España fue el perfecto banco de pruebas para que los soldados adquirieran experiencia y para probar la efectividad de nuevo armamento. Inmediatamente después de aquel 6 de junio, la Legión Cóndor quedó disuelta, pero cuando los soldados no habían terminado de quitarse las botas, tuvieron que volver a calzárselas. Tres meses después comenzaba la Segunda Guerra Mundial, y los mejores especialistas para acometerla se habían forjado en la Legión Cóndor.
La noche del 8 de octubre de 1824 estaba todo preparado para que alguaciles y funcionarios de la corte comenzaran a clavar en todas las plazuelas de Madrid un bando que condenaba al patíbulo a todo aquel insensato que gritase en público «¡Viva la Constitución!». El bando lo leyeron primero los madrileños, pero en pocos días no había plaza de ciudad o pueblo de España donde no quedara colgada la amenaza. Dio lo mismo, unos cuantos gritones siguieron dando voces por la libertad.
La Constitución a la que no se podía jalear era La Pepa, la de 1812, un texto que más que una Constitución era el río Guadiana. Aparecía y desaparecía según tuviera el día Fernando VII. Dos años después de promulgada volvió el rey de su exilio y la tiró por tierra. Se recuperó durante el Trienio Liberal, pero volvió otra vez el rey a dar la matraca con eso de que el único que podía mandar era él y, esta vez, para defender su tesis se trajo a los Cien Mil Hijos de San Luis. Como ya eran muchos, la Constitución se fue definitivamente al garete y comenzó la famosa Década Ominosa, la restauración del absolutismo con el maligno y cínico Borbón en el trono. Cínico, porque fue él quien dijo eso de «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Hasta que se cansó de andar.
Fernando VII se la tenía jurada a los liberales y a su maldita Constitución, y tuvo un apoyo excelente en el mayor pelota de la corte, el ministro de Justicia Francisco Tadeo Calomarde, que fue quien redactó el bando. Para la historia política de España ha quedado la frase que acuñó Jacinto Benavente para meterse con los gobernantes de turno. «Este es el peor gobierno desde los tiempos de Calomarde», se decía.
El bando condenando a muerte a quien vociferara «¡Viva la Constitución!» surtió relativo efecto, porque el alboroto no se acalló. Es más, cuando los detenían, al grito constitucional añadían «muera el Rey», «viva la libertad», «abajo los realistas». Total, como no les podían matar cuatro veces…
Decir que el 8 de octubre de 1814 comenzó el Congreso de Viena para reorganizar las fronteras europeas tras el desbarajuste que dejó Napoleón suena a historieta petardo. Pero aquel congreso tuvo su gracia, no sólo por lo mucho que disfrutaron todos los asistentes durante casi un año, porque se lo pasaron de baile en banquete y de cacería en concierto, sino porque aquella convención fue de las más trascendentes en la historia de la diplomacia. Pero, sobre todo, eso, se lo pasaron en grande.
Napoleón había dejado Europa patas arriba y era necesario volver a organizaría. El Congreso de Viena fue el encargado de hacerlo. La primera decisión fue que Francia perdía todos los territorios conquistados por Napoleón, y la segunda, que el absolutismo tenía que volver a regir Europa. Lógico, porque todos los representantes eran enviados de los reyes. Nada de lo acordado podía oler a república ni a liberalismo. En el Congreso de Viena, el que no era duque era marqués y el que no, rey. Y como la nobleza mezcla bien ocio y trabajo, cuando no había banquete en el palacio austríaco, había una cacería organizada por los ingleses. Y cuando no había baile de los franceses, había un
picnic
de los prusianos. Así se entiende que alguien dijera que el «congreso de Viena no marcha, sólo danza».
España también tuvo su representante. Fue el marqués de Labrador, de quien el duque de Wellington llegó a decir que era el hombre más estúpido que había visto en su vida. Muy espabilado no era, digno representante de Fernando VII, pero tampoco podía hacer mucho, porque el Congreso acordó que las potencias de segundo orden no intervinieran en las decisiones importantes, y España era una segundona. Así que, a nuestro enviado lo tomaron a chufla y se volvió con lo puesto. Y, encima, fue con un presupuesto tan ajustado que no organizó ni un baile. Así no hay forma de hacer amigos.
El general Prim, Juan Prim, presidente del Gobierno español, fue aquel que echó a Isabel II del trono y luego sentó en su lugar al italiano Amadeo de Saboya. Pagó caro su empeño, porque el 27 de diciembre de 1870 Prim sufrió un atentado muy cerca de la plaza de la Cibeles. Volvía de las Cortes en coche de caballos cuando le metieron por las ventanillas seis trabucos. Impactaron en Prim doce balas. Ninguna mortal, porque sólo fue herido en un hombro, un codo y una mano gracias a que llevaba puesto el chaleco antibalas de la época: una cota de malla debajo del gabán. Lo que mató a Prim tres días después del atentado fue una infección. Una simple inyección de penicilina le habría salvado, pero el doctor Fleming no había nacido. Le faltaban once años para ser, al menos, cigoto.
