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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (31 page)

Subió al patíbulo gritando «¡Viva la anarquía!» y «¡Mueran las religiones!», pero la última frase que pronunció este genio de la revolución fue otra. Cuando su verdugo comenzó a darle garrote vil, le dijo: «No aprietes tanto que me haces daño».

Venganza con Calvo Sotelo

Calentito estaba el ambiente de preguerra en Madrid el 13 de julio de 1936 cuando un sonado atentado vino a echar más leña al fuego: el asesinato de José Calvo Sotelo, el líder más carismático de la derecha española y por ello en el punto de mira de la izquierda. Su muerte fue una represalia sin disimulo por otro asesinato cometido justo el día anterior, el del teniente republicano José Castillo, muerto a tiros por la extrema derecha mientras paseaba con su esposa por el antes castizo y ahora cosmopolita y rosado barrio de Chueca.

Aquellas dos muertes de uno y otro bando, patrocinadas por uno y otro bando, fueron, como bien definió Clara Campoamor, un episodio más de una lucha de odio entre dos grupos que resolvían sus diferencias fuera de la ley. Algunos tomaron el asesinato de Calvo Sotelo como la excusa perfecta para justificar el golpe de Estado que dio inicio a la Guerra Civil. Pero esto es más falso que un euro de madera, porque el golpe estaba en marcha desde días antes de los dos atentados.

Las del teniente Castillo y Calvo Sotelo sólo fueron dos muertes más de las que se venían produciendo en Madrid, y sobre todo la del militar republicano ni siquiera hubiese pasado a la historia de no haber sido porque soliviantó los ánimos de la izquierda y provocó a su vez la de Calvo Sotelo.

Fueron las dos muertes más famosas justo antes de que empezara la guerra, pero no las últimas, porque tras el entierro de Calvo Sotelo una manifestación que intentó adentrarse en el centro de Madrid en protesta por el asesinato del líder acabó en un enfrentamiento en el que murieron cinco personas más. España ya estaba muy lejos de toda normalidad política. Las formas se habían perdido. Y aún hoy, cuando ya han pasado más de setenta años del entierro de uno y de la muerte del otro, el teniente Castillo y Calvo Sotelo siguen guardando las distancias. Yacen enterrados en el mismo cementerio, separados por pocos metros, pero uno en la zona civil de la Almudena y el otro en la católica. Los dos bajo la misma tierra sagrada de la sinrazón.

El compromiso de Aldo Moro

Durante cincuenta y cinco días el mundo entero cruzó los dedos para que el político italiano Aldo Moro salvara la vida. Pero pedir cordura a una banda terrorista es pedir peras al olmo, y el 9 de mayo de 1978 apareció desmadejado y envuelto en una manta, dentro del maletero de un coche, el cadáver de Aldo Moro. El golpe de efecto puso en la picota de la actualidad mundial a la banda terrorista Brigadas Rojas, porque eso era lo que buscaban: ser famosos. Pero el asesinato de Aldo Moro fue el principio de su fin, porque las Brigadas Rojas perdieron el poco apoyo político que tenían. Terrorismo y política son polos opuestos. En pleno siglo XXI algunos no se han enterado.

El secuestro se produjo a mediados de marzo, cuando Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana y primer ministro en dos ocasiones, se dirigía al Parlamento italiano para votar un asunto clave para el país: la formación de un nuevo gobierno democristiano que impulsaría el llamado Compromiso Histórico. Una especie de alianza entre todas, absolutamente todas, las fuerzas políticas italianas para sacar a la nación de una crisis que arrastraba desde hacía años.

El principal artífice de este Compromiso Histórico era Aldo Moro, que había conseguido implicar en esta unión política incluso al Partido Comunista. Pero, claro, no más a la izquierda del Partido Comunista, sino veinte pueblos más allá estaban las ultraizquierdistas y descerebradas Brigadas Rojas, que lo último que aceptaban, como les ocurre a todas las bandas terroristas, era negociar sin sangre. O se hacía como ellas decían, o no se hacía. Así que, un comando de locos secuestró al político, asesinó a sus cinco guardaespaldas y luego ejecutó a sangre fría a Aldo Moro.

Lo hicieron, según dijeron, en defensa de la revolución proletaria de Italia, aunque las Brigadas Rojas no llamaban al país Italia; lo llamaban Estado Imperialista de las Multinacionales. A los terroristas italianos se les acabó el rollo cuando su brazo político les dijo que por ese camino iban mal. Les negó su apoyo y las Brigadas murieron de inanición social.

Anwar el-Sadat, el fin de la esperanza

A las doce y media de la mañana del 6 de octubre de 1981 el presidente egipcio Anwar el-Sadat moría en un atentado, y con él murió también uno de los intentos más sensatos de paz en Oriente Próximo. Han pasado casi treinta años y todavía están a tortas. A Sadat lo mató el integrismo islámico. Cómo le iban a perdonar que de su mano saliera la primera firma árabe para sellar una paz duradera con Israel. Imposible que le disculparan las palmadas en la espalda que se daba con el presidente estadounidense Jimmy Carter y con el primer ministro israelí Menahem Beguim durante los acuerdos de Camp David. Y mucho más les encendió que Sadat y Beguim recibieran al alimón el Nobel de la Paz. Demasiadas buenas noticias juntas.

