestinidad para dejar impresas todas las desvergüenzas sobradamente conocidas y que pasaban de boca en boca en conversaciones privadas. Se distribuía por correo en unos sobres con orla negra, aparentando una esquela funeraria, y llegaba a políticos, empresarios y hasta a los aposentos reales.
Quienes recibían personalmente un número de
El Murciélago
, al margen de las víctimas vilipendiadas en sus páginas, se convirtieron en unos privilegiados. Pero para la policía fue un suplicio, porque tenía orden de dar caza a los autores, impresores y distribuidores, pero no sabía por dónde empezar. Sólo salieron cinco números, pero tuvo tan exagerada repercusión que hasta Pérez Galdós lo recogió en sus
Episodios Nacionales.
Nunca se confirmó la autoría, pero detrás parecían estar un ex jefe de gobierno, el progresista Luis González Bravo, y un futuro presidente, el conservador Antonio Cánovas del Castillo. Siempre lo negaron, pero fueron ellos.
Ya no es el puente más largo del mundo, pero sigue siendo el más famoso porque es su momento fue un prodigio de la ingeniería civil. El Golden Gate, el puente colgante que une los dos extremos de la bahía de San Francisco, se abrió al tráfico el 28 de mayo de 1937. La única faena es pintarlo. La última vez que le dieron una mano a todo el puente se tardaron treinta años, pero lo hicieron tan bien que el Golden Gate sólo necesita ligeros retoques de los que se encarga una brigada de treinta y ocho pintores de brocha gorda, muy gorda, porque el puente es grande, muy grande.
Antes de construirse el Golden Gate, ya saben, ése de color rojizo que tiene dos grandes torres y muchos cables colgando, la única manera de cruzar la bahía de San Francisco era en
ferry
, y la densa niebla que suele empadronarse allí convertía la travesía en un suplicio. El caos marítimo que se montaba por el intenso tráfico era peor que la operación retorno del puente de mayo.
Pero nadie se atrevía a construir un puente, porque era imposible salvar aquella gigantesca distancia de casi 3 kilómetros, luchando, encima, contra los fuertes vientos y las corrientes marinas durante su hipotética construcción. Hasta que llegó el arquitecto Joseph Strauss y dijo, venga, yo lo hago.
Calculó todo al milímetro: las desviaciones del puente en función del azote de los vientos y la carga; la resistencia a los posibles seísmos que lo sacudirían… ordenó que se fuera pintando a medida que se construía, porque se oxidaba a la velocidad del rayo… Por calcular, calculó hasta la siniestralidad laboral que se iba a producir durante los cuatro años de construcción: treinta y cinco muertes. Y en esto fue en lo único que se equivocó Strauss. Porque calculó tan estupendamente bien las medidas de seguridad, vigilando que todo el mundo llevara casco, haciendo controles de alcoholemia y colocando redes, que el Golden Gate sólo se cobró doce víctimas durante su construcción.
Pero las cifras más siniestras del puente las han puesto las más de mil trescientas personas que han decidido saltar al vacío desde sus barandillas. Una tragedia que rompe la enorme belleza del Golden Gate.
En el calendario de la Revolución industrial hay que marcar en rojo el 15 de septiembre de 1830. Arrancó en Liverpool la primera locomotora a vapor, una máquina infernal que alcanzaba la endiablada velocidad de 30 kilómetros por hora. El destino era Manchester y con ella quedó inaugurada la primera línea férrea del mundo para el transporte de pasajeros y carga que funcionaba sólo con vapor. Ahora, la mala noticia: aquel día se produjo la primera víctima mortal de un accidente de ferrocarril.
La inauguración de la línea Liverpool-Manchester puso a Inglaterra boca abajo y al inventor de la locomotora, a George Stephenson, en la vanguardia industrial. Cincuenta mil espectadores acudieron a ver el estreno y los primeros espadas de la política hicieron aquel primer viaje para ser testigos de cómo la revolución del transporte arrancaba a todo tren. Todo fue bien, muy bien, hasta que la locomotora paró en mitad del recorrido para repostar agua. Como en el tren iban varios parlamentarios, alguno bastante pelota, uno de ellos quiso aprovechar la parada para ir a saludar al duque de Wellington, el primer ministro inglés, que viajaba en otro vagón.
