Menudas historias de la Historia (36 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Magallanes había sudado la gota gorda atravesando los 560 kilómetros de aquel maldito estrecho que hay en la punta sur de América. Lo llamó el Canal de Todos los Santos porque entró en él, precisamente, el primero de noviembre, aunque tuvo tanto mérito que saliera vivo de allí que luego también le enmendaron la plana a él y rebautizaron aquel canal como estrecho de Magallanes.

Cuando por fin pudo abandonar aquel laberinto de islas y arrecifes, después de veinte días asediado por corrientes que ya no sabía ni de dónde le venían, azotado por tormentas encadenadas y cruzándose sólo con pingüinos, se encontró con unas aguas calmadas y profundas que le parecieron gloria bendita. Tras ocho días navegando en completa calma, Magallanes pensó que era una tontería llamar mar del Sur a aquella inmensa cantidad de agua. Eso era un océano en toda regla, tranquilo y sereno. Ocurre que el navegante tuvo la inmensa fortuna de que en su camino hacia Asia le acompañara permanentemente el buen tiempo, y por eso el nombre de ese océano no podía ser otro que Pacífico. Pero, claro, no siempre es así, y en los siguientes siglos más de uno se ha acordado del padre de quien bautizó al océano, porque los huracanes, los tifones y los seísmos están en la orden del día. Pero, bueno, ya no es cuestión de cambiarle otra vez el nombre.

La travesía del
Mayflower

Menuda aventura en la que se embarcaron el 6 de septiembre de 1620 un grupo de disidentes religiosos ingleses camino de América. Eran peregrinos que no comulgaban con el anglicanismo oficial inglés y se dijeron, pues, mira, fletamos un barco y nos vamos a la otra punta del mundo, que allí sólo hay indios y no nos meterán el dedo en el ojo. El famoso buque
Mayflower
partió aquel día 6 de Plymouth con ciento dos colonos a bordo. Qué mareo de travesía.

Los peregrinos del
Mayflower
se fueron a América en busca de riqueza y libertad, para que nadie les dijera cómo pensar ni en qué creer, lo cual no quiere decir que no fueran religiosos. Eran más que eso. Eran puritanos. Como al rey de Inglaterra, Jacobo I, no le gustaban, y a ellos tampoco les gustaba Inglaterra, llegaron a un acuerdo con la corona, el rey les dio permiso y se largaron con viento fresco y mar en calma. Dos meses duró la travesía, porque se metió el mal tiempo, hubo muchas avenas y el pasaje tuvo que encerrarse en las bodegas, mareado perdido. Tenían muy claro que llegaban vivos o no llegaban, pero no iban a dar la vuelta. Fue un milagro, en el periplo sólo murió una persona.

Tres mujeres se embarcaron embarazadas y una de ellas parió en el camino. Al niño, por supuesto, lo llamaron Océanus. Al final llegaron, pero no les interesaba desembarcar en una colonia inglesa, porque estaría llena de anglicanos y acabarían teniendo el mismo problema que en Inglaterra. Continuaron hasta un lugar que John Smith, aquel que dijeron que fue el novio de Pocahontas, había bautizado como Plymouth. Qué casualidad, partieron de Plymouth, Inglaterra, y se instalaron en Plymouth, América.

Los indios recibieron bien a los peregrinos del
Mayflower
, les enseñaron cómo cultivar allí la tierra y todos hicieron buenas migas. Meses después recogieron la primera cosecha, tan abundante, que montaron una juerga de tres días. Y esta fiesta fue la que dio origen al famoso y machacón Día de Acción de Gracias, ese que sale en todas las películas con la familia comiéndose un pavo.

Colón, vuelta a las andadas

Había una buena montada en Cádiz aquel 25 de septiembre de 1494. Un tipo de nombre Colón iniciaba su segundo viaje hacia unas nuevas tierras conquistadas en nombre de la corona de Castilla un par de años antes. Nadie sabía entonces que aquello era un continente nunca explorado, porque Colón seguía empeñado en llegar a Cipango, a Japón, por una ruta hacia el oeste y demostrar, así, que la tierra se podía rodear en barco. De hecho, Colón se murió sin enterarse de que entre Asia y Europa, en mitad del mar, estaba América.