Prim fue el primer presidente de gobierno asesinado en España. Luego cayeron Cánovas, Canalejas, Eduardo Dato, Carrero Blanco… pero el atentado a Prim ha sido el único que ha quedado sin resolver. ¿Sospechosos? Muchos. Media España. Unos, porque no les gustó que contratara a un rey en Italia; otros, porque sospechaban que Prim era partidario de dar la independencia a Cuba, con lo cual se perderían grandes fortunas; los aspirantes a monarcas que no fueron elegidos para reinar en España también le tenían ganas; y los anarquistas no podían verle. Con tanto enemigo suelto, era más fácil y rápido preguntar quién no quería matar a Prim antes que localizar al culpable.
Tenía tantos frentes abiertos que nunca quedó del todo claro por qué lo mataron ni mucho menos quién lo hizo. Ahora bien, el que ha pasado a la historia como el más firme sospechoso fue José Paúl y Angulo, un parlamentario extremista que ya había sentenciado a muerte a Prim en un artículo. Precisamente se cruzó con él minutos antes del atentado, en los pasillos de las Cortes, y como Prim era un provocador, le dijo: «Qué, ¿por qué no se viene con nosotros a Cartagena a recibir al nuevo rey?». Y el periodista respondió: «Mi general, a cada uno le llega su San Martín», por no llamarle directamente cerdo.
Luego, qué casualidad, el parlamentario estaba junto al lugar del atentado silbando el pío, pío que yo no he sido. Cuando Amadeo de Saboya llegó a Madrid y se encontró a Prim en una capilla ardiente, supo que lo suyo no había empezado bien.
Menos de tres años duró Amadeo de Saboya con la corona española puesta. Fue Amadeo I, alias «quién me ha mandado a mí meterme en esto». Las Cortes lo eligieron rey el 16 de noviembre de 1870 con 191 votos a favor. El resto de la Cámara hizo una votación de locos: 60 pretendían la república federal; 1, la república indefinida; 2, la unitaria; 27 querían por rey al duque de Montpensier, cuñado de Isabel II; 9 votaron por Espartero y su caballo… en fin, que de aquella sesión no podía salir nada bueno, por eso salió Amadeo. El nuevo rey entró con mal pie. España estaba empobrecida, la bronca política era monumental; la aristocracia lo miraba como un extranjero chulito; la Iglesia no lo quería ni en pintura y a la plebe no le gustaba un pelo que su nuevo rey no hablara español.
Las Cortes de 1870 se empeñaron en que España volviera a tener monarquía —por costumbre más que nada, no por necesidad—, pero no podía ser un Borbón porque dos años antes habían echado a Isabel II. Y, además, tenía que ser un rey que gustara al resto de países europeos. Se llegó a pensar en el príncipe alemán, atentos, Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen, al que en Madrid llamaban «Ole, ole si me eligen» porque aquello no había dios que lo pronunciara. Con un rey que diera lugar a tal pitorreo, finalmente fue seleccionado Amadeo de Saboya, un apellido también con rima pero más fácil de pronunciar. Amadeo de Saboya puso el pie en su trono sin saber por dónde le venían los tiros y con infinidad de frentes políticos abiertos. Y, encima, nada más llegar a Madrid su primer acto oficial fue ir a la basílica de Atocha a comprobar que el general Prim, su principal valedor, estaba muerto. Ya nada salió bien. Su reinado fue a trompicones y llegó el momento en que Amadeo I de Saboya se largó al grito de «los españoles son ingobernables». Dos años y tres meses después de haber sido proclamado rey de España, Amadeo firmó la dimisión y salió hacia Italia sin hacer las maletas. ¿Dimisión? Hombre… un rey abdica o huye, pero no dimite. Dónde se ha visto semejante extravagancia.
Cuando Alfonsito, el único hijo varón de la reina Isabel II abandonó España camino del exilio y agarrado a las faldas de su madre, sólo era un mocoso. Cuando regresó, ya sabía limpiarse los mocos sólo y volvió como Alfonso XII, rey de España, el monarca de la Restauración borbónica. Pero antes de llegar a este punto, el 25 de junio de 1870, su madre, la reina Isabel, renunció en París a los derechos al trono en favor de su hijo. Oficialmente, abdicó «libre y espontáneamente». Extraoficialmente, a regañadientes. Alfonso XII no había cumplido los trece años.