El duque hablaba desde la ventanilla y el político William Huskisson desde las vías, pero no se percató, enfrascado en su charla con el primer ministro, de que por la vía contraria se acercaba otra locomotora. Lo arrolló, y el parlamentario se convirtió en el primer muerto por accidente de tren. Se confirmó así la desconfianza que tiempo antes un político de la Cámara de los Comunes le planteó a Stephenson cuando acudió a defender su proyecto. Le preguntó el parlamentario: «Supongamos que una de sus máquinas va marchando a razón de unos 3 kilómetros por hora y que una vaca cruzase la línea e interceptara el camino de la máquina, ¿no sería esto una circunstancia muy delicada?». A lo que Stephenson respondió: «Sí, muy delicada para la vaca».
De que el fútbol es una religión para algunos ya no cabe duda y si no, ahí están los argentinos, que han elevado a Maradona a los altares. Pero más allá de la pasión y de la devoción, está la solera, el abolengo y por eso hay que recordar que el 24 de octubre de 1857 se fundó el primer club de fútbol del mundo. Por supuesto, inglés. Es el Sheffield FC, más conocido en Inglaterra como «Los antiguos» por razones obvias. Siglo y medio de historia son muchos años metiendo goles. Aunque en su caso, más que metiendo, encajando.
El fútbol existía desde antes de que el Sheffield fundara su club, porque dar patadas a una pelota es un juego milenario. En Atapuerca es probable que también jugaran a algo parecido. Pero los ingleses, al ser los primeros en fundar un club, también crearon las reglas del fútbol moderno. Es decir, nadie antes que ellos había empleado el juego aéreo. Y también inventaron el saque de esquina, el de banda, la prórroga y el gol de oro o muerte súbita. Y mejoraron el larguero de la portería, porque hasta entonces era una cuerda que unía los dos postes, y el Sheffield utilizó por primera vez un madero.
La idea de fundar el Sheffield se debió a dos jugadores de críquet que se aburrían en invierno, porque el criquet sólo se jugaba en verano. Así que, decidieron montar un equipo para seguir jugando a algo entre temporadas. Los partidos que organizaban eran de lo más cándidos: solteros contra casados o profesionales contra obreros. No había interés alguno más allá del deporte puro y duro.
Cuando fueron creándose nuevos equipos, los del Sheffield decidieron seguir siendo
amateurs
, no quisieron profesionalizar su deporte. Y así les fue, claro… sus estanterías tienen más polvo que trofeos. Está claro que ser el decano del fútbol universal no le aseguró ser también el mejor.
Ocurrió el 18 de septiembre de 1698, pero se mantiene aún hoy como uno de esos enigmas por el que cualquiera pagaría por desvelar. Este día ingresó en la prisión de la Bastilla, para no salir nunca más, el enigmático Máscara de Hierro. Nunca se ha sabido a ciencia cierta quién fue ni jamás alguien ha aclarado por qué lo encerraron… lo único cierto es que no se parecía en nada a Leonardo di Caprio ni era el hermano gemelo de Luis XIV.
El Hombre de la Máscara de Hierro existió porque su detención, su encarcelamiento en la isla de Santa Margarita, su traslado a la Bastilla y su muerte están documentados. Pero lo que no aparece por ningún lado es su identidad y las razones por las que el Rey Sol, Luis XIV, ordenó su encarcelamiento. El prolijo Voltaire, que durante su estancia en la Bastilla recogió testimonios de presos que habían coincidido con Máscara de Hierro, escribió en su obra
El siglo de Luis XIV que
«quedan aún muchos de mis contemporáneos que atestiguan la verdad de lo que apunto, y no conozco hecho más extraordinario ni mejor comprobado». Luego llegó Alejandro Dumas y terminó de liarla, porque en su obra
El vizconde de Bragelonne
, una de las muchas continuaciones de
Los tres mosqueteros
, introdujo al misterioso personaje como hermano gemelo de Luis XIV, encarcelado para que no pudiera disputarle el trono.
Pero esto es literatura de ficción y luego cine, porque hasta hoy ha sido del todo imposible averiguar quién era el hombre oculto bajo la máscara y que, por cierto, según otras fuentes más fiables, no era de hierro, sino de terciopelo negro. Lo único que se sabe es que en prisión era tratado con exquisitez, que no le faltaron comodidades, que había orden de matarlo si hablaba de más y que se murió, probablemente de aburrimiento, en 1703.