Este segundo viaje de Colón ya no tenía la modestia del anterior. Ahora viajaban diecisiete naves, nada de tres miserables carabelas, y casi mil quinientos hombres entre soldados, frailes, artesanos y campesinos. Se trataba de afianzarse en los nuevos territorios, de comenzar la colonización, pero, sobre todo, Colón estaba empeñado en llegar a Cipango, y anda que no quedaba lejos Cipango; como unos 15.000 kilómetros más hacia Occidente. Pero, bueno, mientras buscaba lo suyo, Colón iba desembarcando en islas caribeñas y tomando posesión: La Deseada, Dominica, Guadalupe, Montserrat, Puerto Rico… Hasta que se dio de bruces con el primer disgusto: el fuerte Navidad, aquel que se construyó en La Española durante el primer viaje con los restos de la carabela
Santa María
, estaba hecho añicos. Y lo peor, a los treinta y nueve hombres que dejó allí los habían matado los indios.

Aquí comenzaron las tiranteces con los indígenas y desde entonces nos tienen cierta manía. Lógico, porque los nativos querían seguir a lo suyo y correteando en taparrabos, y los conquistadores se empeñaron en quitarles el oro con una mano mientras con la otra los cristianizaban. Sin olvidar los desmanes con la población femenina, que ésta fue otra. Pero, bueno, aquel segundo viaje quedó marcado en la historia porque fue en el que se fundó la primera ciudad española en América, La Isabela, y en donde comenzó la mala fama de Cristóbal Colón, porque, además de descubrir, ahora había que gobernar. Y eso era otra historia.

Hernán Cortés
versus
Moctezuma

La jornada del 8 de noviembre de 1519 a los españoles no nos dice gran cosa, pero los mexicanos tienen la fecha clavada en el alma. Este día se vieron por primera vez las caras Hernán Cortés y el señor de México, Moctezuma. El encuentro fue en Tenochtitlán, una impresionante urbe construida sobre el agua, justo donde ahora está la caótica ciudad de México Distrito Federal.

En aquel encuentro entre Moctezuma y Hernán Cortés se juntaron el hambre y las ganas de comer. El conquistador extremeño iba a por todas y el emperador mexica tenía mejor talante con el español que espíritu guerrero, así que, a la primera de cambio, Cortés hizo prisionero a Moctezuma, le quitó el penacho de plumas y se quedó con México. Cierto es que Hernán Cortés fue un hábil invasor, porque desde que desembarcó en la costa de Veracruz supo ver que los aztecas, con Moctezuma al frente, tenían muy descontentos a otros pueblos.

En su camino desde Veracruz a Tenochtitlán, Cortés fue estableciendo alianzas con las poblaciones sometidas, y esto fue fundamental para vencer a Moctezuma. Utilizó el viejo truco del divide y vencerás.

La superstición también jugó un papel importante, porque el emperador mexica temía que aquel tipo llegado del mar fuera en realidad el mismísimo dios Quetzalcoatl, literalmente «serpiente emplumada», a veces representado en la imaginería azteca con aspecto de hombre blanco, rubio y barbudo. O sea, clavadito a Cortés. Los caballos, unos animales que en México no habían visto nunca, y el despliegue de armas con pólvora que hicieron los españoles, terminaron por convencer a Moctezuma de que aquélla era una delegación sobrenatural retornando del pasado.

Cuando Cortés por fin se encontró con el emperador aquel 8 de noviembre, la mitad del camino para la conquista estaba andado. El boato con el que fueron recibidos los españoles y las riquezas que desplegaron los aztecas para agasajarlos fue el último buen rollito que tuvieron invasores e invadidos.

