La leyenda del sueño no hay quien se la crea, sobre todo porque tiene más versiones que el Seat Ibiza, pero la batalla fue tan real como que el mundo pegó un giro espiritual como no ha pegado otro. Que la religión tuvo mucho que ver con el fin de la Roma imperial nadie lo pone en duda, pero no es menos cierto que el desastre político del Imperio romano ayudó lo suyo.
Por aquella época, Roma tenía cuatro gobernadores provinciales, cuatro tetrarcas al mando de distintas zonas del imperio. Uno de ellos era Constantino, al que le había tocado Britania y la Galia, la zona de Astérix. Y en éstas andaban cuando otro de los tetrarcas, el tal Majencio, comenzó a creerse emperador por encima del resto de tetrarcas. Constantino dijo que nones, que si Roma tenía que tener emperador, era él, así que se fue a por Majencio.
Constantino lo derrotó en la batalla del puente Milvio y luego fue quitando de en medio a los dos tetrarcas que quedaban. Su política proclive al cristianismo, la libertad de culto que impuso en Roma y la devolución de los bienes incautados a la Iglesia fueron haciendo hueco al nuevo culto monoteísta y desplazando a los dioses paganos.
Entonces, sí. Constantino se convirtió en el Grande, se fue a vivir a Constantinopla, dio por clausurado el decadente Imperio romano y abrió las puertas de la Edad Media. Así de simple.
Parece una incongruencia, pero quizás uno de los momentos más trágicos que se vivieron durante la Primera Guerra Mundial se produjo precisamente el día que se firmó el armisticio. Hace nueve décadas, el 11 de noviembre de 1918, Alemania se rindió ante los aliados. Ya está, se acabó la guerra. Pero dos oficiales con mando, un francés y un estadounidense, ordenaron a las tropas seguir luchando hasta seis horas después de haberse firmado la paz. Murieron casi tres mil hombres y siete mil acabaron mutilados. Los señores de la guerra, desde sus despachos, fueron sus verdugos.
A las cinco de la mañana del 11 de noviembre, a bordo de un tren detenido en un bosque al norte de París, los alemanes plantaron su firma bajo las condiciones escritas por los aliados para poner fin a la Primera Guerra Mundial. Se rindieron. Pero el alto mando aliado decidió que la hora oficial para dar por terminado el conflicto serían las 11 de la mañana y, por tanto, las órdenes de combate se mantuvieron inalterables hasta esa hora, pese a que hacía seis que la guerra había terminado y que la radio ya había transmitido la gran noticia en todo el mundo.
Los oficiales aliados más sensatos habían dejado de ordenar los ataques desde cuatro días antes, cuando se supo que la paz estaba a un paso. Pero otros, los menos si bien también los más furiosos, los que deseaban aplastar y humillar a los alemanes hasta el último minuto tomaron al pie de la letra la hora final del conflicto: once de la mañana. Sólo entonces ordenaron el alto el fuego.
Desde los despachos de Washington, París y Londres no midieron que en aquellas seis horas de más se producirían miles de víctimas por culpa de un puñado de oficiales rabiosos. Miles de cartas de padres llegaron en los años posteriores a esos despachos preguntando por qué sus hijos habían muerto en la mañana de aquel 11 de noviembre, horas después de que hubiera acabado la guerra. Nunca hubo respuesta.
Vámonos de boda a la pija corte de Viena, porque el día 24 de abril de 1854 el emperador austríaco Francisco José I se casaba con una jovencita de dieciséis años llamada Elisabetta Amalia Eugenia von Wittelsbach, duquesa de Baviera y mundialmente conocida como Sissi emperatriz. Fue un casorio por carambola, porque todo estaba organizado para que el emperador intimara con la hermana mayor de Sissi, pero le acabó gustando la pequeña. La boda fue de órdago a la grande, no obstante ésa fue prácticamente toda la felicidad de la que pudieron disfrutar. La desgracia les persiguió durante todo su matrimonio. Y esta vez, sí, algo de culpa tuvo la suegra.
Al pueblo austríaco le cayó bien esta boda, porque significaba el triunfo del amor por encima de los arreglos familiares. Pero Sissi sólo estaba hecha para las ventajas de la corte, no para los inconvenientes, ni mucho menos para el rígido protocolo vienés. Ella tenía que ser mona y estar callada, pero Sissi quería ser más mona y hablar. Su suegra Sofía, la madre del emperador, no tenía inconveniente en que Sissi fuera todo lo mona que quisiera, pero eso de pensar por su cuenta y meterse en política apoyando la independencia húngara era otra historia. Suegra y nuera se llevaron a matar todos los días de su vida.