Fue enterrado en el cementerio de San Pablo de París bajo una lápida con seudónimo. Aquí se acabó El Hombre de la Máscara de Hierro, un personaje que continuó seduciendo a los herederos de la corona francesa. Luis XV y Luis XVI ordenaron revolver todos los archivos para averiguar la identidad de aquel individuo, pero se quedaron con las ganas. Al Hombre de la Máscara de Hierro se lo tragó la tierra.
Más de la mitad de los países del mundo ha abolido la pena de muerte. Pero esto es el falso consuelo de ver la botella medio llena, porque si la miramos medio vacía, las cuentas dicen que en 2007, veinticuatro países aplicaron la pena capital. China, por supuesto, se llevó la medalla de oro olímpica, pero también subieron al podio Irán, Arabia Saudí, Pakistán y Estados Unidos. Asunto tan desagradable viene a cuento porque el 10 de octubre de 1789 se presentó en sociedad la propuesta que daría pie al más afilado de los artilugios para matar: madame Guillotina.
La Asamblea revolucionaria francesa no hizo mucho caso aquel 10 de octubre a la propuesta del diputado del tercer estado Joseph Ignace Guillotin, y hasta tres años después no se decidieron a diseñarlo, construirlo y probarlo. El diseño correspondió al médico cirujano Antoine Louis, porque nadie mejor que un médico sabía dónde apuntar para matar a un reo sano. Pero la construcción del primer prototipo corrió a cargo de un hombre con sensibilidad: el famoso constructor de pianos alemán Tobías Schmidt. Funcionó tan bien, que le encargaron otros ochenta y tres, así que Schmidt dejó de afinar pianos y comenzó a afilar guillotinas.
El armatoste consistía en una hoja oblicua de acero, coronada por un peso de 60 kilos que caía a velocidad endiablada desde casi 3 metros de altura. La caída la frenaba el cuello del reo, sujeto por un cepo de madera. La cabeza iba a una bolsa de cuero, el cuerpo a un cesto de mimbre, y, hala, que pasara el siguiente. En la Francia revolucionaria, la guillotina contribuía a que la muerte fuera igual para todos, sin distinción de rangos. Cortaba con la misma precisión, a la altura de la cuarta cervical, el pescuezo de un burgués, un clérigo o un rey.
Francia le cogió el gusto a la guillotina, porque la hoja cayó por última vez en 1977 sobre el cuello de un reo en la prisión de Marsella.
El bandolerismo urbano lo inventó Luis Candelas a principios del siglo XIX. Luego le han salido presuntos imitadores, pero ni el Dioni, ni Luis Roldán, ni Juan Antonio Roca han alcanzado su arte y sus buenas maneras. Luis Candelas, el bandolero más guapo de Madrid, murió ajusticiado a garrote vil el 6 de noviembre de 1837. Eran las once de la mañana cuando en el patíbulo instalado en la Puerta de Toledo el verdugo le rompió el pescuezo a Candelas entre los quejidos de las damas madrileñas.
Su ficha policial decía: ladrón, de estatura regular, pelo y ojos negros, boca grande, dientes iguales y blancos, muy bien formado, sin bigote, perilla ni patillas. Con tal descripción no se sabe si Luis Candelas fue el más famoso bandolero urbano del siglo XIX o mister Madrid, pero a las señoras las traía de cabeza.
Luis Candelas se hizo tan popular porque introdujo importantes mejoras en los robos a domicilio, sin daños a terceros ni destrozos innecesarios; porque se ocupaba de que sus rehenes permanecieran cómodos y tranquilos mientras los robaba; porque no dejó viudas ni huérfanos y jamás hirió a nadie ni acogotó a ciudadanos pobres. Además, era muy educado y muy ilustrado, lo cual está estupendo, porque al menos se puede mantener una conversación inteligente mientras te roban.
Pese a no tener delitos de sangre, Luis Candelas fue condenado por cuarenta robos y condenado a garrote vil, el que obligaba al condenado a llegar hasta el patíbulo en burro o arrastrado. Si le hubieran sentenciado a garrote noble, habría llegado en caballo ensillado. Y son curiosas las cabriolas que hace la historia, porque Luis Candelas, que robaba de noche y de día se hacía pasar por un rico hacendado peruano, un inmigrante de los que entonces entraban en España por la puerta grande porque traían la faltriquera llena, nunca supo que su lugar de encierro en la cárcel de la Corte acabaría siendo el actual Ministerio de Asuntos Exteriores.