Lo del
Titanic
fue una broma comparado con la tragedia del
Wilhelm Gustloff.
Siempre que se habla de vikingos los imaginamos con cuernos, sembrando el terror a diestro y siniestro y navegando entre los hielos del norte. Pero resulta que de estas tres cosas sólo una es cierta: que eran temibles, pero ni llevaban cuernos en los cascos ni mucho menos sus andanzas se limitaron al mar. El 26 de noviembre del año 885 setecientos barcos vikingos atacaron París. En realidad, atacaron los veinte mil vikingos que iban dentro de los barcos. Todos muy altos, muy rubios y muy bestias. Cuando los vikingos se hacían a la mar a ver qué pillaban había que echarse a temblar, porque llevaban todo tipo de intenciones menos la de hacer amigos. Llegaron a París remontando el río, y allí vivían los parisinos muy recogiditos en una isla del Sena, donde ahora está la catedral de Notre Dame. Y menos mal que la isla estaba amurallada, porque sólo así pudieron resistir el asedio vikingo durante tres meses. Los parisinos lucharon con uñas y dientes, y hasta arrojando aceite hirviendo mezclado con cera y betún para freír a los atacantes, pero no había forma. Los vikingos eran muy pesados.
El señor de París, el conde Eudes, no encontró otra que pedir ayuda al emperador carolingio Carlos III el Gordo. Este emperador no es que se diera mucha prisa ni tuviera ganas de guerrear, porque además de llegar cuando París estaba en las últimas, lo único que hizo fue sentarse a beber y comer durante dos días con el vikingo Sigfrido, darle una fortuna en joyas y convencerle de que se fuera a invadir Borgoña, que allí el vino era mejor.
París se libró, pero al emperador le salió cara la negociación: su pasividad, su gordura y su falta de arrojo para echar a los vikingos de Francia le costaron el reino. En su lugar subió al trono el conde Eudes, que, por dar sólo una pista, fue el que pondría en marcha la dinastía de los Capetos, la de los reyes de Francia.
Hay que ver la que liaron los vikingos con la tontería de invadir París. Y eso que por aquel entonces no había mucho que ver.
El hundimiento del
Maine
, el acorazado estadounidense que saltó por los aires en el puerto de La Habana (Cuba), ha pasado a la historia como una de las mayores fullerías perpetradas por Estados Unidos contra España. Ocurrió el 16 de febrero de 1898, todavía noche del 15 en La Habana. Aquel hundimiento le vino de perlas a Estados Unidos, que acusó a España del desastre, deseoso como estaba de enzarzarse en una guerra para echarnos de Cuba. Una comisión de investigación demostró que al
Maine
no lo había hundido nadie, que se había ido a pique él solito, porque prendió el carbón almacenado y el fuego alcanzó los depósitos de municiones. Estados Unidos dijo que de eso nada, que lo habíamos hundido nosotros. Y nos declararon la guerra.
Antecedentes del hecho: Cuba y España estaban enfrentadas por la independencia de la isla, y ojo avizor andaba Estados Unidos, que ayudaba bajo cuerda a los rebeldes cubanos para acabar con el dominio español y poder empezar a dominar ellos. En mitad de este fregado amarró en La Habana el acorazado
Maine
. Aquella noche de febrero, un monumental estruendo rompió la celebración del martes de Carnaval. El
Maine
había estallado. Washington acusó a España del atentado, pero España dijo que de qué estaban hablando, que nosotros no habíamos hundido nada. Estados Unidos buscaba una excusa para hacer la guerra y el hundimiento del
Maine
era inmejorable. Como las pruebas salvaban a España porque los daños del casco demostraban que la explosión había sido interna, Estados Unidos se buscó un gran aliado, la prensa.
Los dos más poderosos editores, William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, intoxicaron todo lo que pudieron y más hasta conseguir que todos los estadounidenses señalaran a España como la asesina de los doscientos sesenta y seis marineros que murieron con el
Maine
. La guerra estaba servida. Ahora bien, peor fue lo de la prensa española, con titulares del tipo «Los estadounidenses desertarán al oír los primeros disparos españoles». Menudo ojo. A España le quedaban dos telediarios para perder Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Fin del imperio colonial español.
A los soldados enviados por la ONU a regiones en conflicto los llamamos cascos azules, pero éste es el nombre fácil, porque en realidad se llaman, por resumir mucho, División Militar del Departamento de Operaciones de Naciones Unidas para el Mantenimiento de la Paz, término que no utiliza nadie porque los telediarios se harían eternos. Fue el 5 de noviembre de 1956 cuando la ONU encargó a un general canadiense que se pusiera a reclutar soldados, los uniformara, les pusiera un casco azul y los enviara a Oriente Próximo a poner orden. Israel, Inglaterra, Francia y Egipto andaban a tortas por el control del Canal de Suez.
