El 7 de marzo de 1939 se producía en la bocana del puerto de Cartagena la mayor catástrofe naval de la historia de España. Se fue a pique el transporte de guerra
Castillo de Olite
, y en su hundimiento arrastró mil quinientas almas. Fue en una acción de guerra en la que los republicanos tuvieron mucha puntería y en la que los sublevados franquistas en Cartagena mostraron una torpeza imperdonable. La muerte de aquellos mil quinientos hombres de una sola tacada se podría haber evitado, primero y evidente, si los republicanos no hubieran disparado y, segundo, si los sublevados no hubieran dado por hecho que Cartagena ya estaba ganada.
El
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partió del puerto de Castellón con destino al de Cartagena junto con otros buques. Iban en auxilio de los sublevados en esa ciudad, porque los republicanos, aunque tocados de muerte, no acababan de rendirla. El
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transportaba dos mil doscientos hombres, era muy pesado, muy lento y llevaba la radio estropeada. O sea, que se quedó el último del convoy. El día 6 de marzo la artillería de costa de Cartagena estaba en manos de los golpistas, con lo cual pudieron proteger de los ataques republicanos la llegada de los barcos que iban por delante del
Castillo de Olite.
Pero, en una rápida maniobra, los republicanos recuperaron las baterías de costa y como el
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iba el último, llevaba un día de retraso y encima navegaba sin radio, no fue advertido de que iba derechito a una ratonera, convencidos todos sus mandos de que Cartagena estaba ganada para la causa. Cuando recibieron el primer disparo estaba claro que no era así. El segundo remató el hundimiento. El episodio del
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, más que un pírrico triunfo republicano, lo que dejó al descubierto fue el caos y la desorganización de los sublevados en Cartagena. Pero, sobre todo, dejó dos preguntas en el aire. Una: ¿por qué se ordenó el embarque de dos mil doscientos hombres en un barco sin radio? Y dos: ¿por qué nadie frenó el avance del buque, aunque fuera por paloma mensajera? Mil quinientos hombres murieron esperando respuestas.
El 16 de noviembre de 1936 los sevillanos se quedaron a cuadros. Tuvieron el dudoso privilegio de recibir a los 697 hombres que formaban la primera expedición de la Legión Cóndor, los alemanes que pilotarían en ayuda de Franco los temibles cazas que bombardearon y arrasaron toda la España republicana. Gernika también.
Franco necesitaba ayuda para que su golpe de Estado triunfara, y cuando alguien necesita ayuda la pide a conocidos y amiguetes. Igual que la República solicitó ayuda a Stalin para defenderse, Franco se la pidió a Hitler para atacar. La verdad es que, con amigos como ellos, quién necesitaba enemigos…
Aquellos 697 hombres de la Legión Cóndor que llegaron a Sevilla sólo eran los primeros. Todavía faltaban por llegar seis mil más, aunque Alemania se pasó toda la guerra diciendo que no los conocía de nada.
Hitler exigió que la ayuda alemana a Franco se hiciera de forma discreta y que quedara perfectamente claro que Alemania no estaba ayudando al golpe de Estado contra la República. Estaba ayudando a Franco de forma personal. Pues vale, para él la perra gorda.
El nombre que se dio a la operación especial de ayuda a Franco, no a la rebelión franquista, fue Fuego Mágico. Y es que Hitler, en el fondo, era un poeta. La noche que accedió a apoyar a Franco, no a la rebelión franquista, había visto la ópera
La Valkiria
, de Wagner, y en el tercer acto se ve a Brunilda rodeada por un fuego mágico que la protege del ataque de los dioses. Pues ya está, dijo Hitler, «Operación Fuego Mágico» será el nombre, y dentro de ella estaba la Legión Cóndor.
Lo que Alemania hizo con este ejército de especialistas en España fue ensayar su armamento y sus tácticas, lo cual le vino de perlas de cara a la Segunda Guerra Mundial. Las masacres de la Legión Cóndor son de sobra conocidas, aunque una se ha llevado la fama y otras han cardado la lana. En Gernika arrasó la ciudad y la vida de cientos de personas. Pero cuando bombardeó a miles de familias malagueñas que huían por la carretera de la costa camino de Almería, se perdió la cuenta de los muertos. No bajaron de cinco mil.
Son los Reyes Católicos los que se han llevado las mieles de la definitiva expulsión de los musulmanes de la Península, pero conviene hacer constar de vez en cuando que esto fue así porque otro rey, Fernando III, ya les había allanado el camino. El 23 de noviembre de 1248 Fernando III el Santo, patrón de Sevilla, les quitó la Giralda a los musulmanes. La Giralda, la Torre del Oro, los Reales Alcázares y el Guadalquivir. Sevilla pasó a formar parte de territorio cristiano. La Macarena, el Cachorro y el Jesús del Gran Poder aún estaban por llegar.