Quítense de la cabeza la imagen de Romy Schneider, porque el cine ha convertido a Sissi en una reina de cuento y ha obviado, por ejemplo, que era bulímica y anoréxica, que cultivaba su belleza hasta la exageración, que despilfarraba a manos llenas y que manejaba hábilmente con una mano la frivolidad y el derroche mientras con la otra ayudaba a los pobres y desheredados. Visitaba un asilo de pobres por sorpresa y se ganaba el favor del pueblo, pero sólo con lo que pagaba a su peluquera, el sueldo más alto de toda la corte, hubiera comido un asilo todo un mes. El resto de su vida, un desastre. Tuvo cuatro hijos, una murió, de otro aún no está claro si se suicidó o lo suicidaron, y la propia Sissi acabó asesinada por un anarquista. Un cuento que acabó de pena.
Al poeta Francesco Petrarca se le salió el corazón del pecho el día 6 de abril del año 1327. Fue un Viernes Santo que acabó convertido en viernes de pasión porque vio por primera vez a Laura, el amor de su vida y fuente de toda su inspiración. La conoció en la iglesia de Santa Clara de Aviñón, en Francia, durante la primera misa de la mañana. Si hubiera estado pendiente del responso en vez de mirar a las feligresas, Petrarca se habría librado de pasar toda su vida atormentado por un amor imposible. Gracias a ella, a Laura, Petrarca se convirtió en el primer poeta lírico moderno. Y todo porque no le hizo caso.
La historia nos ha trasladado que el amor de Petrarca por Laura de Noves fue puro y casto, y parece que así es, pero no es menos cierto que así fue porque Laura no le dejó. Laura, además de ser muy mona, estaba casada y, aunque Petrarca intentó ver por dónde la entraba, la joven le paró los pies y le cortó las visitas a su casa. Petrarca se alejó entonces de Aviñón para calmar sus ardores y tuvo dos hijos, pero a la madre no le dedicó ni un miserable soneto. Todos eran para Laura, pese a que su enamorada sólo se dedicaba a tener hijos con su marido. Once churumbeles en total.
Algunas fuentes insisten en que Laura no existió, que fue una creación de Petrarca para cantar a través de ella el amor puro e incondicional. Pero Laura existió, porque el propio poeta anotó la muerte de su amada en un códice de la Biblioteca Ambrosiana. Y qué casualidad, porque Laura murió como consecuencia de la peste también un día 6 de abril, pero de 1348, veintiún años después de haber conocido al poeta.
Mientras Laura vivió, Petrarca sufrió el tormento del amor no correspondido, pero en cuanto murió pasó de la pasión platónica a la más negra de las melancolías, con lo cual este hombre se pasó la vida sufriendo. Y sólo con desconsuelo un poeta puede escribir así:
Aquí termine mi amoroso canto
:
seca la fuente está de mi alegría
,
mi lira yace convertida en llanto.
Enrique VIII, rey de Inglaterra, redondo como don Pimpón, bronquista y famoso por haberse casado seis veces y haberle cortado la cabeza a dos de sus mujeres, obtuvo el 28 de mayo de 1533 uno de sus mayores triunfos. Consiguió que el arzobispo de Canterbury otorgara validez a su segundo matrimonio con Ana Bolena en contra de la decisión del papa de Roma. A grandes males, grandes remedios: Enrique VIII se convirtió en cabeza de la Iglesia de Inglaterra y así pudo ordenar que se anulara su matrimonio. Consecuencia: Inglaterra y los papas se enfadaron para los restos.
Para entender los líos matrimoniales de Enrique VIII hay que remontarse a su primer matrimonio con una de las nuestras, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. Catalina se casó primero con Arturo, heredero al trono de Inglaterra y hermano de Enrique. Pero como Arturo se murió antes de tiempo, Enrique lo sustituyó en todo. Fue el nuevo heredero y de paso se quedó con la mujer de su hermano. Veinte años estuvieron casados Catalina y Enrique VIII. Todo iba muy bien, pero un día el rey cruzó la mirada con una cortesana muy mona llamada Ana Bolena. El rey dijo, pues me busco una excusa para contársela al papa, me separo de Catalina y me caso con Ana.
La excusa era un tanto peregrina: el rey había leído en la Biblia que un hombre que se casara con la esposa de su hermano estaría condenado a no tener hijos varones. Como él sólo tenía una hija con Catalina, dijo, ya está, Dios me ha castigado. Así que pidió a Roma la anulación del matrimonio para reparar el pecado. Pero Roma no acababa de verlo claro y no hacía sino dar largas al rey.
Enrique VIII se cansó de esperar, se casó con Ana Bolena y rompió sus relaciones con el papa. Consiguió que el Parlamento inglés estableciera que los asuntos espirituales, incluyendo los divorcios, se decidirían en Inglaterra, no en Roma, con lo cual el primer matrimonio quedó anulado y bendecido el segundo.
Ana Bolena, tan contenta, pero la ingenua no sabía que donde las dan, las toman. Tres años después, su marido, para casarse con la tercera, le cortó la cabeza a la segunda.