Meses antes, al presidente egipcio Nasser no se le ocurrió mejor cosa que nacionalizar el Canal de Suez, y a Gran Bretaña y Francia, las propietarias, les dio un pasmo. Y otro pasmo más gordo le dio a Israel, porque Egipto dijo que por su canal no pasaría ningún barco israelí, que rodearan África si querían llegar al Indico. La guerra se instaló en Oriente Próximo y el asunto llegó a la ONU, que aquel 5 de noviembre inició el reclutamiento de los seis mil soldados de la FENU 1, siglas de la primera Fuerza de Emergencia de Naciones Unidas para el Mantenimiento de la Paz.
En cuanto los soldados aparecieron por la península del Sinaí, la sabiduría popular los llamó cascos azules, y hasta hoy. Curiosamente, y por llevar la contraria, en el único sitio donde no llaman cascos azules a los cascos azules es en la ONU. Allí siguen empeñados en utilizar siglas para las misiones de sus soldados, y encima les ponen un nombre distinto según la misión: Lo de FENU quedó para Oriente Medio, pero luego llegaron la UNOSOM de Somalia, la MONUA de Angola, la MINUGUA de Guatemala, la UNIPOM de Pakistán o la APRONUC de Camboya… y así hasta cuarenta y siete misiones a cual más larga de nombrar. Cualquier cosa con tal de no decir «oye, que os enviamos a los cascos azules».
La batalla de Iwo Jima ha pasado a la historia por ser una de las más cruentas, míticas y cinematográficas de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó el 19 de febrero de 1945 y resulta increíble que en aquella minúscula, inhóspita y perdida isla del Pacífico se pegaran veintidós mil japoneses contra cien mil estadounidenses. Era tanta gente en tan poca tierra que, más que luchar, se estorbaban. Dispararan donde dispararan, daban a alguien. Digo que la de Iwo Jima es una batalla mítica porque allí se hizo la famosa foto de los seis marines levantando la bandera de las barras y las estrellas atada a una tubería, y digo que fue cruenta porque en aquel mínimo pedazo de tierra de veinte kilómetros cuadrados murieron veintiocho mil hombres.
Y digo también lo de cinematográfica porque Clint Eastwood dirigió casi a la vez, no una, sino dos películas sobre el asunto. Una,
Banderas de nuestros padres
, para agradar a los estadounidenses, y otra para contar la visión japonesa del asunto, titulada
Cartas desde Iwo Jima
, ambas estrenadas en 2007.
¿Por qué era tan importante para los estadounidenses conquistar aquella agreste isla del Pacífico y por qué era aún más crucial para los japoneses conservarla? Fácil. Estados Unidos acababa de conquistar las islas Marianas y el pequeñajo islote de Iwo Jima estaba justo a mitad de camino entre las Marianas y Japón. Como los japoneses disponían en Iwo Jima de un potente radar y los bombarderos estadounidenses tenían que pasar por allí sin más remedio cuando quisieran bombardear Tokio, los nipones los pillaban a todos.
Encima, los bombarderos, los temibles B-29, tenían que ir escoltados por cazas, y estos cazas no tenían suficiente autonomía de vuelo para hacer Las Marianas-Japón. Japón-Las Marianas, así que Estados Unidos necesitaba Iwo Jima para repostar. Por eso Estados Unidos echó el resto en conquistar la isla y los japoneses sacrificaron veinte mil hombres en defenderla. La batalla duró cinco semanas, las cinco semanas más sangrientas de la guerra del Pacífico.
Las aspiraciones austríacas al trono de España recibieron hace poco más de trescientos años su tiro de gracia. Fue el 25 de abril de 1707 cuando se produjo en los campos de Almansa, en Albacete, la batalla decisiva para que Felipe V asentara sus reales en el trono español. No es que los austríacos dieran por perdida la lucha, porque aún plantaron cara en otras dos batallas posteriores, las de Villaviciosa y Brihuega, pero los Borbones ya se los habían merendado en la famosa batalla de Almansa.
Borbones y austríacos se disputaban el trono de España desde que en 1700 muriera Carlos II sin descendencia. El lío vino porque Carlos II era un Habsburgo, austríaco, y pese a ello dejó como heredero al trono a un Borbón, a un francés, a Felipe V. Los austríacos pensaron que Carlos II estaba tonto (que es verdad que lo estaba) y, por supuesto, no aceptaron perder una corona que monopolizaban desde hacía doscientos años. Felipe V, el Borbón beneficiado en la herencia, dijo que Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita, y se plantó en España. El archiduque Carlos de Austria también hizo las maletas y se encajó aquí con todas sus tropas. La guerra por la sucesión quedó servida en bandeja.
En el bando de Felipe V estaban Francia y España, y en el del archiduque Carlos, Austria, Gran Bretaña, Portugal y una unión temporal de empresas formada por siete provincias del norte de los Países Bajos conocida como Provincias Unidas. En Almansa nunca habían oído hablar tantos idiomas, pero encima los almanseños tuvieron que hacer de sepultureros, enfermeros y posaderos de dos ejércitos con más de cuarenta mil hombres. Ganó el Borbón.