La conquista de Sevilla en aquel siglo XIII quedó como la más importante en varios siglos, lo que pasa es que la toma posterior de Granada tuvo mejor mercadotecnia. Fernando III, la verdad, desde que decidió conquistar Andalucía para Castilla fue de triunfo en triunfo. Primero Andújar, Martos y Baeza; luego Úbeda, Córdoba, Arjona, Jerez, Jaén… Hasta que llegó a donde quería, a Sevilla. Ni que decir tiene que las visiones de vencedores y vencidos fueron distintas según escribiera la historia un cristiano o un musulmán. Para los cristianos, Fernando III entró en Sevilla con mejor talante que Zapatero; los musulmanes, en cambio, dejaron escrito que Fernando III fue un tirano. Así es la historia de la historia.
Sevilla pasó a ser, a raíz de la conquista, la ciudad más importante de la corona de Castilla y León, y Fernando III le tomó tanto gusto que se quedó a vivir. La convirtió en capital y corte de sus reinos, y no consiguieron que abandonara la ciudad ni con los pies por delante, porque allí murió y allí sigue enterrado. Y es fundamental reconocerle una cosa al rey cristiano: si el más precioso alminar almohade, la Giralda, sigue en su sitio es porque Fernando III se empeñó. Los musulmanes quisieron derribarlo junto con la gran mezquita, donde está ahora la catedral, cuando tuvieron que abandonar la ciudad, pero el rey dijo que como alguien tocara una sola teja del alminar y de la mezquita, degollaría a todos los moros que había en Sevilla. Visión turística tenía un rato.
Al Séptimo de Caballería y al general Custer les ha dado fama y gloria el cine, porque la realidad de aquel regimiento creado a mediados del XIX para combatir a las tribus indias era bien distinta. El 27 de noviembre de 1868 el general Custer lanzó a sus hombres contra un campamento de cheyenes instalado a orillas del río Washita. El Séptimo de Caballería se ganó su primera gloria atacando un campamento repleto de ancianos, mujeres y niños. Caballo Loco juró venganza contra «Cabellos Largos». O sea, contra Custer.
El general Custer y sus supuestos valientes del Séptimo de Caballería llevaban dos años, justo desde que se creó este regimiento, buscando indios para ganarse un triunfo que llevarse a la boca y sacar pecho ante el alto mando estadounidense. Pero entre que Custer era bastante manta como general y que los soldados del Séptimo desertaban más que en ningún otro regimiento del ejército regular, la efectividad brillaba por su ausencia.
Cuando el general recibió el soplo de que a orillas del Washita había un enorme campamento de cheyenes, no se anduvo con miramientos. Ni reconoció el terreno ni calculó cuántos inocentes caerían en la refriega. Mandó que la banda de música tocara la famosa canción irlandesa que identifica al Séptimo de Caballería,
Garry Owen
, y lanzó el ataque con orden de disparar a todo lo que se moviera. Murieron doscientos, la inmensa mayoría, madres con niños y ancianos de la tribu.
Aquella masacre no fue aplaudida en el ejército, pero mucho peor cayó entre el resto de tribus. Varios jefes indios se unieron a la caza del general Custer en los siguientes años y, al final, se llevó el gato al agua Caballo Loco, que lo más suave que le hizo a Custer Cabellos Largos fue arrancarle el cuero cabelludo en la famosa batalla de Little Bighorn.
Esta vez Custer no se enfrentó a mujeres y niños indios, sino a cuatro mil guerreros muy cabreados. Y eso que le avisaron. Cuidado Custer, ¿tantos años en la pradera y no conoces a Caballo Loco?
La historieta de hoy es de las fáciles, de las que se aprendían de carrerilla. ¿Con qué tratado se puso fin a la Guerra de Sucesión española? Con el Tratado de Utrecht. ¿Y qué se consiguió con él? Que los Borbones alcanzaran el trono de España. ¿Y qué se perdió a cambio? Casi todo. El día 11 de abril de 1713 se firmó el más importante de los acuerdos de Utrecht, porque hubo varios (estuvieron dos años firmando acuerdos mientras los españoles se desangraban en los campos de batalla), pero el que se rubricó este día nos dejó listos. Eso sí, en el reparto nos tocó un rey con una exquisita pronunciación francesa.
Ya sabemos todos que cuando a Carlos II, a quien llamaron el Hechizado por no llamarle directamente Lelo, le dio por morirse sin descendencia, nos dejó un bonito berenjenal en España. Él nombró como sucesor a un Borbón, a un francés, pero en Austria se consideraban los legítimos herederos de la corona porque así había sido desde dos siglos atrás. Ahí empezó el lío y ahí fue cuando austríacos y franceses se enredaron. Los países europeos tomaron partido por unos o por otros, porque, ya se sabe, a río revuelto, ganancia de pescadores. Y las ganancias se repartieron aquel 11 de abril. Gibraltar y Menorca para los ingleses, que además consiguieron el monopolio de determinadas rutas en el comercio de esclavos. Parte de los Países Bajos, Nápoles, Cerdeña y el ducado de Milán, para Austria, siempre y cuando el aspirante austríaco renunciase al trono español, y Sicilia para el duque de Saboya…
Fue una guerra que duró más de diez años y en la que ganó todo el mundo menos España. Ganaron los Borbones, que asentaron sus reales en este país. Ganó Inglaterra, que consolidó su hegemonía en el Mediterráneo y pasó a ser el rey del mambo en América, y, por supuesto, ganaron Francia y Austria, porque cada una se llevó su parte del pastel. Europa recolocó sus fronteras y todos contentos. Pero todavía hay quien se pregunta por qué Gibraltar es de los ingleses. Felipe V, el primer Borbón, tiene la respuesta.