Para Estados Unidos el asesinato de Sadat fue una catástrofe. En Israel se quedaron estupefactos, en Irán y Libia hubo júbilo nacional y el resto del mundo pensó que, para bien o para mal, se acabó lo que se daba. A los funerales y entierro, celebrados cuatro días después del atentado, acudieron los más altos dirigentes internacionales, pero sólo tres de la Liga Árabe. Ronald Reagan no se atrevió a ir por motivos de seguridad, pero envió a Carter, Ford y Nixon. Siempre es mejor que ante un posible atentado caigan tres ex presidentes que no uno que todavía manda. Mitterrand fue y Calvo Sotelo, también.

Pero Anwar el-Sadat, el presidente de perfil faraónico, no está enterrado donde pidió. Su sepultura, a sólo 300 metros de donde sufrió el atentado, junto a la tumba del soldado desconocido, es sólo provisional, aunque esta provisionalidad dure ya tres décadas. El presidente egipcio quiso ser enterrado en el sector del desierto del Sinaí que Israel devolvió a Egipto y donde no tuvo tiempo de construir su sueño: una mezquita, una iglesia y una sinagoga. Porque Sadat tuvo una consigna: «Nada de política en la religión, nada de religión en la política». Que dicho así queda majo, pero a ver cómo se le explica a un fundamentalista que el Corán y el gobierno de una nación son cosas distintas.

José Canalejas

El atentado anarquista al Liceo de Barcelona sólo fue uno de los primeros estornudos de una gripe anarquista que infectó España a finales del siglo XIX y principios del XX. La fiebre estaba aún alta cuando el 12 de noviembre de 1912 José Canalejas, presidente del Consejo de Ministros y líder del Partido Liberal, fue una muesca más en la culata anarquista. El exaltado Manuel Pardiñas lo dejó en el sitio de dos disparos en plena Puerta del Sol.

Iba el hombre tan tranquilo caminito del Ministerio de la Gobernación, lo que hoy es la sede de la Comunidad de Madrid, cuando se paró don José donde se paraba siempre: frente al escaparate de la librería San Martín, en la esquina de Sol con la calle Carretas. Dos policías que se supone que escoltaban a Canalejas iban demasiado rezagados, y un tercero se había adelantado para comprobar que la entrada al Ministerio estuviera despejada. Conclusión: Canalejas estaba solo. Genial protección. Y allí, frente a la librería, sin moros en la costa, el anarquista Manuel Pardiñas descerrajó dos tiros en la cabeza al presidente del Consejo.

El terrorista intentó huir, pero uno de los policías acertó a liarse a porrazos y, con la ayuda de algún viandante, logró corlarle la huida. Manuel Pardiñas se vio perdido y allí mismo se pegó un tiro para evitar el garrote vil. La conexión anarquista quedó más que demostrada en el asesinato de José Canalejas, pero aún hubo gente que siguió buscando tres pies al gato. Un tal Hakim Boor se empeñó en que a Canalejas lo mataron los masones. Pero nadie le hizo caso, porque Hakim Boor era el seudónimo de Francisco Franco.

Y otro asunto: el primero que reglamentó que los políticos eligieran entre jurar por los Evangelios o prometer por el propio honor fue Canalejas. Sepan, pues, quienes creen que esto de jurar o prometer es una modernez, que se hace desde hace casi cien años. Prometido.

Rafael del Riego, sin cabeza pero con himno

Unas líneas más atrás les hablaba de la pérdida del bandolero más guapo de Madrid, y ahora le toca el turno a un colega de patíbulo que salió de la misma cárcel y terminó en las mismas y deplorables condiciones: muerto. El general Rafael del Riego, el que puso apellido al famoso pronunciamiento, no coincidió en la celda con el bandolero, porque el militar que inició el levantamiento liberal contra el absolutismo de Fernando VII fue ejecutado el 7 de noviembre de 1823, catorce años antes que Luis Candelas.

Pero ya hubiera querido Riego tener la misma muerte que el bandolero. Si lo llega a saber con tiempo, no se pronuncia y hasta se hace paje del rey. Riego perdió todo lo ganado y la España constitucional perdió mucho más, pero al menos las dos repúblicas que ha tenido el país aprovecharon el canto de Riego como himno nacional.

Del general Riego habría mucho que contar, bueno y malo, porque alguna vez patinó y como político era un poco bocazas. Pero no es menos cierto, que diría un letrado, que provocó tal cascada de acontecimientos que su lugar en la historia está más que merecido. Rafael del Riego fue asturiano, masón y un liberal un tanto exaltado. Obligó a Fernando VII a jurar la Constitución de 1812, pero, como el rey era un cínico y no estaba dispuesto a dejar que los liberales corrieran a sus anchas por España, llamó a los Cien Mil Hijos de San Luis para que le echaran cien mil pares de manos. Menuda estafa… porque resultaron ser sólo 95.062.