En la España del siglo XV no había boda principesca que se realizara por amor… valiente tontería. La de Isabel y Fernando tampoco lo fue. Se casaron porque el poder que aglutinarían entre ambos sería tal que ya no habría reino europeo que les tosiera. El 11 de octubre de 1469 se entrevistaron por primera vez los novios católicos en Dueñas, en Palencia. Aquello no fue su primera cita, fue una reunión de negocios.
Todo estaba apalabrado desde meses antes, organizado al milímetro por Isabel, que era quien daba las órdenes. Por ahora sólo era la sucesora al trono de Castilla después de haberse quitado de en medio a la legítima, a su sobrina Juana la Beltraneja. Pero necesitaba que su futuro marido fuera Fernando de Aragón, aunque no lo hubiera visto en su vida. Tenía que ser él para poder reunir más territorio bajo su poder. Fernando no es que pusiera inconvenientes, porque a él el trato le venía de perlas, pero le quedó meridianamente claro que los pantalones los llevaría, a partir de entonces, siempre ella.
El primer encuentro de los príncipes fue secreto, porque había muchas intrigas para impedir ese matrimonio. Uno de los pretendientes de Isabel era Alfonso V, el rey de Portugal; otro, el duque de Guyena, francés; y el tercer aspirante era el duque de York, el futuro Ricardo III. Pero ninguno de los tres servía a los intereses de Isabel, porque ella hubiera quedado como segundona en Portugal, en Francia y en Inglaterra.
El único dispuesto a aguantar que Isabel llevara la voz cantante era el príncipe Fernando. La futura Isabel I de Castilla acudió a aquel primer encuentro vestida de moza plebeya; y él, el futuro Fernando II de Aragón, disfrazado de mozo de mulas. Ella tenía dieciocho y él, diecisiete años.
Lo cierto es que se gustaron nada más verse. Eran monos, pero aunque ella hubiera sido coja y él tuerto se hubieran gustado igualmente, porque en ese matrimonio sólo debía prevalecer la razón política. Y vaya si prevaleció… ahí tienen España. Ocho días después de aquel primer contacto se casaron y ella llegó al matrimonio sin haber catado varón. Al menos eso dijo. Había estado tan ocupada asegurándose el gobierno de Castilla, que no tuvo tiempo ni de tontear. El bodorrio está al caer.
Y si unas líneas más atrás los hemos presentado, ya va siendo hora de que los casemos, porque el 19 de octubre de 1469, Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos, contrajeron matrimonio en Valladolid. No hubo invitados de lujo ni delegaciones diplomáticas… ni siquiera estuvieron los padres de los novios. Porque aquella boda tenía que ser muy discreta y debían despacharla rapidito para ponerse a trabajar. Había que unificar España.
Pero aquella boda tuvo trampa, porque los niños no se podían casar si se hubieran atenido a las reglas de la Santa Madre Iglesia que tanto pregonaban. Isabel y Fernando eran primos hermanos y tenían una consanguinidad en tercer grado, y si se casaban sin una dispensa papal se condenarían. Pero esto no fue un problema, porque a Isabel no se le ponía nada por delante. El infierno tampoco.
Aquel matrimonio arrastró un lío tremendo de idas y venidas de bulas, dispensas, falsificaciones y chanchullos burocráticos. El papa reinante se negó a dar la dispensa papal. Pero, milagro, el mismo día de la boda apareció una nueva dispensa de otro papa (Pío II) dando el permiso; un permiso que dos años después confirmó otro papa distinto (Sixto IV). ¿Dónde estaba la trampa? Pues en todas partes, porque el papa que había dado la dispensa a favor del matrimonio no sólo no tenía nada que decir, es que se había muerto cinco años antes de la boda. En resumidas cuentas, que los niños estuvieron dos años dale que te pego sin autorización eclesial.
La boda fue sencilla, oficiada en el palacio de los Vivero de Valladolid. Las partes se dieron mutuo consentimiento, se leyeron las condiciones estipuladas para la futura posesión del cetro, por supuesto favorables a Isabel, y listo, cada uno a sus aposentos. La primera noche después de la boda no pasó nada. Pero la segunda sí, porque entonces yacieron juntos y se consumó el tanto monta, monta tanto. Así lo relató el médico de la reina, el doctor Toledo, en
El Cronicón de Valladolid
: «Esa noche fue consumado el matrimonio entre los novios, donde se mostró cumplido testimonio de su virginidad y nobleza en presencia de jueces, regidores y caballeros». Qué falta de intimidad, por Dios.
No sabía la que se le venía encima María Cristina de Habsburgo cuando aquel 17 de noviembre de 1879 abandonaba Austria con su madre y algunos familiares más para casarse con Alfonso XII y ser reina de España. La mujer lo puso todo de su parte, pero tenía en contra las costumbres de un país que no conocía de nada, un idioma que no hablaba, un futuro marido liado con una cantante de ópera y, lo peor, una antecesora de leyenda cuyo recuerdo aún dolía a los españoles. Porque María Cristina sólo era la sustituía de María de las Mercedes, la de la copla. La otra.