Ya sabemos que la revolución de la Gloriosa forzó el exilio de la familia real, porque ya nadie aguantaba a Isabel II, sus líos amorosos y su manía de meter la nariz constantemente en política. Se instalaron en París, en un magnífico palacete de tres plantas que compraron a un magnate ruso. Aquélla fue la residencia de Isabel, sus cuatro hijas y su hijo Alfonso. El marido, el rey consorte Francisco de Asís, no duró allí dos telediarios, porque en cuanto se vio libre y en el exilio lo primero que hizo fue salir por pies y largarse a vivir con su novio, Antonio Meneses.
Y allí, en París, comenzó su formación en el exilio el futuro Alfonso XII, bajo la atenta mirada política de Antonio Cánovas del Castillo, que fue el que convenció a Isabel II de que abdicara en su hijo. España era partidaria de la monarquía, pero bajo ningún concepto admitía que ese monarca fuera la reina Isabel, así que hubo que preparar al futuro rey para restaurar a los Borbones en el trono. Pero Alfonsito no se preparó sólo en París, porque su formación tenía que ser católica y, como en Francia se instaló la república, los monárquicos españoles no querían que recibiera una educación laica y republicana. Menuda incongruencia. Así que de París, lo enviaron a Viena, donde además aprendió de qué iba eso de la formación militar; de Viena, a Inglaterra, donde se fijó mucho en qué era eso de la democracia; y de Inglaterra a España para demostrar todo lo que había aprendido. Entre otras muchas cosas, francés, alemán e inglés.
La primera intentona de España para ser republicana duró exactamente once meses, porque el 3 de enero de 1874 un nutrido grupo de guardias civiles irrumpió en el Congreso de los Diputados y, siguiendo órdenes del capitán general Manuel Pavía, ordenó la disolución de las Cortes como sólo ellos saben hacerlo: a tiros. La Primera República se fue a hacer gárgaras.
Aquel pronunciamiento militar sólo dio el tiro de gracia a la Primera República española, porque la República ya estaba herida de muerte. El golpe de Estado del general Pavía fue una locura más dentro del psiquiátrico en el que se había convertido España. La política no había por donde agarrarla, la Administración era un caos y cada provincia campaba por sus respetos, con Sevilla declarándose por su cuenta República Social mientras en Cartagena se instalaba una Junta Revolucionaria y los carlistas daban la matraca en Vascongadas y Navarra. España era un circo de tres pistas.
Hubo cuatro presidentes del Gobierno en menos de un año y, en la madrugada de aquel 3 de enero, a punto de votarse un quinto —el que iba a sustituir al dimitido Emilio Castelar— el presidente de la Cámara, Nicolás Salmerón, leyó una nota que acababan de pasarle dos guardias civiles y en la que se ordenaba «desalojar el local en un término perentorio o de lo contrario se ocuparía a viva fuerza». Serían golpistas, pero también cursis como repollos.
Los señores diputados se indignaron y olvidaron sus diferencias de sólo minutos antes; hubo hasta quien propuso que todos aguardaran la muerte sentados en sus escaños, y la propuesta se aprobó, pero les pudo la sangre cuando por fin irrumpieron los guardias civiles. Algunos diputados se liaron a trompadas con ellos en los pasillos, pero en cuanto se oyeron los primeros tiros, otra parte de sus señorías escaló el hemiciclo a la velocidad del rayo.
Al final triunfaron las armas, pero el éxito de aquel golpe se debió sobre todo al agotamiento de los españoles, que ni prestaron atención a los militares ni hicieron caso a los políticos. Tejero quiso repetir la jugada, pero se equivocó de época y, sobre todo, equivocó el país.
Los monarcas españoles se han pasado los dos últimos siglos de la ceca a la meca. Pocas cosas hacían con tanta soltura como ir y venir del exilio, y una de estas venidas se produjo el 9 de enero de 1875, cuando Alfonso XII desembarcó en Barcelona para reasentarse en el trono tras seis años de exilio forzoso y compartido con su madre, Isabel II. Los libros de Historia marcan este día como aquel en el que el rey Alfonso XII restauró la dinastía de los Borbones en España, pero él no restauró nada. Lo restauraron a él, porque Alfonso XII sólo vino cuando se le llamó. Nunca antes.
El desastre político de España era tal en aquella segunda mitad del siglo XIX, que el menor de los males era tener un rey. En pocas palabras: Isabel II se exilió en París con toda su prole tras la revolución de 1868; llegaron después varios gobiernos provisionales, todos a la greña; más tarde apareció un rey italiano de saldo que atendía por Amadeo I de Saboya; después vino la Primera República, liquidada por un golpe de Estado del general Pavía, que entró hasta el hemiciclo montado a caballo; por último, y tras el número circense del general, vinieron varios gobiernos provisionales más. En mitad de todo esto, los carlistas dando la tabarra por el norte; los cantonalistas, por el sur; y los cubanos levantándose contra la madre patria. Todo este galimatías político es lo que la historia llama el Sexenio Revolucionario, por no llamarlo el Sexenio frenopático, porque los políticos de entonces acabaron con camisa de fuerza.