Sir Francis Drake

Cuán cierto es eso de que todo es según el color del cristal con que se mira, porque no hay país que no tenga en la nómina de los héroes a personajes que no son más que villanos para el resto del mundo. Francis Drake, por ejemplo. Un figura en su país y un ladrón y asesino a sueldo para quienes sufrieron sus saqueos y sus bandidajes. O sea, los españoles. El 9 de enero de 1595 se acabaron sus fechorías. Murió de disentería y dio con sus huesos en el agua porque así lo dictaba la ley del mar. Para Inglaterra murió un héroe; para España, un bandido.

Sir Francis Drake no era exactamente un pirata, ni un bucanero, ni un filibustero. Era un corsario, una rama finolis de la piratería, porque actuaba con patente de corso expedida por la reina y bajo el amparo de la corona de Inglaterra. No tenía parche en el ojo, ni tenía un loro por mascota, ni iba zarrapastroso. Vestía bien, llevaba la barba bien peinada y era limpio y aseado, pero tan delincuente como los que llevaban la pata de palo. Drake, simplemente, era el más pijo de los piratas.

Los golpes más sonados de este corsario los dio en puertos españoles en el Caribe y a barcos que transportaban de América a España lingotes de plata, monedas de oro, joyas y piedras preciosas. Una vez consiguió abordar un buque español, conocido como
El Cagafuego
por la cantidad de cañones que llevaba a bordo para proteger las riquezas, y se calcula que birló un botín de 400.000 pesos de la época, unos 18 millones de euros de ahora según los que saben calcular estas cosas.

Cierto es también que Francis Drake fue un gran navegante, aunque no tan bueno como los españoles. Fue el primer inglés en pasar el estrecho de Magallanes, después de Magallanes, por supuesto; y el primer inglés en completar la vuelta al mundo, después, evidentemente, de Juan Sebastián Elcano. Y fue también el que logró derrotar a la Armada Invencible, aunque ya quedó claro en su día —y en este caso concreto nos interesa creerlo— que no fue él, que fueron los elementos. Es lógico que tuviera tanta ojeriza a los españoles. Robar, nos robaba mucho, pero ganar, no nos ganaba ni una.

Muere Juan de la Cosa

Fue un tipo muy importante Juan de la Cosa. No sólo navegante, aventurero y conquistador, sino que gracias a estos tres oficios se convirtió también en el primer cartógrafo de América. Menos mal que el primer mapa en el que aparecía el nuevo mundo descubierto le dio por hacerlo antes del 28 de febrero de 1510, porque ésta fue su última jornada de trabajo. Se lo cargaron los indios. Y, encima, él lo sabía. Sabía que iba a ocurrir.

Juan de la Cosa vivió el descubrimiento paso a paso. No perdió ripio desde el mismo momento en que Colón le pidió prestada su nave para que fuera una de las tres carabelas del viaje inaugural a las Indias. El barco de Juan de la Cosa se llamaba
La Gallega
, pero acabó pasando a la historia rebautizado como
Santa María
. A partir de entonces no dejó de ir y venir. Si Colón hizo cuatro viajes, Juan de la Cosa acabó haciendo siete, y fue, evidentemente en el último, cuando las cosas se torcieron.

La expedición iba comandada por Alonso de Ojeda, pero el que conocía el terreno era Juan de la Cosa. Ojeda quería desembarcar en las costas de Cartagena, en la actual Colombia, atacar a los indios y quedarse con aquel pedazo de selva. De la Cosa le aconsejó que no hiciera eso. Le dijo, más o menos, «mira que a estos indios los conozco yo de antes, que gastan malas pulgas, lanzan flechas envenenadas y son poco dados a las relaciones publicas. Mejor desembarcamos en otro sitio y luego ya veremos». Pero Ojeda, erre que erre, desembarcó, se fue a por los indios y les leyó la famosa proclamación por la que tenían que someterse al imperio español y a la cruz cristiana. Los indios dijeron que de eso nada y se enzarzaron.