Con la ayuda de los franceses, a Rafael del Riego le acabaron apresando en Andalucía y no tardaron en condenarle a muerte. Estuvo encerrado en la cárcel de la Corte de Madrid, recuerden, el actual Ministerio de Exteriores, y de allí salió hacia la horca en la plaza de la Cebada. Llegó arrastrado encima de un serón para mayor humillación, pero su condena iba más allá. Tenía que ser decapitado… después de ahorcado, claro, porque si no la ejecución hubiera sido harto complicada. El fiscal pretendió que la cabeza de Riego fuera enviada a Las Cabezas de San Juan, en Sevilla, porque allí inició Riego su pronunciamiento. Pero lo cierto es que en Las Cabezas de San Juan no tienen noticias de la cabeza de Riego porque el tribunal no aceptó semejante sugerencia. Allí lo recuerdan con cariño y como héroe, pero la cabeza no la tienen. De Riego, sólo queda su himno.

«Mister Lennon?»

Han pasado casi treinta años y muchos aún seguimos con la boca abierta por una muerte tan absurda y tan innecesaria como la de John Lennon. El 8 de diciembre de 1980 John Winston Lennon y su mujer, Yoko Ono, regresaban a su casa del edificio Dakota, en el número 1 de la calle 72 de Nueva York, cuando alguien llamó la atención de la pareja por la espalda. «
Mister Lennon

.

El músico se giró y recibió por toda respuesta cinco tiros. Aquella frase que salió del genio de Lennon y que decía «imagina que no hay nadie por quien matar o morir» se fue al garete.

Mark David Chapman fue su asesino. Un tipo desquiciado, un mitómano de veinticinco años que admiraba a Lennon hasta la obsesión. Un vulgar cazador de autógrafos a quien el propio músico le había regalado su firma, estampada sobre el disco
Double Fantasy
, sólo unas horas antes de morir. Chapman llevaba en los bolsillos el libro de Salinger
El guardián entre el centeno
, de donde, según él mismo declaró, sacó la inspiración para matar al Beatle. Pero esto es lo de menos, porque dado su estado mental, también un prospecto de aspirinas le hubiera empujado a asesinar a Lennon.

Lennon llegó todavía vivo al Hospital Roosevelt en un coche de policía, pero una de las cinco balas había destrozado la aorta y murió desangrado. Chapman cumple cadena perpetua en la prisión neoyorquina de Attica, alejado del resto de los internos por su propia seguridad. Lleva desde el año 2000 intentando salir con la condicional, pero no hay tutía. Cuatro veces se la han denegado, y se la volvieron a rechazar en octubre de 2008 cuando la solicitó por quinta vez.

Todos los 8 de diciembre, los admiradores de John Lennon se congregan en Central Park, junto al gran mosaico que recuerda al Beatle con la inscripción «
Imagine
». Es su única y simbólica tumba. David Chapman ya ha cumplido más de medio siglo, pero por su culpa Lennon no pudo cumplir más de cuarenta.

Calígula, alias
Sandalita

Roma sólo ha tenido un emperador más chiflado que Nerón, Calígula, y el 24 de enero del año 41 se le acabó lo de hacer más chifladuras. Durante la celebración de los Juegos Palatinos dos miembros de la guardia pretoriana, Casio Querea y Cornelio Sabino, le esperaron en un pasillo que llevaba del palco real al lugar donde se servía la comida. Le arrearon treinta espadazos y lo dejaron en el sitio. El imperio se libraba así de un pirado, pero sólo a la espera de que llegara Nerón.

Calígula no se llamaba Calígula, que ése era su apodo. Su nombre era Cayo Julio César, pero cuando era pequeñito lo presentaron ante los ejércitos romanos con las sandalias típicas que llevaban los soldados y que se llamaban cáliga. A partir de ahí le pusieron Calígula, que era diminutivo de cáliga. O sea, que el emperador más perturbado de Roma pasó a la historia con el nombre de Sandalita.

Fue asesinado con sólo veintiocho años, pero tuvo tiempo de casarse cuatro veces, de sacar a los romanos de sus casillas y de convertir su palacio en un lupanar. Su gobierno estuvo tan lleno de excentricidades que es imposible extraer alguna que destaque. Empezando por el nombramiento de su caballo
Incitatus
como cónsul y terminando por aquella guerra que se inventó contra germanos y británicos sólo para volver a Roma y recibir una ovación. Pero no se había pegado con nadie.

Calígula, como todos los emperadores defenestrados, acabó incinerado apresuradamente y sus restos enterrados en cualquier parte. Había que pasar página cuanto antes, y mientras la guardia pretoriana nombraba a su tío Claudio como nuevo emperador, el Senado decretó una
damnatio memoriae
contra Calígula, una condena de la memoria que implicaba borrar su nombre de los monumentos, destruir sus imágenes y prohibir la pronunciación de su nombre. Dio igual. Casi dos mil años después resulta que su memoria nos ha alcanzado por encima de la de cualquier otro emperador precisamente por ser un estrafalario y el más peliculero.

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