¿Quién mató al comendador? Ese mismo en el que están pensando. En la madrugada del día 23 de abril del año 1476 los vecinos de un pueblo cordobés asaltaron el palacio del comendador Fernán de Guzmán, mataron a los catorce criados que intentaban cortarles el paso y finalmente se cargaron y mutilaron a su señor. Fue la rebelión del pueblo cordobés de Fuenteovejuna. Lope de Vega inmortalizó el episodio, pero lo hizo de aquella manera, porque parece que entre lo ocurrido y lo narrado cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
La historia es fácilmente manipulable según cómo respiren los cronistas encargados de transmitirla, y con la rebelión de Fuenteovejuna hay un enredo considerable. Existen tres versiones históricas de lo que allí ocurrió: una que dice que los vecinos, hasta el gorro del tiránico comendador de la Orden de Calatrava Fernán de Guzmán, que se dedicaba sólo a cobrar impuestos y a violar jovencitas, se fueron a por él y lo mataron. Así lo trasladó un fraile cronista y de él recogió todos los datos Lope de Vega para escribir su drama.
Otro cronista, en cambio, escribió que el comendador era buena persona, afable, piadoso y solidario, pero que los vecinos, manipulados por un enemigo del noble, lo mataron. Y luego hay una tercera versión, al parecer la más aceptada por la historiografía moderna, que dice que el episodio fue más político que popular. En aquel siglo XV la villa de Fuenteovejuna pasaba de mano en mano: tan pronto pertenecía a Córdoba, como era entregada a la Orden de Calatrava. Enrique IV la cambió tres veces de dueño y luego llegaron los Reyes Católicos y la entregaron definitivamente a Córdoba. Como la Orden de Calatrava no la soltaba, Córdoba azuzó a los vecinos contra el comendador, que, ayudados por soldados, lo mataron. ¿Qué ocurrió de verdad? ¿Fernán de Guzmán fue buena gente o un villano? ¿Nos engañó Lope de Vega por beber en fuentes contaminadas? Vaya usted a saber. Eso sí, en el final de la historia, coinciden todas las versiones. ¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, señor.
Cuando el rey Carlos I de España consiguió erigirse, además, como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico vio cumplida una ambición: dominar medio mundo política y religiosamente. ¿Quién amenazaba este perfecto conglomerado de la espada y la cruz? Los luteranos, esos pertinaces protestones que ni aceptaban al papa ni aceptaban al emperador. Carlos V, hasta el casco de ellos, se fue a buscarlos a su propio territorio, y lo hizo el 24 de abril de 1547. Fue la famosa batalla de Mühlberg. Famosa porque la ganó y famosa porque Tiziano dejó inmortalizado el triunfo en el famoso cuadro del emperador montado a caballo.
Desde el mismo momento de la coronación de Carlos V en 1520, su principal empeño fue regir un imperio católico en Europa. Pero al emperador le salieron tres granos en salva sea la parte que no estaban de acuerdo con eso de que el rey de España, encima, fuera emperador de Alemania y el mayor mandón de Europa.
El primer forúnculo fue el papa, pero finalmente se desinfló porque hubo acuerdo. El segundo, el rey de Francia Francisco I, que estuvo guerreando contra Carlos V hasta que se le acabó el aliento; pero el tercer grano, el más incómodo y el más gordo, fueron los protestantes.
Los príncipes alemanes protestantes se unieron en la Liga Esmalcalda y, aunque no llegaron a declarar la guerra al emperador, sí le incordiaban todo lo que podían con su defensa de la reforma luterana. Cuando no expulsaban de Alemania a obispos y príncipes católicos, le confiscaban tierras a la Iglesia. Carlos V se hartó y se fue a por ellos. Por Mühlberg pasa el caudaloso río Elba, y los protestantes, muy listos, se apostaron en una orilla y destruyeron los puentes para que los tercios imperiales no pudieran atravesarlo. Se relajaron de más y no calcularon que los soldados españoles sabían nadar.
La mesnada del emperador cruzó el río en plena noche y pilló por sorpresa y adormilado al enemigo. La tropa protestante salió despiporrada, los príncipes cabecillas fueron capturados y Carlos V creyó haber dado un paso más para acabar con la reforma luterana. Sólo fue una alucinación.