Al principio, ganó Ojeda, pero los indígenas se replegaron hacia el interior, el conquistador se envalentonó y los siguió tierra adentro. Juan de la Cosa, mientras, insistía «no vayas, Alonso, acuérdate de lo de las flechas». Y, efectivamente, en plena selva cayeron los españoles como chinches, y fue Juan de la Cosa quien recibió un flechazo envenenado por salvar el pellejo de Ojeda. Mira que lo venía advirtiendo. Pues ni caso.

Colón regresa a Palos

Tan contento llegó Colón, el 15 de marzo de 1493, al mismo puerto de donde había partido siete meses antes. Regresaba de su primer viaje a las Indias, triunfante, con una nave menos, una tripulación hecha polvo, un par de indios mareados, varios papagayos y una ignorancia supina. Anunció a bombo y platillo que había abierto una nueva ruta y que había llegado a los alrededores de China. Aun después de cuatro viajes, siguió sin enterarse de que había descubierto un continente.

Colón tocó el puerto de Moguer, a orillas del río Tinto y al mando de
La Niña
, sólo unas horas antes de que lo hiciera
La Pinta
, comandada por Martín Alonso Pinzón. Y, por cierto, llegaron de morros y no se volvieron a dirigir la palabra, sobre todo porque el Pinzón se murió a los pocos días.

Lo primero que hizo la tripulación de
La Niña
, con Colón a la cabeza, nada más desembarcar aquel 15 de marzo fue encaminarse al convento de Santa Clara, allí mismo, en Moguer, para cumplir lo que se conoció como el voto colombino. Esto del voto fue una promesa que hizo la tripulación sólo un mes antes, a mediados de febrero y en pleno temporal en las Azores, si se daba el milagro de salir con vida de aquel mar embravecido. Tiene gracia. Toda la vida oyendo hablar del anticiclón de las Azores y al pobre Colón le pilló una borrasca.

Como aquel milagro se dio, la tripulación cumplió con el voto colombino y se fue de inmediato al convento de Santa Clara, donde el descubridor encendió un cirio de cinco libras de cera, pidió una misa y se pasó toda la noche de vigilia. Los papagayos los dejó fuera. Precisamente por esta acción de gracias el convento ha pasado a ser el monumento colombino más importante de Moguer y cada año aún se conmemora el evento.

Una vez en paz con Dios, Colón emprendió camino a Barcelona para recibir de los reyes los agasajos, gobiernos, virreinatos y títulos prometidos. Se los dieron, pero conste que él continuó empeñado en que había llegado a China.

Descubierta la isla de Pascua

El 5 de abril de 1722 cayó en domingo, en Domingo de Resurrección, y aquel día, por primera vez un europeo puso los ojos en una isla perdida en mitad del Pacífico. Era inhóspita y estaba superpoblada por unos señores bronceados cuya principal actividad era erigir esculturas gigantescas de sus ancestros. La isla era rara, muy rara, pero, incluso así, el marino holandés Jakob Roggeveen se la quedó. ¿Y cómo se bautiza a una isla descubierta un Domingo de Resurrección? Pues no hay que darle muchas vueltas. Isla de Pascua.

Al marino Roggeveen le pasó lo que a todos, que iba buscando una cosa y se encontró otra. Era una manía habitual en los descubridores. El intentaba llegar a la Tierra de Davis, un supuesto continente que ni siquiera existía, pero se encontró con una pequeña isla que los vecinos del lugar llamaban Rapa Nui. No es que le apeteciera mucho quedarse, porque aquello estaba de bote en bote. Demasiada gente en tan poco terreno. Es lo que tiene vivir en una isla tan alejada de otra tierra, que no hay otro entretenimiento más que reproducirse y llega un momento en que la isla no da más de sí. Eso pasaba en Rapa Nui, que tenía quince mil habitantes y muchos clanes a la greña, porque todos querían mandar.

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