Y menos mal que cuando se conmemoró en 2007 el tercer centenario del encontronazo, en Valencia estaban entretenidos con la Copa América de vela, porque no les hacía ninguna gracia recordar que después de aquella batalla perdieron todos sus fueros y vieron arrasadas sus tierras por haber apoyado al austríaco. Por allí dicen que «
Quan el mal ve d'Almansa, a tots alcança
» (Cuando el mal viene de Almansa, a todos alcanza). No lo dicen por los almanseños de ahora, sino por los Borbones de entonces.
Qué desastre el que sufrió Madrid aquel 3 de mayo de 1808. Y qué calamidad la que le esperaba a España a partir de entonces y durante los siguientes años. El insaciable Napoleón invadió el país, los madrileños se levantaron y luego las tropas napoleónicas los tumbaron a bayonetazos. La resistencia madrileña del día anterior a la ocupación de veinte mil soldados napoleónicos tuvo consecuencias inmediatas: los goyescos fusilamientos del 3 de mayo. Pero, ojo, que el cuadro se pintó para hacerle la pelota a Fernando VII.
El mariscal francés Murat se cabreó muchísimo por la resistencia ciudadana. Escribió en su diario: «El pueblo de Madrid se ha dejado arrastrar a la revuelta y al asesinato. Sangre francesa ha sido derramada. Sangre que demanda venganza». No esperaría Murat que los madrileños se quedaran de brazos cruzados y empezaran a estudiar francés con entusiasmo. Cuarenta y cinco revolucionarios fueron pasados por las armas en la montaña del Príncipe Pío, los fusilamientos más famosos del 3 de mayo porque fueron los que plasmó Goya, pero también los hubo en El Retiro y en el Paseo del Prado. Todo aquel que tenía un arma con la que luchar contra los franceses fue detenido y ajusticiado. Hasta la bordadora Manuela Malasaña, que se fue a por los franceses con sus tijeras de costura.
El mayo madrileño quedó grabado en la memoria de los españoles como símbolo de resistencia, y Goya también lo tuvo muy presente cuando quiso bailarle el agua a Fernando VII una vez reinstaurado en el trono. Goya había pasado por ser un colaboracionista. Congenió muy bien con los franceses y hasta pintó a José Bonaparte.
Para reconciliarse con la monarquía y salvar su cuello, rogó, suplicó el permiso para, textual, «perpetuar por medio del pincel las escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa». A Goya se le dio la venia, su patriotismo quedó a salvo, se congració con la corte y el cuadro de los fusilamientos del 3 de mayo pasó a ser uno de los más emotivos de la historia de la pintura.
España nunca se ha resignado a perder Gibraltar, lo que pasa es que ahora las cosas discurren por la vía diplomática. Pero el 7 de mayo de 1727 veinte mil hombres armados hasta los dientes intentaron recuperar Gibraltar por las bravas. A los pobres les dieron por todos lados, porque los británicos estaban atrincherados en las cuevas del Peñón y cada vez que los españoles disparaban daban en roca. Un mes duró el sitio de los españoles para recuperar Gibraltar, pero no hubo forma. Al final, España tragó bilis y aceptó retirar el asedio. Años más tarde volvimos a la carga.
Muy peliagudo este asunto de Gibraltar, pero es que viene de largo, y los granos y los peñones se enquistan con el tiempo. España no habría perdido Gibraltar si Carlos II hubiera tenido al menos un hijo. Aunque fuera feo y corto de luces, pero uno al menos. Al morir sin descendencia acabaron pegándose por el trono español Felipe V y el archiduque Carlos de Austria. Al austriaco le apoyó en la Guerra de Sucesión Gran Bretaña, que, aprovechando la coyuntura, instaló sus tropas en el Peñón de Gibraltar.
La guerra al final la perdió el archiduque Carlos, así que Gran Bretaña se retiró a sus cuarteles. Sin embargo, ya que estaban en el peñón, se quedaron porque hacia buena temperatura y las vistas eran inmejorables. Pero es que luego llegó el famoso Tratado de Utrecht, aquel por el cual quedaba claro que Felipe V se quedaba con el trono de España y a cambio cedía Gibraltar a los ingleses, textualmente, «en plena y entera propiedad».
Años más tarde, Felipe V tuvo oportunidad de recuperar el peñón, porque así se lo propuso el rey inglés Jorge I a cambio de que el Borbón dejara de asediar Sicilia. Pero Felipe V se empeñó con Sicilia y al final ni una cosa ni la otra: en Sicilia hablan italiano y en Gibraltar, inglés.
Pero hubo una oportunidad más: Inglaterra propuso de nuevo al Borbón recuperar el Peñón si a cambio cedíamos la parte española de la isla de Santo Domingo. Y tampoco. Como Felipe V estaba gafado, al final acabó perdiendo Santo Domingo en favor de los franceses. Este hombre, negociando, era un completo despropósito.